Guatemala, 1933
Ven a rezar, hija mía, es la hora de la conciencia y del pensar profundo, cesó el trabajo agotador... y el mundo va ahora a descansar.
Victor Hugo
Infancia idílica, todo fue felicidad… hasta un día
Tendría cuatro años cuando por vez primera escuché estos versos. Recuerdo los atardeceres, tomada de la mano de mi padre, me los hacía repetir, una y otra vez, mientras caminábamos por una extensión del bosque, cubierta de pasto verde, bordeada de pinos y cipreses viejos, cuyo follaje era tan copioso que llegaba al suelo.
Él me decía: Ven a rezar, hija mía, yo me soltaba de su mano, corría y volvía a su lado: es la hora de la conciencia y del pensar profundo, eso era, aún, más difícil que yo lo comprendiera, cesó el trabajo agotador..., veía a los mozos de la finca volver con paso lento a sus casas. Los pinos botaban sus hojas-agujas por millares formando una espesa alfombra de todas las tonalidades de color café, adornada con flores de coníferas secas, que esparcían un aroma inconfundible. Después de la lluvia era fácil caminar, pero en la estación seca papá lo hacía con cuidado por temor a caer, pues el suelo se tornaba resbaloso, y era entonces cuando yo aprovechaba para deslizarme y sentir que patinaba, que volaba en aquel mágico tapiz vegetal.
En aquella valla espesa de árboles estaban las Llamas del Bosque, coronadas con flores color naranja intenso; más allá, esbeltos y con flores carmín, los árboles que nosotros llamábamos, árbol de las Peinetas o Gravilia, cuyas flores umbeliformes son similares a las peinetas de carey que usaban las indias para acomodarse el cabello; los siembran en los cafetales para darle sombra a este preciado arbusto; los de Manzana Rosa, con flores de pétalos de agujas blancas gigantes que huelen a rosa y frutos huecos que saben a manzana. Los de níspero de hojas pequeñas, gruesas, velludas, con racimos de frutos amarillos aterciopelados –agridulces. Entre esta gama de recuerdos de árboles, colores y olores, estaba el pino-mocho, cuyo enorme tronco mutilado –¡quién sabe cuándo!–, tenía el aspecto de penitente arrepentido, llorando siempre su cristalina y aromática brea. Sus ramas secas se transformaron en rajas de ocote para venderlas, ya que por esa época, todas las casas de indios y ladinos pobres se alumbraban con velas de parafina o rajas de ocote. El ocote está muy presente en la vida del pueblo guatemalteco, quizá en su busca de luz y paz.
Ocote para encender el fuego, y al encender el cerillo inmediatamente se enciende y su llama no se extingue por ser rica en brea.
Ocote para la bronquitis, unas gotas de brea dentro del café o leche, la tos desaparece, repetía mi madre, entre regaños y cantos.
Ocote para iluminar las iglesias católicas pobres para tener donde orar.
Ocote para alumbrarse por los caminos durante la noche.
Ocote en la puerta de una choza, aviso de velorio.
Cada vez que pasábamos frente al pino mocho nos deteníamos. Yo tomaba un palito seco y lo untaba con brea hasta formar una cornucopia. ¡Me encantaba chuparla! ¡Cuántas veces la llevé a mi madre para la leche caliente que mi hermanito tomaba cuando tenía tos! Así comencé a distinguir las plantas y sus utilidades. El floripondio (Datura arbórea) de grandes capullos blancos tristes, como en castigo, mirando hacia el suelo. Estas flores colocadas debajo de la almohada de mi padre le hacían dormir. Otras veces cortaba manojos de apasote y llantén (Plantago) para los parásitos intestinales y el estómago. ¡Siempre volví a casa con alguna yerba curativa! Así comenzó mi aprendizaje de curandera.
Estos paseos con mi padre me encantaban, pues él me hablaba de la Naturaleza y con gran paciencia me enseñaba estos versos de Rubén Darío, que me agradaban más:
Las Hadas, las bellas hadas
existen mi dulce niña
Juana de Arco las vio aladas, en la campiña.
Como niña, las veía volar en mi imaginación entre los pinos y cipreses, con sus trajes de gasa rosada, celeste, sonreía cuando me decían adiós. Volvía en mí e inclinaba la cabeza a la derecha, y veía con ternura el pino mocho herido. De nuevo volvía mi padre:
Ven a rezar, hija mía,
es la hora de la conciencia y del pensar profundo
No puedo recordar cuánto demoré en memorizar esta estrofa de Victor Hugo, pero entre paseos, risas, y retozos entró a mi memoria y, más tarde, a mi conciencia.
En este mismo sitio, fue donde Edelberto, mi hermano menor, aprendió a caminar; sus piernas, aún débiles, lo hacían caer una y otra vez, sin hacerse daño; el pasto era tan abundante que formaba una gruesa alfombra y, con ese ejercicio constante, no tardó mucho en erguirse, correr y llegar lejos.
Por esa época, mi padre era entusiasta lector y practicante de la Teosofía. El núcleo de estudiosos de esta doctrina, parece era numeroso, por lo que fue invitado a visitar Guatemala el Maestro Jinarajadasa, compañero de Krishnamurti, seguidores de Madame Blavasky y Anne Bessant, fundadoras de la Escuela teosófica (ver foto 1). Jinarajadasa impartió un curso y en las muchas conferencias que dictó explicó la teoría de los Siete cuerpos que forman al ser humano y de la importancia de tener el cuerpo físico limpio, el daño que hace comer carne o sea cadáveres de animales. Aquí empezó la pugna de mis padres entre el vegetarianismo versus carnivorismo, mamá aceptó el cambio del beef al carnero con limón, ajo, cebolla, crudos bien lavados –por su amor y meticulosidad hacia nosotros, quería lavarnos “de todos los pecados del mundo”. Papá enriqueció la dieta de proteínas comprando sacos de nueces, y, en vez de dulces comimos uvas, pasas, dátiles que, por ese tiempo, eran baratos. Alguna vez nos compraron chupetes, con cara de niño, llamados Etiopes, bañados de chocolate, estaban de moda, fue la época de la guerra de Italia contra el etíope, Hailé Selassie, que empobreció brutalmente al país y el mercado aprovechó esas imágenes de niños negros muertos de hambre para vender como dulces. ¡Qué horror!, nosotros no lo sabíamos entonces.
De esas largas discusiones sobre plantas, conflictos, vegetarianismo, etc., capté que las plantas tenían poderes curativos y mi mente fantástica concibió que si cortaba todos los días ramos de flores y le pedía a la Virgen que nos enviara una hermanita, sería realidad mi deseo.
Cuando mamá nos anunció que pronto tendríamos un hermano más, mi corazón confirmó que plegarias y flores habían sido efectivas. Ese día nos enviaron a casa de Lucita Lainfiesta, hija de Don Francisco de Lainfiesta, quien fuera secretario del presidente, general Justo Rufino Barrios. Ella era la propietaria de El Sauce, la quinta paradisíaca donde vivíamos. Hacía mucho calor –ese l2 de abril de 1933–; era Semana Santa y Lucita nos brindó refrescos gaseosos embotellados, dulces ¡todo esto era tan insólito que parecía un milagro! En esa época esos refrescos eran muy exclusivos, solamente los ricos los consumían, así que para nosotros, que sólo tomábamos jugos naturales, fue un banquete inolvidable. ¡Y pensar que, ahora, lo exclusivo y más caro son los jugos naturales y las gaseosas para los pobres!
Mientras comíamos esas chucherías, Lucita nos puso en su vitrola (fonógrafo) rca Victor, los discos de moda, Ramona, Capullo de Alhelí, le pedimos con insistencia que pusiera el disco para cantar la canción que dice:
Muñequita de trapo
con los ojos pintados
quien te mira y te toca no sabe
que vales, ¡poca cosa!
Muy pocas personas disponían de vitrola en sus casas; la de ella era un mueble grande, color caoba, con patas y tapadera, que al levantarse se veía la pintura de un perrito sentado frente a un fonógrafo, símbolo de la RCA Victor. La nuestra era tipo maleta, y se podía colocar encima de cualquier mueble. A ambas se les hacía girar una manivela al lado derecho, para darle cuerda, después de esa operación, manualmente se colocaba el disco de 78 revoluciones y la manecilla con la aguja lo hacía sonar.
Como a las cinco de la tarde llegó papá, jubiloso, a darnos la noticia que ya teníamos una hermanita. Dejamos todo al instante, salimos corriendo gozosos e inquietos; el trecho que nos separaba de casa nos pareció largo, largo. Entramos presurosos, como regalo llevábamos las tapas de las gaseosas, que dejamos caer en su cuna en cuanto la vimos. Fue grande mi felicidad, al verla la asocié a las flores, a la Virgen y al milagro. Mi madre, recostada entre almohadas, nos sonrió y dijo:
—¡Es una nena! –Y dirigiéndose, a mí, agregó–: ¡Vas a tener con quien jugar!
En esos tiempos los niños nacían en sus casas y no en los hospitales o sanatorios, el decir de los mayores, la cigüeña los depositaba en los hogares.
¡Cuántos años debieron transcurrir, para que yo conociera una verdadera cigüeña! Y no fue sino hasta en Alsacia, cincuenta años después, cuando las vi en los techos de las iglesias, paradas junto a sus grandes nidos, cuidando sus huevos o sus pichones pero aquellos tiempos sólo nos mostraban las fotografías de esas bellas aves, solas y nos imaginábamos a los bebés desnuditos, envueltos en la sábana que colgaba de su pico y preguntábamos: 11 ¿Cómo hacen para que los nenes no se caigan durante el vuelo? Siempre hubo una respuesta inteligente para ocultar la verdad. Lo que sí me llamó la atención fue que la comadrona, Berta Shell, que había traído al mundo junto con la cigüeña a mi hermano, estuviera, de nuevo, al lado de mi madre.
Por la noche, antes de dormirme, con gran temor pregunté a papá:
—¿Y a mí, quién me trajo?
—Una comadrona.
—¿Y por qué no me trajo la cigüeña?
Rápidamente respondió con este verso de Darío:
Cuando naciste, preciosa,
no tuviste hadas paganas,
ni la horrible Carabosa
ni sus graciosas hermanas.
Y, ¿sabes tú, niña mía,
por qué ningún hada había?
—¡No! –respondí asustada.
Porque allí
estaba cerca de ti
quien tu nacer bendecía:
Reina más que todas ellas,
la Reina de las Estrellas
la dulce Virgen María.
Así me fui quedando dormida. Las palabras HADA, COMADRONA quisieron entrar al consciente y fracasaron. Quedó la duda.
Mi deducción fue la comadrona es la domadora de las cigüeñas. La palabra comadrona me sonaba extraña y no le encontraba sentido alguno, pero todos respetaban y querían a la comadrona, Berta Shell; así que debía ser alguien importante. ¡Claro que lo era! ¡Ella podía hablar a las cigüeñas y decirles dónde depositar a los niños!
¿Cómo se llamará?, preguntó alguien.
Martita, respondió mamá, igual que yo, pero le vamos a poner también María, por mi madre.
Papá, devoto de la poesía, había leído a las poetisas romanas y griegas, y se confesaba impresionado por la obra de la poetisa italiana Grazia Deledda. Hizo un arreglo, de manera que tuvo un nombre más para su hija, y enfáticamente anunció: “También se llamará Grazia Leda, tendrá cuatro nombres, Marta María Grazia Leda”. Así se cerró la discusión.
En Guatemala, al igual que en todos los países latinoamericanos con gran ascendencia india, hay racismo exacerbado. ¡Fue así desde la conquista española! Grazia Leda nació con la piel más morena que la de mi hermano y la mía, a medida que crecía, su color era más notorio y los amigos, cariñosamente, disimulaban su racismo diciéndole negrita. De manera que no sólo tenía cuatro nombres, sino que le agregaron el epíteto de negrita. Según los miembros de la familia y sus afinidades, unos la llamaban Martita, o Mariíta; los amigos intelectuales de papá, Grazia Leda y los racistas solapados, negrita. La pobre niña, que desde pequeñita dio muestras de gran talento, cuando le preguntaban, cómo se llamaba, decía lea, por Leda, nombre que le era más fácil pronunciar y en su inocencia escogió el más poético.
A medida que crecía debió haber introducido en su ego que ella poseía algo distinto, y era el color de su piel. Muchos años después, cuando estuvo en Suecia camino a la Universidad Patricio Lumumba, en Moscú, los suecos se volvieron locos por su piel morena, si tuvo complejos, allí mismo los dejó y comprendió la estupidez de los prejuicios del racismo. De allá recibimos una tarjeta postal en 1960, en que decía:
“Estoy en un parque, observando a tanto niño rubio y blanco. Toda la gente me mira con simpatía, muchos jóvenes se acercan, conversan conmigo y me invitan a tomar algo. Nunca tuve esta sensación de ser tan admirada. ¿Por qué será?”.
Transcurrieron algunos años en que fuimos solamente dos hermanos y, yo como hermana mayor, me preocupaba mucho por Edelberto. Poco a poco le fui enseñando otros caminos, otros lugares donde jugar, cómo subirse a los árboles de guayaba y mecernos fuertemente sin peligro de que la rama se rompiese. Grazia Leda aprendió a caminar en los mismos lugares donde caímos y nos levantamos ¡cuántas veces! Aprendió a hacer su cornucopia de brea. La llevamos a lugares distantes de casa. A la hora del almuerzo, mamá nos llamaba por medio de un pito metálico de “gorgorito”, y al escucharlo corríamos veloces, subiendo y bajando colinas, y ligeras hondonadas para llegar a tiempo. A Grazia la colocábamos en medio, la elevábamos para aligerar nuestro paso. Ella decía, “mis hermanos mi hicieron volar”.
A veces no queríamos comer o poníamos defectos a tal platillo, las presiones psicológicas utilizadas por mamá, en un tiempo, fueron: ¡Cómo van a dejar esta comida! ¡Los niños en Grecia –fue la época de la guerra civil– están muriendo de hambre! Se sentirían dichosos de poder comer esto. Edelberto y yo obedecíamos, Grazia Leda le ripostó, más de una vez, ¿Por qué no les pones un telegrama a esos niños para que vengan a comer con nosotros?
Mi madre, siempre preocupada por su hogar y por nosotros, no podía intuir que tuviéramos el mínimo síntoma de enfermedad y ante los primeros estornudos o falta de apetito nos llevaba al médico. Una vez, de las muchas que nos condujo al consultorio del Dr. Robles, él le dijo:
—Señora, deje que sus hijos coman tierra y no les lave tanto las manos, eso les hace daño. ¡Deles tortilla, frijol, queso y plátanos, allí está todo lo que necesitan!
—¿Cómo? ¿Usted me va a decir eso, doctor?
—Señora, ¿no ve usted a tantos “chirises” indios que andan descalzos? Y son “fuertes” y hasta “ayudan” a sus papás y lo único que comen es tortilla y frijoles.
—¡Cuando los tienen! –agregó ella.
Nuestro médico era el eminente doctor Robles, graduado en la Sorbona, descubridor del parásito Onchocerca-Robles, productor de la terrible enfermedad que dejaba ciegos a muchos de los niños indios descalzos –la mayoría– que trabajaban en los cafetales, junto a sus padres. Mamá, al vernos sanos, se alegraba y se expresaba a través del canto; lo hacía con voz agradable, tenía buen oído; no sé dónde habría aprendido los versos más conocidos del Conde de Luxemburgo, de La viuda alegre, Luisa Fernanda, La verbena de la paloma y de otras muchas operetas y zarzuelas. Cantaba mientras cocinaba, cuando lavaba ropa, la tendía, limpiaba la casa y por supuesto ¡cuándo se bañaba! Tenía una memoria formidable, también declamaba largos poemas y muchas veces utilizaba estrofas de poemas famosos en cualquier momento de la vida hogareña. Si dejaba de cantar estaba enojada o preocupada por algo.
Para nosotros el fin del mundo era el final de la verde explanada, bordeada de árboles que terminaba en el enorme precipicio o barranco como lo llamábamos.
El casco de la ciudad de Guatemala está circundado por una falla profunda –barrancos– y en algunas partes, como en El Sauce, El Zapote y Lo de Bran llegan a ser verdaderos precipicios. En el fondo de ese abismo había una fuente, allí mismo nacía el agua cristalina, pura sin mancha de pecado original, la cual era impulsada por electricidad para abastecer las quince casas y las cuatro piscinas que componían el casco de la finca El Sauce, llamada así porque a la entrada, como centinela bonachón y cansado permanecía el gran árbol de Sauce llorón.
Una noche, cuando todos estábamos ya en cama, las luces apagadas, escuché la historia que mi madre contaba a papá, pues la víctima era conocida de ellos.
—¿Edelberto, te enteraste de lo que encontró hoy la policía?
—No.
—Dicen, que hacía varios días había una zopilotera volando, allá en el barranco, y Tiburcio, el mecánico sintió mal olor, de algo como podrido. Guiado por el olfato caminó entre riscos, cuál no sería su sorpresa al encontrar el cuerpo inerte de una mujer, vestido de negro. Cuentan que sólo le dio tiempo de conectar el motor del agua y subir a contar a la Lucita lo que vio. Ella inmediatamente llamó a otro mozo de la finca, les ordenó que fueran a la estación de Policía a informar lo descubierto. Llegaron los guardias y 14 encontraron entre peñascos y árboles el cuerpo de la infeliz mujer. De su vestido colgaba, prendido con un gancho, una medalla de la Virgen de la Merced y una carta, escrita con letra temblorosa que decía:
“Me voy de este mundo, no puedo soportar la vida que me da el padre de mis hijos. No culpen a nadie más. Que me perdonen mis hijos” Concha
Esa infausta noticia le quitó el sueño a papá. Pronto supo que la infeliz era nuera de la “solícita hermana” teósofa, doña Estébana. Comentó con mamá del terrible karma que la pobre mujer se había buscado con el suicidio.
Los empleados recordaron que días atrás, vieron entrar a una señora con manto y vestido negro que parecía muy triste y caminaba de prisa.
Hasta casi mediados de los años 40, en Guatemala las mujeres viudas se vestían de negro de la cabeza a los pies. Las ricas usaban sombrero con velo, guantes y medias negros; alguien murmuró: “Se visten de acuerdo a su conciencia”. La clase media y pobre usaban un manto negro para cubrir la cabeza, y este lo enrollaban alrededor del cuello. Los vestidos eran del mismo color, de manga larga para todas, los zapatos negros altos o bajos, según la clase social.
Cuando esta mujer entró al Sauce presurosa, pagó su boleto, caminó entre los árboles a buscar el lugar perfecto donde se lanzaría al vacío e ir rumbo a la paz de la ultratumba.
No llamó la atención a nadie, se creyó que sería una “mujer recatada” o una “viuda alegre” –aunque nadie vio su cara–, se creyó que iría a bañarse a alguna de las piscinas privadas. Nadie imaginó cuáles eran sus propósitos y mucho menos sus grandes sufrimientos. ¡Cómo sería de terrible su encrucijada y tan profunda su depresión!, que el único camino visto fue quitarse la vida, dejar a sus tres hijos en poder del padre, el victimario, según comentaron “las buenas lenguas”.
Esta trágica historia golpeaba mis oídos, y para mí llegar al borde de ese precipicio representaba algo temible; cuidaba con celo que mis hermanos no llegasen, ni siquiera cerca. Otras veces mi madre bromeaba y, por alguna inocente desobediencia nuestra, nos amenazaba con que se marcharía a Palencia, indicándonos con la mano al otro lado del temido precipicio. Ese nombre era símbolo de tragedia, de muerte; la imaginaba lanzándose al vacío, pues, ¿cómo iba a llegar al otro lado? Quizá por ese motivo, durante muchos años mis sueños fueron que yo hacía esfuerzos angustiosos por volar encima del despeñadero, llegar a la otra orilla.
El libro Mi vida en primaveras se presentará el sábado 8 de octubre a las 16:30 horas en la Librería Sophos.