Provoca estupor y náusea saber que entre tales grupos haya voluntarios de origen latino. Se dicen no combativos, pero la verdad es otra. Su maquinación proviene de una desalmada ojeriza antimigrante. No son exclusivamente avanzadas de la Patrulla Fronteriza, como ellos se hacen llamar. De suyo, muchos de esos voluntarios llegaron a Estados Unidos en la misma condición de quienes ahora persiguen y conocen muy bien la dinámica de la migración.
Mientras más tiempo pasan en esa especie de compañías blancas, el ejercicio diario de la crueldad los desensibiliza. Se vuelven los dichos voluntarios totalmente inhumanos, despiadados ante el dolor del prójimo, y la espiral de la violencia los va corroyendo para convertirlos en verdaderos perros guardianes, capaces de brutalizarse hasta el canibalismo. Se tiene que oír el testimonio de sus víctimas para creer y encarnar lo que se dice.
Debido al triunfo de Donald Trump, la actividad de ese extraño voluntariado se ha incrementado en la frontera internacional de Arizona, y ahora hasta proliferan fotos de ellos cual héroes de guerra recién vueltos a su patria.
Ante esos absurdos, uno se pregunta cuál es su motivación, qué los inspira a guardar en contra de sus propios hermanos.
Hay como dos tablados necesarios de considerar para la búsqueda de repuestas. Uno, atinente al rechazo de la propia identidad. Otro, relacionado con el contagio del crimen.
Hace unos diez años escuché una conferencia del doctor Carlos Guzmán-Böckler. La dictó en Cobán. Me llamó la atención el mensaje medular de su alocución. Decía: «El guatemalteco no quiere verse al espejo». Expuso muchos ejemplos que ahora los veo traducidos para toda América Latina. Bien podría decirse: «Muchos latinoamericanos no quieren verse en el espejo». Se trata de esa búsqueda de otra identidad, de otro yo que rechaza al vernáculo porque quizá el yo doméstico no proveerá las posibilidades de cumplir el sueño americano (¿?).
En cuanto al contagio del crimen, este pareciera relacionado directamente con el dinamismo de los ídolos actuales: el poder, el placer y el tener. El cambio de naturaleza del bien al mal no es difícil y puede hacerse de manera inmediata. Recuerdo una ocasión cuando, a mitad de la década de los años 70 del siglo pasado, uno de los mejores profesores de la Facultad de Medicina me dio jalón desde el centro de la ciudad de Guatemala hacia un barrio donde yo realizaría unas prácticas de salud comunitaria. El profesor era una persona de bien, docto en su quehacer científico, inmejorable docente y bondadoso. Empero, cuando pasamos por un incipiente cinturón de miseria, señaló las covachas y me dijo con cierta naturalidad: «Esto se solucionaría con un bombazo controlado, que solo queme el cerro donde está ese villorrio». Estupefacto, no respondí a su comentario. Y en medio del mutismo llegamos al centro de salud que era mi destino inmediato. Antes de que yo bajara de su vehículo me aconsejó: «No olvide tratar a la gente como a su verdadero prójimo».
Comprendí ese día que el mal es sutil, aparentemente pacífico, engañoso, y que es como bien lo definió san Juan: padre y señor de la mentira.
Esos dos dinamismos —el rechazo de la propia identidad y el contagio del crimen— son una respuesta inmediata al porqué de esos grupos civiles, voluntarios que se dicen, supuestamente de ayuda y fingidas avanzadas de la Patrulla Fronteriza.
Indudablemente, el mal tiene ahora otro rostro: el de los perros guardianes de la frontera. Y sus dioses de tablayeso son el poder, el tener y el placer.
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