A sus 15 abriles mostraba un físico asombroso. Sus carnes habían sido perfectamente talladas por las manos de un maestro florentino. Al toparnos con ese ejemplar divino, hicimos una rueda en torno a él y comenzamos a decirle obscenidades aprendidas y muchas veces ejecutadas. Algunas alcanzamos a tocarle su redondo tambor y su preciado talismán fálico. El chico estaba asustado y muy incómodo, pero eso no nos importó. Nuestro aliento lujurioso rebotaba en sus mejillas rojas mientras él bajaba la vista y escondía el rostro entre sus brazos.
En el trabajo soy la jefa del departamento. Hace poco empezó a trabajar un tipo joven y bien parecido. Me encanta acosarlo en la oficina y lanzarle atrevidos piropos al oído. El pobre necesita el trabajo, y yo tengo el poder de recomendarlo a recursos humanos para que le den la plaza permanente. Lo veo incómodo cuando rozo mi escote contra su espalda o brazo. Y eso me excita aún más. Ayer me le quedé mirando fijamente en su entrepierna. El pobre llevaba un pantalón algo ajustado y se le marcaba su mercadería. Cómo gocé verlo sonrojarse y voltearse con torpeza para evitar mi mirada. Él no lo sabe, pero va a tener que cooperar conmigo si quiere obtener el puesto.
Llevo casada 15 años y una colección de amantes de todo tipo. Recuerdo que a la mañana siguiente de nuestra noche de bodas salí a tomar el sol a la piscina del hotel mientras mi esposo yacía feliz en los brazos de Morfeo. Retozaba tibia en una hamaca, cuando frente a mí pasó un moreno espectacular. Tuve que bajar mis gafas para contemplar sin filtro aquella escultura de ébano. Enseguida lo invité a un mojito, intercambiamos un par de palabras y luego nos fuimos a su cuarto. Lo demás es historia. Al regresar con mi marido, le dije que me había sentido mal y que había tenido que ir a la enfermería. Si me lo creyó o no, ni me importa. Él me pertenece ahora y será mejor que se acostumbre. Las mujeres tenemos necesidades biológicas que no se pueden saciar con un solo hombre. Es nuestra naturaleza femenina.
Hoy, como cada jueves, nos vimos con mis cuatas en un bar de la zona 1. Desde hace años llegamos puntuales a echarnos unos tragos y a hablar de nuestros culitos favoritos. Después, cuando la noche avanza, buscamos camino a los burdeles masculinos. Como ya es costumbre, yo busco ratones tiernos y sin estrenar. Esta semana encontré a uno casi niñito. Trece años le calculo. Aún recuerdo su cara de susto cuando le dije que se colocara en cuatro patas y que se quedara quedito mientras yo, sin mucha astucia, le introducía en su flor de loto un metro cuadrado de tela suavecita. Cómo chilló el pobrecito y qué placer sentí yo a cambio de aquel juego pervertido.
A estas alturas del texto, ya se habrán dado cuenta de lo poco común y casi perverso que es este artículo. Sin embargo, basta pasarlo a masculino para que todo encaje y suene normal para muchos. Agresiones, violaciones, maltratos y abusos: todo esto es el pan diario con el que nos alimentan a nosotras desde que somos niñas.
La masculinidad invertida no es la respuesta, como tampoco lo es ese machismo humillante y repetido. Debemos construir una sociedad incluyente y equitativa en la que todos seamos tratados como seres humanos, con los mismos derechos adquiridos.
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