Sin embargo, algo más de 20 años después, en la región predomina un modelo de seguridad basado en lo que se ha dado por llamar patrullaje combinado, que ha resultado en un modelo de fuerzas de tarea con una altísima participación de personal militar, en un contexto que se encuentra muy lejos de las condiciones de excepcionalidad, temporalidad, y sujeción a mando civil que doctrinariamente las Naciones Unidas y el Sistema Interamericano han establecido para la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública.
Muchas cosas han sucedido entre dos extremos. Estos países se han visto desbordados por la infiltración del crimen organizado, y especialmente del narcotráfico, que ha marcado la agenda de seguridad de Washington para la región, y por ende la cooperación y preparación de los cuerpos policiales y militares. Cualquier informador bien observado sobre el contexto guatemalteco recordará la forma en que el DOAN fue desactivado en 2002, luego de comprobarse que sus mandos superiores se habían apropiado de casi una tonelada de droga incautada, y cómo en 2005, la cúpula de su ente sucesor, la SAIA, fue arrestada nada más arribar a Virginia, para participar en un curso de capacitación, prácticamente por las mismas razones.
Una cuantificación de los recursos invertidos en materia de capacitación de los cuerpos policiales en la región, arrojaría cifras fantásticas, que no se compadecen con las altas cifras de homicidios de la región.
Pese a la existencia acuerdos de paz en El Salvador y Guatemala, y de comisiones de reforma en cada uno de los tres países de la región, la falta de depuración de los cuerpos policiales, su permeabilidad a grupos del crimen organizado, y su utilización como primer recurso para la represión de la conflictividad social, han deteriorado la credibilidad que los procesos de paz buscaban darle a los policías civiles.
Al mismo tiempo, a nadie se puede escapar que las Fuerzas Armadas de la región, pese al rol jugado en las graves violaciones a los derechos humanos de los años ochenta en El Salvador y Guatemala, y más recientemente, durante el golpe de Estado en Honduras, gozan de un prestigio en la población, que se ve refrendado por diversos estudios de opinión pública de entidades como el más reciente de la revista Contrapoder en Guatemala, o la encuesta Latinbarometro de la Universidad de Vanderbilt. En apariencia, el ciudadano común de estos países respira con alivio al ver militares en las calles, o un destacamento militar en su colonia, pese a que esto no se ha traducido en una reducción de las altas tasas de homicidios, y a un combate efectivo a fenómenos como la extorsión, aún no cuantificados de manera adecuada.
La encrucijada a la cual se enfrenta el modelo de seguridad pública en la región parece estar destinada a la profundización de la participación y sujeción a mando militar, sin que exista un sustento empírico para hablar de sus beneficios. ¿Satisface esta misión a los militares? Ésa es una pregunta que hace repensar también si estas Fuerzas Armadas no se acercan cada vez más a las características de Guardias Nacionales,
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