Explicarlas como explosiones psicopatológicas individuales no termina de dar cuenta del fenómeno. Quienes las cometen pueden ser personalidades desestructuradas, psicópatas o psicóticos: locos, en el sentido común. Pero ¿por qué no ocurren en los países del Sur, plagados de guerras y de armas de fuego, donde la cultura de violencia está siempre presente? ¿Por qué se repiten con tanta frecuencia en la gran potencia?
Ese patrón de violencia que desencadena periódicamente esas masacres no es algo aislado, circunstancial. Habla de una tendencia profunda. La sociedad estadounidense en su conjunto es tremendamente violenta. Su clase dirigente es un grupo de poder con ansias de dominación jamás vistas en la historia, y el grueso de la sociedad no escapa a ese clima de violencia, entronizado y aceptado como derecho propio.
La gran potencia se arroga el derecho de hacer lo que le plazca en el mundo. Y si para ello tiene que apelar a la fuerza bruta, simplemente lo hace. Esa es la cultura estadounidense. El vaquero bueno matando indios malos cuando lo desea. Así de simple.
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Estados Unidos ha construido su prosperidad sobre la base de una violencia monumental. Como todos los imperios prósperos, en la base siempre hay un saqueo (la propiedad privada es el primer robo de la historia). La conquista del oeste, la matanza indiscriminada de indígenas americanos, el despojo de tierras a México, la expansión sin límites a punta de bala, el racismo feroz de los anglosajones blancos contra los afrodescendientes —con linchamientos hasta hace algunas décadas y un grupo supremacista como el Ku Klux Klan aún activo al día de hoy— o el actual racismo contra los inmigrantes hispanos legalizado con leyes fascistas: toda esa carga cultural está presente en la cultura de Estados Unidos, único país del mundo que utilizó armas nucleares contra una población civil —sin que fueran necesarias en términos militares, pues la guerra ya había sido perdida por Japón para agosto de 1945, cuando se lanzaron—, país presente en forma directa o indirecta en todos los enfrentamientos bélicos que se libran actualmente en el mundo, productor de más de la mitad de las armas que circulan en el planeta, dueño del arsenal más fenomenal de la historia —con un poder destructivo que permitiría hacer pedazos la Tierra en cuestión de minutos— y productor de alrededor del 80 % de los mensajes audiovisuales que inundan el globo con la maniquea versión de buenos versus malos. Estados Unidos es por antonomasia la representación de la violencia imperial, del desenfreno armamentístico, del ideal de supremacía.
El llamado complejo militar-industrial es una de las ramas comerciales más pujantes de toda la economía estadounidense. Su influencia política es enorme. De hecho, es el que fija la estrategia nacional de política externa. Y su negocio es… ¡la guerra!, es decir, ¡¡la muerte!! De ahí esa necesidad de vender armas por todos lados: en el exterior y dentro de casa.
Lo que sucede cada vez más frecuentemente con estas masacres es consecuencia natural de una historia en la cual la apología de la violencia y de las armas de fuego está presente en los cimientos de su sociedad. «El derecho a poseer y portar armas no será infringido», establece tajante la segunda enmienda de su constitución. La pasión por las armas no es nueva. Las masacres son parte fundamental de la historia de Estados Unidos.
Si es cierto, como dijera Freud, que no hay diferencia entre psicología individual y social porque en la primera está contenida ya la segunda, la locura de cualquier asesino de estas masacres no es sino la expresión de una cultura de violencia que permea a toda la sociedad estadounidense y que la hace creer portadora de un destino manifiesto. Pero la realidad es más compleja que vaqueros buenos contra indios malos.
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