En ese sentido, también con el recién asumido presidente Jimmy Morales podría decirse que hay un tiempo prudente de espera. No se lo podría juzgar aún, con una semana de instalado. Habría que permitir que dé sus primeros pasos para poder establecer una valoración de su obra de gobierno. ¿Beneficio de la duda entonces?
En un sentido, sí. Veamos qué hace. Pero en otro sentido, ¡no!, ¡en absoluto! Aquí no hay ninguna duda de lo que representa esta nueva administración. Aquí no hay ningún beneficio a su favor ni por qué darle tiempo a que nos muestre sus bondades. Ello, por dos motivos.
En primer término, por lo que se ha visto hasta ahora en estos pocos días de asumido, por la forma como llega al poder, por el equipo que lo acompaña, por la evidente y patética falta de programa político, por la improvisación que pareciera cundir en toda la administración, ¿qué podría esperar el campo popular de este nuevo gobierno? ¿Qué perspectiva real de mejoramiento se vislumbra?
En segundo lugar, esta administración, como cualquier otra de las que conocemos en el marco de la democracia formal que se viene reproduciendo desde hace tres décadas, ¿qué puede ofrecer de nuevo?
Ambas preguntas tienen respuesta negativa. ¿Por qué motivo habríamos de darle un tiempo para que nos demuestre sus bondades? Por el contrario, todo, absolutamente todo, indica que con el presidente Morales no habrá sino más de lo mismo. ¿Por qué habría de ser distinto acaso?
El actual presidente fue un intento de cierre de las protestas del año 2015, una salida controlada a la crisis que se vivió. El pedido de lucha frontal contra la corrupción que comenzó a circular el año pasado en las protestas cívicas fue el toque final para sacar de circulación a las cabezas visibles de algunas de las estructuras mafiosas enquistadas en el Estado. Esas mafias no se han desarticulado íntegramente, en modo alguno, pero el mensaje que los factores de poder (alto empresariado nucleado en el Cacif y la embajada de Estados Unidos) enviaron a la población fue de desarticulación de esa cultura corrupta, representada por la llamada clase política.
Las elecciones fueron el intento de cierre de esa maniobra con la elección de una figura no ligada a la corrupción endémica de los políticos profesionales. Jimmy Morales es, de ese modo, el producto de una jugada político-mediática: «Ni corrupto ni ladrón», ofrecía en su campaña. ¿Por qué esperar que en esencia fuera algo distinto?
La lucha contra la corrupción —nuevo caballito de batalla que parece haber pergeñado el poder imperial de Washington para la región, lo que le puede permitir remover presidentes díscolos a su política— dio como resultado a un Jimmy Morales como paladín de la supuesta transparencia. Pero desde el inicio vamos mal, dado que el comediante de marras no parece ser el perfil más comprometido con los problemas sociales, según lo que se desprende de su popular programa televisivo, cargado de racismo y sexismo y cuyas moralejas finales son todo un regaño más propio de pastor evangélico que análisis crítico de los problemas nacionales.
Antes de comenzar a andar, ya varios de los personajes elegidos por el presidente electo mostraron su verdadero perfil: las personas designadas evidenciaron un pasado turbio, ligado a violación de derechos humanos, a falta de transparencia. Por presiones tanto de diversos sectores como de la misma embajada, esas nominaciones debieron dar marcha atrás.
El gabinete que finalmente asumió siguió mostrando los vicios de siempre: por ejemplo, la ministra de Comunicaciones, Sherry Ordóñez, presenta deudas con el fisco, acto poco transparente que pone en cuestión toda la prédica de campaña. Y el jefe de seguridad del presidente guarda lazos con los años de la represión. Pero esto es solo una pequeña muestra. No hay dudas de que el actual gobierno no es en nada distinto de los anteriores. ¿Cómo podríamos creernos que con un eslogan publicitario se puede combatir un fenómeno tan complejo como la corrupción?
De todos modos, la cuestión es más honda. Morales es la salida controlada de una crisis de gobernabilidad y no representa en modo alguno un cambio en la estructura real del país. De hecho, ningún presidente dentro de los marcos de la controlada democracia formal —capitalista— puede ir más allá de lo que le imponen el mercado y quienes controlan efectivamente las palancas del poder (banqueros, iniciativa privada, multinacionales). Por eso es imprescindible no confundir nunca eso: ¿qué puede esperarse de Jimmy Morales o de cualquier presidente dentro del actual esquema? ¿Sería muy distinto si hubiera ganado Sandra Torres?
Más de lo mismo significa que el sistema imperante cambia su gerente cada cuatro años y punto. De ese gerente, ¿por qué esperar algún cambio mágico? Jimmy Morales es un buen actor y probablemente represente aceptablemente bien su papel de mandatario por un tiempo. Pero lo más probable es que ese tiempo sea muy corto, ya que la crisis estructural del sistema es cada vez más indetenible.
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