Algo no va. Algo me hace falta. Llevo en mi espalda una sensación similar —aunque más tenue— a la que me acompaña cuando salgo de viaje y siento que olvido algo. Reviso varias veces la maleta, vuelvo a palpar los bolsillos vacíos, y la sensación no se disipa. Pero, una vez que arribo, pienso que quizá no he olvidado lo suficiente. La ausencia me acompaña desde que tengo memoria. ¿De qué se trata?, pregunto secándome la frente. Me encojo de hombros. Es un malestar que crece el domingo por la tarde y disminuye con el ajetreo del lunes al mediodía, pero que jamás desaparece.
Es lunes y su presencia está latente. Abro el manual de economía y leo que las decisiones racionales son aquellas que responden a nuestro interés individual. Líneas más abajo dice que la escasez es una condición de la realidad causada por nuestros deseos insaciables. Pienso en todo lo que está implícito en esos principios y no me extraña que este sea un sitio inhabitable. Es demasiado para soportar tras un largo insomnio.
Un malestar gravita en el entorno. Es martes y siento la pesadumbre de saber que gran parte de la vida se me va en cosas que carecen de sentido. Contestando correos recuerdo que Charles Taylor relaciona la falta de sentido con la generalizada pérdida de creencias y de certezas, pero no estoy muy seguro. Es más: todos los días me encuentro con personas convencidas, que no albergan dudas en sus interiores. En el apogeo de la posverdad abundan las certezas, con la importante salvedad de que no son compartidas. Ya no son ni Dios ni la ciencia los que proveen un terreno común, sino mi parcela, la tribu digital. Si antes era una quimera tener conversaciones de calado con extraños, ahora hasta peleamos por obviedades —como sobre la esfericidad de la Tierra— con nuestros seres —cada vez menos— cercanos. Y no cabe duda de que en esta revaloración de los dogmas está entronizado el creer en ti mismo, en un yo sin fisuras ni matices. Tienes que creer que puedes lograr lo que te propongas. Y justo porque no hay posibilidad de albergar dudas pululan seres inseguros que hacen todo lo posible por esconderlo.
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La salud mental está endeble. Es miércoles y leo que el número de personas depresivas y ansiosas aumenta. Estoy en clase y percibo alumnos frustrados, algunos lidiando con sus planes truncados, otros empezando a sospechar que jamás serán eso que se propusieron y otros con demonios que les carcomen los intestinos. Quiero creer que la solidaridad no es solo la ruta para empezar a frenar la creciente desigualdad, sino también la que nos ayudará a apaciguar nuestro cuadro neurótico. El individualismo rampante produce soledades pesadas, nos desvincula porque los demás se interponen entre nuestros más ambiciosos deseos. El deseo de ser quienes queremos ser es un eterno boceto que no encuentra sosiego. Allí radica el peligro del ideal de la autorrealización: en que funciona mientras esté al horizonte, mientras sea inalcanzable.
Es jueves y quisiera decirles a mis alumnos la misma mentira que me dijeron a mí cuando yo estaba en el lugar de ellos. Eso se espera de un maestro, que les dé esperanza: busquen su pasión, embárquense en sus proyectos y propósitos. Se me acercan y me hablan de su futuro. Sus ojos me dicen que quieren ser alguien. Ávidos me muestran su ruta trazada, los cimientos de ellos mismos como proyecto. Pero quisiera decirles que ya son alguien, que no se afanen, ya que uno no hace lo que quiere, sino lo que puede, y que eso es más que suficiente. Quisiera retarlos a ser un despropósito con sentido, a resistir a través del ocio. Enseñarles a perder el tiempo, ya que, cuando uno lo logra, inmediatamente lo deja de perder. Pero los entiendo. Yo también me preocupaba y todavía lo hago. Siento culpa por la improductividad, la urgente necesidad de hacer cosas. Siento la carencia del ser.
Llegó el viernes. Hice cosas, pero no avancé. Me respira en el cuello el imperativo de rendir al que me somete la sociedad del rendimiento de la que habla Byung-Chul Han. No es solo el aislamiento el que genera depresiones, sino que hay razones estructurales e inmanentes. Es un yo que libremente nos exige ser productivos, que se autoexplota. Y así, exhausto el viernes por la tarde, no puedo pensar más que en refugiarme en mi soledad. En descansar para volver a emprender el lunes, si el insomnio me lo permite, cada vez más abatido pero convencido.
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