Años más tarde comenzó a usarse otro exordio: «Conviértete y cree en el Evangelio». Esta fórmula no me parecía tan enfática y no me llamaba a la reflexión. La sentía monótona y repetitiva en orden a lo que aconsejaban los señores curas los domingos, durante el sermón de la misa.
No obstante la solemnidad a la que llamaba la primera, yo percibía que no me proveía alguna expectativa más allá del polvo al cual habría de regresar.
No fue sino ante la posibilidad de encontrarme rostro a rostro con mi eternidad cuando empecé a esperar contra toda esperanza. Vislumbré entonces la práctica de la piedad cuaresmal no como una rutina exhibicionista, sino como una preparación para encontrar a Dios al final del camino. A la sazón le encontré sentido a nuestra condición de finitud, «… y al polvo has de volver», y un rumbo cierto a la palabra creer, «…y cree en el Evangelio», para rebrotar desde una condición en la cual la muerte era la que tenía las mayores expectativas de triunfo.
Indudablemente, la dicotomía vida-muerte me había sacudido.
Desde esa conmoción empecé también a valorar la aserción de la actividad diaria y de la contemplación, la cual no permite desentenderse de la realidad que se está viviendo. Y ello permitió replantearme el tipo de prácticas piadosas que hasta ese momento había llevado. Conste que siempre las cuestioné.
Recuerdo una ocasión cuando puse en un serio brete al cura que nos enseñaba la doctrina. Nos conminó —que no propuso— a guardar ayuno todos los viernes de Cuaresma y evitar la ingesta de carnes rojas. Yo le hablé de la situación de mis compañeros. Le conté que el hambre —no ayuno— era su condición diaria. Años después me confió que en aquel momento estaba recién llegado a Guatemala y no había terminado de encarnar la realidad socioeconómica del país pese a que lo habían prevenido de ella. Incluso nosotros, que la vivíamos, no teníamos cabal conciencia de ella.
Puestos de nuevo en el hoy, Miércoles de Ceniza del 2015, vemos que la situación no ha cambiado mucho: la corrupción, el soborno, las violaciones, las extorsiones, los crímenes, la explotación del hombre por el hombre, los eufemismos como el dichoso salario diferenciado, las conspiraciones y un sinfín de etcéteras siguen exactamente iguales o peores. Nuestra racionalidad parece perdida entre la perversión y nuestra capacidad de destruir. Así las cosas, ¿podemos tener esperanza? Yo creo que sí.
Una propuesta —no fórmula— es conservar la cordura y la sensatez. Buscar unidad, y no división. Coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Y, ante la duda, mejor callar e indagar que emitir opinión equivocada. Para todo ello es necesario fortalecer los corazones como lo ha recomendado el papa Francisco, fundamentado en Santiago 5,8, en el texto de su mensaje de Cuaresma 2015.
La paz haciendo morada en el corazón es indispensable para asumir con ojos de esperanza los retos de los nuevos tiempos. Y para nuestra descendencia, recordar a san Bernardo de Claraval, que decía de la fe: «Fides suadenda, no un porenda». Traducida la máxima: «La fe debe ser materia de persuasión, y no de imposición». Una mirada hacia la fe desde otra máxima que reza: «La norma ata, el criterio libera».
Los horrores de la vida diaria no deben perturbarnos. El amor siempre prevalecerá. Y para mejor recorrer el camino hemos de recordar que, al final de este, nos espera la casa.
Ánimo y éxitos para quienes han iniciado una vía cuaresmal.
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