Podría pensar que es parte de un elaborado plan para agobiarme hasta que no me queden ganas de escribir más. Aunque, visto de otra forma, es también una cortapisa que impide que caiga en textos resultones que complacen desde el titular.
Fue una cosa que me inquietó desde el principio. Esa facilidad con que se puede complacer a la gente diciendo más o menos lo que quieren oír, vociferando un poco sobre las cosas que hacen resonar sus fibras. No es que uno escriba únicamente para la galería, pero volviendo sobre algunos textos, encuentro agujeros, fallas, borrones que debería haber subsanado antes de darle a la tecla de “publish” y que, curiosamente, fueron de los más celebrados.
Hoy sería más fácil salir a reventar a pedradas los temas más polémicos del día decir, esto o lo otro, pero al final de cuentas no siempre se trata de lo que más fácil nos resulta.
Dos años y medio después de haber llegado al desierto, es poco lo nuevo que puedo contar sobre esta tierra inhóspita. Los días transcurren con esa placidez que dan las rutinas más prosaicas y la ayuda de sedantes como un buen libro o una malsana adicción que he desarrollado a la serie Lost.
Las tormentas de polvo que antes me atormentaban pasaron a ser un inconveniente menor, moderadas un poco por la costumbre de ver cómo el cielo de pronto se pone imposiblemente cenizo y por las débiles medidas que he tomado para aislar mi casa de ese polvillo que se mete en cada resquicio de los muebles, los aparatos eléctricos y el cuerpo.
El trabajo progresa a saltitos que vistos dos pasos atrás parecen más bien una lenta pero segura progresión hacia terminar de adaptarme a los usos y costumbres de hacer periodismo en este país. Quién diría, ya dos años y medio casi.
Y el cambio de oficina, más bien el cambio de oficina a habitar un cubículo, resultó más positivo de lo que pensaba. Durante un mes utilicé como pretexto que no tenía internet para rehusarme a venir al trabajo.
Hacer mis tareas desde casa creo que contribuyó a que en un momento durante ese mes estuviera a punto de perder la razón. Es de esas cosas que si uno no las controla, van avanzando poco a poco hasta llevarte a la locura.
Comienzas a “trabajar desde casa” y es un cambio que se agradece. No hay compañeros molestos, no hay que salir pitando en la mañana para estar en la conferencia telefónica de las nueve y no hay que aguantar el café que tienen en la redacción del periódico donde está mi oficina.
Pero conforme pasan los días, vas cediendo poquito a poco a la locura. Todo empieza con que postergas para medio día la ducha matutina. Y, antes que te des cuenta, pasas dos días haciendo entrevistas telefónicas en pashama, sentado en tu sofá y comiendo cereal.
Afortunadamente pude atajarlo y retomé control de mi cubículo. Creo que el motivo de fondo, la causa de mi resistencia casi visceral, era que desde hace ya como una década, yo había asociado tener una oficina con un nivel de bienestar. Desde que dejé elPeriódico, donde compartía cubículo con una variopinta serie de personajes, siempre tuve una oficina. Primero en mi trabajo en Guatemala y luego cuando vine a El Paso, en la redacción del diario donde opera la agencia en la que trabajo.
Cuando el diario decidió venderle su edificio a la municipalidad y trasladó sus operaciones a unas oficinas alquiladas en un edificio que solía ser una bodega y lo remodelaron para albergar compañías tecnológicas, a mí me tocó un cubículo en la planta de redacción del diario.
Y de alguna forma ha sido volver a mis días de reportero. Un retorno a una época en la cual me solazaba fastidiando a mis compañeros de trabajo. Ahora, por ejemplo, justo ahora, estaba hablando con más volumen que el que usaría en una conversación normal pero un paso antes de lo que se consideraría estar “dando voces”.
Según tengo entendido, al hombre que se sienta a mis espaldas -otro que perdió oficina en la mudanza- le irrita que hablemos en voz alta. A mí nunca me lo ha dicho y supongo que no será para tanto. Pero hay una compañera de cubículo a la que martiriza que podamos irritar al hombre y su respuesta es que cada vez que está conversando con alguien, de pronto, en un momento en que cae en cuenta que habla en un tono normal, baja el volumen de su charla para hacerlo apenas más elevado que un susurro.
Podría describirlo mejor, seguramente. Pero no hay palabras para demostrar lo exasperante que es perder el hilo de la conversación cuando alguien decide susurrar sin motivo aparente.
Y así transcurren mis días, con una placidez solo rota por alguna noticia urgente o una tragedia que ocurre en alguna otra parte del estado. Transcurren en medio de una sorda monotonía que espero romper el fin de semana, en casa de mi madre y mis hermanas.
Será hasta entonces.
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