En 2012 murieron por violencia 4,582 hombres, el 89 por ciento del total de víctimas –que incluye a 573 mujeres, el otro 11 por ciento. Entre los hombres, el 37 por ciento fueron víctimas entre las edades de 21 a 30 años. Otro 24 por ciento tenía entre 31 y 40 años. Respecto a las tasas, este último grupo resultó ser el más afectado, pues murieron 141 por 100 mil hombres en ese rango de edad. En el primer grupo la tasa fue de 138 homicidios por cien mil varones. Recordemos que la tasa nacional fue de 34 por 100 mil, y la de mujeres 7 por 100 mil.
Es decir que los hombres jóvenes entre 21 y 40 años son 4 veces más vulnerables a ser víctimas de la violencia homicida que el promedio nacional. Pero si los excluimos para el cálculo de la tasa nacional, resulta que la probabilidad de ser víctimas es 5 veces mayor que la de otros hombres en distinto rango de edad, y 10 veces mayor que el resto de la población cuando ya tomamos en cuenta a las mujeres. Dichos números, que reflejan una tragedia generacional, son muy parecidos año con año, por lo que debe haber factores propios de la edad que podrían estar explicando el fenómeno.
Por un lado, sabemos que los jóvenes, especialmente en la adolescencia –la tasa de homicidios para varones entre 11 y 20 años fue de 44 en 2012–, empiezan a experimentar, a tomar riesgos cuyas consecuencias todavía no pueden calcular con precisión. Por ejemplo, en asuntos de sexo, drogas, y otros comportamientos como conducir a alta velocidad. Están buscando su propia identidad en el difícil tránsito del hogar hacia la sociedad en general. Y tienden a buscarla en rebeldía ante aquello que sus padres les dicen, llevando la contraria a la autoridad.[i]
Por otro lado, ¿qué es lo que la sociedad les ofrece? Escasas alternativas para empleo, educación y recreación de calidad, que les permitan desarrollar a plenitud sus potencialidades. Muchas veces salen de hogares disfuncionales para entrar en redes sociales vinculadas al crimen, pero que les proveen de un indispensable sentido de pertenencia e identidad, y que los protegen ante un medio siempre hostil, por la misma carencia de oportunidades y de habilidades para aprovechar las pocas disponibles.
Todo esto ocurre en momentos en los cuales los jóvenes tienen que elegir carreras de vida, para hacerse un nombre y ganar estatus político y económico, es decir, construir reputación ante los demás –especialmente sus pares y de cara a potenciales parejas. Durante la niñez, el hogar y la escuela les provee de ciertas bases, pero en la transición hacia la edad adulta, en esa conflictiva adolescencia, es la sociedad en su conjunto la que les da los espacios para tomar una senda u otra. Aquí juegan un papel importante las organizaciones religiosas, las gremiales, las políticas, las científicas y el Estado mismo. El abanico de oportunidades estará limitado por el conjunto de instituciones formales e informales existentes en la sociedad, y el mismo facilitará o dificultará que de cada generación de jóvenes salgan brillantes científicos, exitosos profesionales, hombres de bien, o criminales astutos, políticos corruptos, líderes negativos.
La reputación, el respeto de otros, entonces, se puede ganar por dos vías, a base de admiración o de temor. Donde las instituciones y las estructuras económicas favorecen la desigualdad, y dificultan tomar el camino de la legalidad para avanzar en la jerarquía social, hay quienes buscan el respeto por medios ilegales o ilegítimos. Son los criminales, los delincuentes, que engendramos como sociedad –no se hicieron de manera espontánea. Ellos son los que luego nos ponen de rodillas, nos aterrorizan y finalmente nos hacen perder la fe en una sociedad que nosotros mismos no supimos construir de manera distinta.
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