Han transcurrido 134 años desde que Guatemala vivió el primer momento acompañado por la energía eléctrica, el cual ocurrió en la finca El Zapote, zona 2 capitalina, poco después de que Thomas Alva Edison patentara su descubrimiento en Estados Unidos.
Seguidamente, en 1887, comenzó a operar la compañía de alumbrado público conocida en la ciudad como Del Norte, la que más tarde se extendió a Retalhuléu, Quetzaltenango y Escuintla.
En Guatemala ha sido cuesta arriba el paso de la electricidad, pues a lo largo del siglo XX solo alcanzó un 47 % de cobertura nacional. Fue casi al cierre de ese siglo, en 1998, cuando comenzó a crecer. Ahora, el índice de expansión rebasa el 92 %.
Así como tener luz eléctrica ha implicado variedad de dificultades por la complejidad ambiental, topográfica, financiera y política, entre otras asociadas al tema, sostenerla lo ha sido más a consecuencia de factores económicos, hasta el punto de que el conflicto social está bien instalado.
Uno de los elementos controvertidos se da en torno al alumbrado público, componente que junto con la generación, el transporte y la distribución integra la factura de electricidad que mes a mes llega a casas, oficinas, comercios, entidades, industrias y demás usuarios del recurso.
Cuando se habla de generación, se alude a la producción de energía eléctrica, que involucra a empresas privadas y al estatal Instituto Nacional de Electrificación (INDE), de la que surge una matriz formada por diez tipos.
Por transporte se entiende el recorrido de la electricidad desde su fuente de generación, es decir, las estructuras dispersas por los cuatro puntos cardinales cuya propiedad se divide en ocho agentes, uno de ellos el INDE. Mientras tanto, distribución es cuando el fluido es usado por cada consumidor, tarea asumida por 18 empresas entre privadas y municipales.
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El servicio de alumbrado público es responsabilidad de las corporaciones ediles, las cuales se amparan en resoluciones de la Comisión Nacional de Energía Eléctrica (CNEE), en el Código Municipal y en la Ley General de Electricidad para introducir, incrementar y dar mantenimiento a las luminarias en sus respectivas jurisdicciones. Un cuarto escalón es la comercialización, la cual no viene al caso.
Y, como señalo arriba, el servicio de alumbrado público causa tensiones. Primero, porque no está en todos lados, pero a casi todos les toca pagarlo. No pocos se quejan de que no está frente a su vivienda o en la esquina de la cuadra y de que pagan más por él que por el consumo general.
Obviamente, el alumbrado público debe estar en sitios estratégicos desde la óptica de seguridad, recreación y asistencia diversa, no en cada metro cuadrado, visión con la que deberían actuar las comunas. Mas no siempre lo hacen así.
Y es que el ayuntamiento debe administrar el alumbrado público. Sin embargo, como no tiene capacidad recurre a la distribuidora, la que se cubre las espaldas cobrándolo, ya que, si no lo hiciera, difícilmente vería el pago del servicio que a su vez brinda a la alcaldía. Como referencia están las empresas eléctricas municipales, con la de Quetzaltenango cual barco insignia, que ni al INDE le cumple.
La mayor oscuridad alrededor del servicio se deriva de la decisión edil de no molestar a la población con el cobro del agua, de extracción de basura y de otros arbitrios que diluye en la tasa de alumbrado público, acción imposible de descifrar para quien desconoce la maniobra.
Hoy tenemos municipios donde el cobro se define con un porcentaje del consumo. O como en Tectitán, Huehuetenango, cuya comuna no pide un centavo a sus vecinos, o San José, Petén, que exige Q78 y aun así no sale de deudas con la distribuidora, patrón repetido en buena parte del país.
Frente al panorama descrito, un sector que por medio de la CNEE dispone de tres leyes e igual número de reglamentos, más resoluciones y normas para sustentar su marco legal, debe ver cómo apaga el foco que enciende conflictos. Y para ello es muy necesario revisar la legislación vigente.
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