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Los niños que el ejército se llevó (II)

Por una parte, ante la avalancha de niños desamparados que generó el conflicto, se puede entender que hayan buscado en la adopción internacional una forma de devolverles un hogar a los menores. El problema es que, por lo general, no intentaron saber si esos niños tenían familiares o no.
“Más o menos en el 93 mataron al último muchacho que era de mi promoción. Luego vi morirse a chavos que venían de los dormitorios más abajo. Promociones completas. De la última promoción del Rafael Ayau, creo que ya no hay muchachos vivos en la calle”, concluye Mish, sobreviviente de mil emboscadas tendidas por la calle y la prisión.
La camisa de un niño encontrado en una de las exhumaciones que ha realizado la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG).
Izabel Ti Cojoc clama justicia por su hijo Domingo Mo, a cuya memoria está dedicada esta cruz.
Algunos de los niños de Dos Erres fueron asesinados, mientras que a otros se los llevó el ejército.
Tranquilino Castañeda sostiene la foto de su hijo, que el ejército se llevó de Dos Erres cuando apenas tenía tres años.
Luego de varios años, su hijo fue localizado en México. Se reencontraron gracias al programa de Famdegua que busca a los niños perdidos durante la guerra.
A Jacinto Lucamac González, un oficial del ejército le cambió el nombre, lo llevó a un orfanato y falsificó sus papeles. Eso contó durante el juicio por genocidio contra Ríos Montt.
Jacinto Lucamac González declarando durante el juicio por genocidio contra Ríos Montt.
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Los niños que el ejército se llevó (II)

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Durante el conflicto armado, los militares capturaron a miles de niños en las áreas donde se aplicó la política de tierra arrasada. Considerados como niños huérfanos o abandonados por la guerrilla, el ejército tuvo que encontrarles una salida, un destino. En esta segunda parte del reportaje se explica el paradero de algunos de estos menores: hogares estatales y familias adoptivas, en los albores del lucrativo negocio de las adopciones.

Antes del 2008, Guatemala era un paraíso para las adopciones. En pocos países del mundo el proceso era tan fácil, tan ágil.

Entregar un niño a una familia ajena es una medida extrema, violenta, que deja profundas secuelas en este. La medida debe tener por único objetivo la protección de un menor desamparado. Así lo establece el Convenio de La Haya, ratificado por Guatemala en 2007, el cual indica que las adopciones internacionales deben considerar únicamente “el interés superior del niño”.

En Guatemala no era así. Las adopciones eran un negocio que se exponía a la luz del día sin rubor alguno.

Según un informe de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), “entre los años 2000 y 2007, más de 20,000 niños salieron de Guatemala con destino al extranjero sin que su trámite fuera realizado con controles mínimos”. En 2007, año en que se realizaron 5,110 adopciones, uno de cada 100 niños nacidos en Guatemala fue entregado a familias extranjeras, principalmente estadounidenses.

Los cuantiosos ingresos que generaban las adopciones, entre 20,000 y 50,000 dólares por niño, conformaron poderosas mafias con tentáculos en todas las instituciones del Estado. Dichas mafias no escatimaban medios para hacerse con futuros adoptados: robo de niños, clínicas y casas cuna clandestinas, coacciones y amenazas en contra de madres vulnerables, falsificación de documentos y de tests de ADN, etcétera.

Pero estas redes adoptistas, que implicaban a abogados, directores de orfanatos, trabajadoras sociales, médicos, enfermeras, funcionarios de migración, jueces y agencias internacionales de adopción, no se armaron en un día. Empezaron a operar durante la guerra.

En 1977, mediante el decreto ley 54-77, el Gobierno decidió dejar los procesos de adopción en manos de los notarios y abogados. La excusa fue que los juzgados que antes se responsabilizaban por las adopciones estaban congestionados. A partir de entonces Guatemala empezó a exportar a sus niños.

Los primeros dados en adopción en virtud de ese decreto fueron los que el ejército capturó en las áreas en conflicto.

Los albores de un lucrativo negocio

Según Jorge Santos, coordinador del Centro Internacional de Investigación en Derechos Humanos (CIIDH), el ejército detectó muy pronto que los niños podían ser una importante fuente de ingresos para sus oficiales. “En las primeras etapas de la política contrainsurgente se vio el fenómeno de la matanza de niños. Pero posteriormente, de manera intencional, se reservó la vida de los niños con el objetivo de la venta”, afirma.

Marco Antonio Garavito no coincide con esta interpretación. El director de la Liga Guatemalteca de Higiene Mental (LGHM), organización que, como el CIIDH, ha hecho un gran esfuerzo por estudiar la desaparición forzada de niños y promover rencuentros de familias separadas a raíz del conflicto armado, no cree que la captura de niños con fines de adopción haya sido una decisión institucional por parte del ejército, como sí lo fue en Argentina con los hijos de los desaparecidos.

“La captura de niños obedecía más a un criterio de inteligencia. Era para recabar información”, explica. Garavito recuerda que muchos niños fueron ofrecidos a patrulleros y soldados, regalados a pobladores o simplemente entregados a orfanatos de las Iglesias católica y evangélica. En cuanto a las adopciones, “el negocio se fue armando principalmente en la capital. En él estaban implicados militares y sus familias, como la de Mejía Víctores (quien gobernó Guatemala de 1983 a 1985) o como (Manuel Antonio) Callejas y Callejas, director de Migración”, afirma.

Ya una decisión institucional del ejército, ya un negocio inesperado descubierto por militares oportunistas, muchas de las adopciones tuvieron como actores principales a miembros de la institución armada. Un caso paradigmático dado a conocer por la LGHM es el de los niños de la finca Sacol. En este lugar, situado en Alta Verapaz, el ejército concentró a cientos de pobladores que se habían entregado luego de haber permanecido escondidos en la montaña. Un grupo de 24 niños fue separado, mantenido al margen del resto de la población y trasladado a destinos desconocidos.

“Después de cinco años de investigación logramos encontrar a 15 de estos niños. Catorce fueron dados en adopción en Italia. A uno lo encontramos en la capital. Nueve siguen desaparecidos. Seguramente fueron adoptados, pero no los tenemos ubicados”, agrega Garavito. En este caso, los niños fueron entregados a un hogar católico, desde donde fueron enviados a Italia. Estos 24 niños no eran huérfanos. Se conoce perfectamente el nombre de sus padres, quienes nunca se cansaron de buscarlos.

Durante la guerra, alrededor de 5,000 niños desaparecieron, muchos de los cuales, no se sabe cuántos, fueron secuestrados o recuperados por el ejército y las patrullas de autodefensa civil. Algo que complica la labor de las organizaciones dedicadas a la búsqueda de niños desaparecidos es que el ejército no siguió un patrón único. “La ruta de la desaparición y las rutas posteriores que siguieron los güiros son muy diversas. No hubo solo un esquema.” Si en el caso de los niños de la finca Sacol el ejército los entregó a un hogar católico, en otros casos los transfirió a hogares privados evangélicos o laicos, a hogares nacionales como el Rafael Ayau y el Elisa Martínez, o los dejó por meses y años en el Hospital Militar.

En el 2002, diez organizaciones de derechos humanos conformaron la efímera Comisión Nacional de Búsqueda de Niñez Desaparecida, la cual visitó varios orfanatos y casas hogar que pudieron haber recibido niños de la guerra. Los investigadores entrevistaron a los directores y les pidieron información sobre los niños dados en adopción. El objetivo de la comisión era identificar menores perdidos durante la guerra cuyas familias aún los buscaban.

Los resultados fueron muy desalentadores: de las 23 instituciones consultadas, solo cinco aceptaron dar información. Estas fueron Aldeas Infantiles SOS, Hogar Tío Juan, Casa Alianza, el hogar parroquial San Martín y el hogar de huérfanos Santa Teresa Emiliani. Gracias a la colaboración de dichas entidades se pudo hacer un listado de más de 100 menores que fueron separados de sus familias durante el conflicto y que llegaron a estos establecimientos. Los demás orfanatos, entre ellos los de la Secretaría de Bienestar Social (SBS), afirmaron que no llevaban registros, que estos se habían perdido o que los habían quemado.

El trabajo de la Comisión se centró en orfanatos formalmente constituidos. Pero a la par de estos se crearon numerosas casas hogar semiclandestinas que aparecían y desaparecían sin dejar rastro. “Muchas de las casas hogar que funcionaron fueron improvisadas y dirigidas por esposas de militares de la época”, afirma Evelyn Blanco, del CIIDH, quien tomó parte en la investigación de la Comisión.

La ley del silencio que aún rodea el tema de las adopciones demuestra toda la ambigüedad del papel que representaron los orfanatos durante la guerra. Por una parte, ante la avalancha de niños desamparados que generó el conflicto se puede entender que hayan buscado en la adopción internacional una forma de devolverles un hogar a los menores. El problema es que, por lo general, no intentaron saber si esos niños tenían familiares o no. Con el fin de agilizar los trámites, no dudaron en falsificar documentos, crear partidas de nacimiento con datos inventados y borrar todo rastro de la procedencia de los niños. De esta forma, puede decirse que fueron cómplices, junto con el ejército, de uno de los actos que, según el fiscal Orlando López, quien estuvo a cargo de la acusación en el juicio contra Efraín Ríos Montt, tipifican el delito de genocidio: el traslado por la fuerza de niños de un grupo hacia otro grupo. No hay que olvidar que a los eventuales fines humanitarios se sumaron fines de lucro muy claros. No hay cifras.

David y la mujer que no era su madre

David (el nombre es ficticio) y su hermana son dos niños que fueron adoptados por familias francesas. Un día, ya adulto, David quiso conocer a su familia biológica, descubrir su origen. No conocía Guatemala ni a ningún guatemalteco. Tampoco hablaba español. Todo lo que tenía para emprender la búsqueda era una carpeta con sus documentos de adopción. Entre estos papeles figuraban el nombre y la dirección de su madre biológica, así como un documento notarial en el que la mujer renunciaba a la patria potestad de sus hijos y aceptaba que fueran adoptados por la familia V.

David buscó por Skype a algún guatemalteco que quisiera ayudarlo. Conoció así a Lucía Pinto, una guatemalteca que ahora vive en Barcelona y colabora desde ese día en la búsqueda de los padres biológicos de niños adoptados. Pinto relata que buscó la dirección que aparecía en la fotocopia de la cédula de la madre. Resultó que el lugar no existía. La dirección era falsa.

La guatemalteca se puso a estudiar detenidamente la carpeta de adopción de David. Esta contenía un intercambio de cartas entre los padres adoptivos de David, las trabajadoras de la casa hogar Rafael Ayau, institución del Estado, y una señora de apellido Boucq, intermediaria de una organización de adopciones belga, así como todos los documentos legales que formalizaron la adopción del menor. Esta lectura reveló serias irregularidades.

Según Pinto, David pensaba —se lo habían contado sus padres— que su madre era una prostituta guatemalteca que, al no poder mantenerlos a él y a su hermana, había preferido darlos en adopción. Pero su carpeta dejaba entrever otra historia.

En 1984, los futuros padres adoptivos de David querían gemelos guatemaltecos. Como en el Rafael Ayau no había gemelos, el personal del orfanato optó por ofrecerles un niño y una niña y afirmó que eran hermanos. Falso. “En una de las cartas decían que había un niño con alto grado de desnutrición en el orfanato listo para ser entregado. En la siguiente decían que habían conseguido a una nena con cuatro días de nacida que traían de la frontera con México”, recuerda Pinto.

Dos niños, de origen distinto, serían entregados como hermanos. Pero para esto primero había que procurarles documentos de identidad. El personal del Rafael Ayau les tramitó una partida de nacimiento y una cédula, documentos en los que se registró como progenitora a una señora que era una especie de testaferro. Acto seguido, la supuesta madre declaró ante un notario que renunciaba a la patria potestad de sus hijos y que aceptaba dárselos en adopción a la familia V. Ella era la mujer que Pinto había buscado sin éxito, la que David pensó toda su vida que era su madre biológica.

Al personal del Rafael Ayau solo le quedaba, para terminar su labor, inventar una historia creíble que justificara la adopción. La supuesta madre de David fue convertida en prostituta incapaz de hacerse cargo de sus hijos. Según Julio Prado, de la Fiscalía Especial contra la Impunidad, quien ha llevado a cabo varias investigaciones sobre adopciones ilegales, esta argucia era una de las más utilizadas por las personas que operaban las adopciones. “Decían que la madre era prostituta, o que era alcohólica, o que era pobre”, afirma Prado.

Cuando los padres adoptivos de David pagaron la suma estipulada, tres mil dólares, los niños pudieron llegar a Francia vía Bélgica. 

Pinto, al notar todas estas irregularidades, no tuvo más remedio que anunciarle a David que casi todo lo que contenía su carpeta de adopción, el nombre de su madre adoptiva, su fecha, su lugar de nacimiento y su relación de sangre con su hermana, era un engaño.

Por el año en que ocurrió la adopción (1984), por el cuidado que se tuvo en borrar todo rastro de su origen, Pinto cree que David y su hermana son dos de los niños de la guerra. No hay pruebas de esto, pero la historia de David es muy similar a otros casos de niños de la guerra entregados a familias extranjeras.

Hoy en día David dirige una empresa de construcción y vive cerca de París. Personas que lo conocen afirman que es un joven con muchas inseguridades. A pesar de haber recibido cariño de sus padres, su adopción le provoca grandes conflictos internos.

Plaza Pública intentó ponerse en contacto con David por medio de Lucía Pinto. Al principio David parecía dispuesto a conceder la entrevista y aceptó proporcionar su correo electrónico. Pero no respondió los mensajes que se le enviaron.

Julia Noblanc, quien también fue una niña adoptada de Guatemala y que hoy es miembro de una asociación francesa llamada La Voz de los Adoptados, explica: “No es nada fácil hablar de un tema tan delicado. Algunos tienen una angustia profunda. Otros tienen una relación deficiente con su familia adoptiva”.

Las adopciones irregulares ocurridas en Guatemala son un tema que preocupa mucho a los miembros de origen guatemalteco de La Voz de los Adoptados. “Ciertos adoptados se preguntan si son o no niños de la guerra, puesto que provienen de orfanatos que estaban relacionados con el ejército. Algunos presentan una adopción irregular que ocurrió durante el conflicto armado”, afirma Noblanc. El caso de David está lejos de ser el único.

Cuando Pinto le explicó que él podía ser uno de los niños arrancados por el ejército a su comunidad, David recordó una anécdota de su infancia en París. Era un 14 de julio, fiesta nacional francesa. Como es tradición, lo llevaron a ver el desfile militar que recorre los Campos Elíseos. Lo que vio fueron soldados con bayonetas, perros, tanques, aviones, helicópteros en formación y efectivos de la legión extranjera que en vez de fusiles cargaban hachas. La marcha del ejército francés provocó en el niño un violento ataque de pánico y tuvo que ser alejado inmediatamente del lugar. 

El programa nacional de adopciones

En 2007, la Procuraduría de los Derechos Humanos digitalizó los archivos de la SBS referentes al programa nacional de adopciones que se implementó durante la guerra e incluso después. Este corpus de documentos fue entregado en 2008 a la Dirección de los Archivos de la Paz, institución creada por el gobierno de Álvaro Colom con el fin de estudiar los archivos militares y establecer violaciones a los derechos humanos.

Conforme analizaban los documentos (informes, cartas, documentos notariales, resoluciones de juzgados), los investigadores de los Archivos de la Paz, atónitos, empezaron a entender el funcionamiento de una maquinaria perfectamente aceitada que permitió la desaparición de cientos de niños mediante la adopción internacional. Maquinaria cuyos engranajes los constituían las trabajadoras sociales y las directoras de los hogares que resguardaban el yacimiento de niños adoptables, así como los abogados y notarios que firmaban las actas de adopción, los jueces que cerraban los ojos y declaraban en abandono a los niños, los funcionarios del Registro Civil que falsificaban actas de nacimiento, los funcionarios de Migración que otorgaban pasaportes, las organizaciones internacionales de adopción que ponían en relación la oferta con la demanda y, por supuesto, las fuerzas de seguridad del Estado, los mayores proveedores de niños abandonados. Este conjunto llevaba por nombre Programa Nacional de Adopciones y era coordinado desde los hogares Elisa Martínez y Rafael Ayau.

Según el informe de la Dirección de los Archivos de la Paz Las adopciones y los derechos humanos de la niñez guatemalteca 1977-1989, dos grandes razones impulsaron este programa. En primer lugar, “la adopción fue un mecanismo de desaparición forzada para que la niñez sobreviviera, pero con otra identidad y sin saber nada o poco de su origen”.  En segundo lugar, los menores “se convirtieron en una fuente de cuantiosos ingresos, dando prioridad a la adopción internacional”.

El primer paso del proceso era, según Marco Tulio Álvarez, exdirector de los Archivos de la Paz, “crear un banco de niñas y niños que pudieran darse en adopción.” Los dos hogares de la SBS recibían menores de distintas fuentes, entre estas el Sistema Penitenciario, la Guardia de Hacienda, los hospitales nacionales y estructuras castrenses como el Hospital Militar o el programa de Acción Cívica Militar, rama del aparato de inteligencia.

La Policía Nacional también enviaba niños a la SBS a través de varios cuerpos, como el Comando de Operaciones Especiales (COE) o el Cuerpo de Detectives (CD). Estas dos entidades policiales, pilares de la estrategia antisubversiva en el área urbana, fueron las que más menores enviaron a la SBS. Según el informe de la Dirección de los Archivos de la Paz, esto parece indicar que los niños víctimas de la persecución en contra de dirigentes sindicales, universitarios y opositores políticos, así como del desmantelamiento de las bases urbanas de la guerrilla, fueron transferidos a los hogares Elisa Martínez y Rafael Ayau. La sospecha cobra fuerza por el hecho de que el COE y el CD entregaban a los menores a los hogares sin pasar por los tribunales competentes adonde debieron ser remitidos.

El paso siguiente era inventarles a estos niños nuevas historias, nuevos documentos: partidas de nacimiento en las que a los menores se les asignaban padres ficticios o en las que simplemente se indicaba que eran “de padre y madre desconocidos”. “Se sabe que algunos niños cuyos padres se registraron como desconocidos sí tenían por lo menos a uno mencionado en los documentos de identificación, pero en el proceso de colocación o adopción desapareció”, indica el informe.

Luego había que pedirle a un juez competente que declarara al menor en abandono. Esto era sencillo: una carta de la directora del Elisa Martínez, un informe de una trabajadora social en el cual se vertían informaciones falsas o incompletas y listo. Los jueces no pedían más para resolver.

Una vez que su identidad y su origen eran cuidadosamente borrados, solo quedaba encontrarle nuevos padres al menor. O más bien encontrar al menor que agradara a los padres adoptivos, que en algunos casos se acercaban a la SBS o se comunicaban por correo. Estos últimos podían tener sus exigencias: querían niños de tal sexo o de tal edad y a veces hasta indicaban el color de la piel que preferían. Los hogares de la SBS hacían hasta lo imposible por complacerlos. En una carta a una pareja holandesa, una trabajadora social del Elisa Martínez adjunta las fotos de dos menores y apunta: “… por el momento solo tenemos a esas dos niñas. Les envío las fotos para que ustedes decidan si les parece una de ellas y la adoptan (…) También quiero informarles que, si no les pareciera ninguna de las dos niñas, con toda confianza me lo indican y esperaríamos a que hubiera otras (…)”. El cliente es rey, dice el adagio.  

El último paso era la legalización de la adopción por medio de un notario. Los notarios daban fe de tener ante sí todos los documentos pertinentes y resolvían dar en adopción al menor a tal pareja extranjera. ¿Tenían conocimiento de las múltiples irregularidades que habían precedido a la firma de los documentos? Marco Tulio Álvarez afirma: “Yo lo platiqué con algunos de estos abogados. Ellos dicen: ‘Nosotros no investigamos el pasado de esos niños, pero, siendo que estaban desprotegidos, nos pareció importante darlos en adopción’. Yo hago una lectura. A ellos lo que les importaba era el negocio. No les importaba de dónde venía el niño”.

El hecho de no haberse cerciorado de la veracidad de los informes que les remitían los hogares puede calificarse de por sí como incumplimiento de deberes. “Teniendo en las manos la futura regularización de una vida humana, es importante tener claro cuál es el pasado, la historia real de ese niño”, indica Álvarez.

Pero hay más. Uno de los hallazgos de la Dirección de los Archivos de la Paz es la cantidad de adopciones que algunos abogados tramitaban. Eran auténticos especialistas de la adopción. Incluso, algunos se enfocaban en ciertos países: los que enviaban niños a Francia y Bélgica no eran los mismos que los que trabajaban con Italia y Suiza o que los que tenían contactos con Canadá o Estados Unidos.

Según Prado, fiscal especial contra la Impunidad, la línea de defensa de los abogados adoptistas siempre ha sido decir que ellos simplemente resolvían con base en documentos que se les presentaban. Si la papelería estaba en orden, ¿qué otra cosa procedía sino redactar los documentos notariales de adopción correspondientes? El número de adopciones que cada uno realizaba, así como la repartición geográfica de estas adopciones, invalida esta defensa. En efecto, esto delata la existencia de redes internacionales en las que los abogados eran figuras centrales.

No quedaba más que enviar a los niños al extranjero. Para esto, las redes adoptistas gozaron del apoyo total de las autoridades de Migración. Es probable, aunque ninguna investigación se haya hecho al respecto, que también hayan contado con la complicidad de las embajadas europeas y norteamericanas. Es poco creíble que estas representaciones diplomáticas no supieran que el flujo de niños que corría hacia sus países estaba conformado por víctimas de la guerra y que los procesos de adopción eran, en muchos casos, irregulares.  

El Rafael Ayau y el baile del torito

Blanca Miranda Arana, elegante mujer de 78 años, sabe recibir a sus invitados. Su mesa rebosa de champurradas, galletas y quesadillas de Zacapa. Ofrece fresco de rosa de Jamaica, café, té e infusiones. Hay de todo para pasar una tarde de amena conversación revolviendo viejos recuerdos.

Miranda fue subdirectora de la casa hogar Rafael Ayau en los años más duros de la guerra: 1982 y 1983. Aceptó el cargo cuando el general Efraín Ríos Montt tomó el poder y lo abandonó cuando este fue derrocado por el general Óscar Humberto Mejía Víctores.

Renunció porque no le gustaron los métodos de la nueva directora del Rafael Ayau, Rosa Angelina Jiménez. “Era una loca”, se le escapa en un momento de la entrevista a ella, tan correcta y fina en su hablar. “Cuando se le acercaban los niños a abrazarla, ella hacía así, mire”, e imita el movimiento de alguien que intenta evitar el contacto con una cosa repugnante. “Lo que más le falta a un huérfano es cariño. Uno no puede rechazar a un huérfano que lo quiere abrazar”.

El Rafael Ayau era un orfanato diseñado para un máximo de 400 niños. A principios de 1982 tenía 60 y al año siguiente alcanzó los 800. Para atender a esta población hacinada había un total de 12 maestros por turnos y cuatro psicólogos. Por las noches se quedaban cuatro maestros de guardia.

Había desde niños menores de un año (el Ayau disponía de una sala cuna) hasta adolescentes de 16, edad a la cual debían abandonar el hogar, tal y como lo disponía el reglamento. Los niños y las niñas comían y dormían por separado.

De cada 10 niños del Ayau, seis o siete eran víctimas de la guerra, recuerda doña Blanca. “La mayoría eran del área ixil. A muchos los encontraban en la carretera vagando. La familia, que había huido y no había tenido tiempo de sacarlos, dijo: 'Que alguien los recoja y los adopte’”. Doña Blanca da por buena la versión del ejército. Desconoce el hecho de que, en muchos casos, los niños eran secuestrados en las aldeas, desplazados desde destacamentos militares o recogidos entre los cadáveres después de una masacre.

El estado de estos niños era pésimo. Estaban desnutridos y “tenían lesiones serias en su personalidad”. Pedirles que contaran su historia era inútil: la mayoría no hablaban español y en el hogar solamente un maestro hablaba ixil, pero “no era muy colaborador y, además, tomaba mucho”. Algunas psicólogas intentaron sin éxito dialogar con los niños: “Ellos solo agachaban la cabeza y se callaban”.

El resto de los ocupantes eran, dice Miranda, “unos perversos que eran delincuentes”. Se trata de “niños de la calle”. Cuando estos eran capturados por la Policía en las calles o en los parques de la capital, eran remitidos al Rafael Ayau. También llegaban por cuenta propia, cuando estaban hambrientos o enfermos o ya no tenían ropa. Se quedaban un tiempo en el orfanato para reponer fuerzas y enseguida volvían a la calle.

Los pequeños campesinos indígenas, que llegaban enfermos y traumatizados por la guerra, se encontraban frente a unos niños violentos, sin escrúpulos, cuya única escuela era la supervivencia en la jungla de concreto de las calles de la capital.

La exsubdirectora asegura que intentó en algún momento separar a los “peligrosos maleantes” de los “inocentes ixiles”, para lo cual envió a los primeros a dormir en el gimnasio. Pero fue inútil.

“Los vagabundos del parque Concordia los sonsacaban y se los llevaban. Los utilizaban para pedir limosna. Pero cuando los ixiles entendieron la castilla se volvieron tremendos”.

La violencia era algo cotidiano en el Rafael Ayau. Peleas, problemas con drogas y abusos sexuales. “Había muchos abusos. Los grandes abusaban de los chiquitos”. Si un niño era sorprendido maltratando a otro, era llevado a un juzgado y transferido a Las Gaviotas, un centro preventivo para menores. Hubo momentos en los que el hacinamiento era tal que las trabajadoras sociales incitaban a los niños a que se fueran. “Casi los obligaban a irse para hacer espacio”.

Miranda habla de sus atribuciones en el hogar. “Lo mío era lo administrativo. Velaba por que todo el mundo cumpliera con su trabajo, contrataba al personal y veía que los niños tuvieran comida y abrigo”.

Y para esto último había que hacer milagros con el escaso presupuesto. “La comida era racionada. Se les daba poquito. ¿Otro pedacito? No hay. Y solo una o dos tortillas. Y ellos tenían un hambre de huérfano, como se dice”. Por suerte, el orfanato contaba con una administradora “fabulosa”. “Si compraba zanahorias o remolachas, ella se aseguraba de que tuvieran larga cola. No tiraba nada. Ella las guardaba en costales y, cuando tenía suficientes colas, hacía tortas. Viera cómo gozaban las tortas de huevo con cola de zanahoria. Y hasta se les podían dar dos porciones”.

En torno a la comida, la exfuncionaria recuerda esta anécdota descorazonadora: era Semana Santa y, en esos días de asueto, no había nadie para hacer las tortillas.

—Hagamos tamalitos —dijo la jefa de cocina.

―Ah sí. Y si tienen loroco, mejor —contestó doña Blanca.

―No, no. Blancos y chiquitos para que no se peleen.

Dicho y hecho. Aquel día se repartieron tamales en abundancia, hasta tres o cuatro por niño. Al rato se acercó un pequeño ixil de cuatro años y se puso a llorar. Una asistente de cocina que entendía su idioma tradujo. “Llora porque los tamales le recuerdan a su mamá y su casa”. El pequeño dijo por señas que lo esperaran. Salió corriendo y pronto regresó con otros compañeros. Juntos, empezaron a bailar con las manos sobre la cabeza y los índices levantados como si fueran cuernos. Era el baile del torito en honor a doña Blanca. “Le están agradeciendo por los tamales”, explicó la cocinera.

Otra anécdota que Miranda recuerda con placer es la visita que les hiciera Efraín Ríos Montt. El gobernante llegó con su esposa al Rafael Ayau. Después de la visita les subió el presupuesto. En esa ocasión, un niño ixil se le acercó a Ríos Montt y, con tono algo burlón, le preguntó:

—¿Dónde están tus papás?

El dictador señaló hacia arriba y contestó sonriendo: “En el cielo”.

—Ah, allá deben estar los míos también —exclamó el niño.

La subdirectora afirma que a algunos niños fueron adoptados por jefes militares. “Pero eran muy pocos”, lamenta.

Recuerda también las jornadas de adopción que se organizaban en el hogar. “Había un día que se señalaba. Venían unas cinco parejas que habían sido enviadas por la SBS. Se formaba a los niños en un salón, sentados, y las parejas pasaban viéndolos a todos. Unos niños les hacían caritas lindas, otros se reían y otros les sacaban la lengua o les daban la espalda porque les daba cólera que los quisieran sacar de allí. La que venía era gente agradable. Traía chocolates y dulces. Pero solo querían chiquitos. A los mayores de cuatro o cinco años, ya no. No los querían morenos. Los querían blancos como ellos, de buenas facciones”.

Resulta que de vez en cuando llegaban familiares de los niños con la intención de llevárselos con ellos. Un nuevo drama. “Como llevaban años de estar aquí, ya no se querían ir con ellos. Los niños decían: ‘Allá me van a poner a trabajar en el campo, a que sude desde el amanecer hasta el anochecer solo por mi comida’”.

Durante el día algunos niños eran enviados a escuelas públicas de la zona, pero tenían muchas dificultades para prestar atención a sus clases y, además, sufrían el estigma de ser del Rafael Ayau. “Algunos pocos sí aguantaban. Hubo un médico y un abogado salidos del hogar. Pero a la mayoría les costaba mucho”.

Para distraer a los niños, el personal del Ayau les buscaba actividades. Los llevaba a ver los estrenos en los cines Capitol y Palace o a pasear al parque de diversiones del Irtra. Incluso, a un maestro le gustaba llevar a los mayores a los bailes. Los domingos había oficio religioso en la capilla del hogar. De vez en cuando la Iglesia del Verbo, a la cual pertenecía Ríos Montt, organizaba excursiones para que los niños asistieran al culto. “Distraídos siempre estaban”, asegura Miranda.

Se intentó que algunos aprendieran oficios, y unos cuantos pudieron trabajar en una imprenta cuyos dueños apoyaban al hogar. A la inversa, el Instituto Técnico de Capacitación y Productividad (Intecap) se negó a inscribir a niños del Ayau. Las niñas mayores podían ayudar a las cocineras y aprender de ellas. Cuando crecieron, muchas de ellas trabajaron de sirvientas. 

Hablar del destino de los niños al salir del Ayau incomoda un poco a Miranda. Ella prefiere recordar a los que lograron tener un oficio, a los que se volvieron ayudantes de albañil, al que llegó a graduarse de contador, al médico, al abogado que desgraciadamente fue asesinado por haberse metido a la guerrilla. Sin embargo, no tiene más remedio que admitir: “La mayoría se perdieron. Las pandillas los jalaron”.

Recuerda esta otra anécdota, de un tiempo posterior a su labor en el Rafael Ayau: iba con su hijo caminando por el parque Concordia, cuando se vio rodeada por un grupo de niños de la calle dispuestos a robarle lo que llevaba. De repente, uno de ellos exclamó:

―¡Hey, es la seño Blanca! ¡A la seño Blanca no le vayan a hacer nada!

Y pudo seguir su camino.

Mish

Es un hombre de 40 años. Es funcionario público y tiene bajo su responsabilidad a un equipo que impulsa proyectos sociales. El entierro de un amigo, un chico de la calle, lo ha hecho llegar con una hora de retraso a la entrevista. Como se le han acumulado los compromisos, prefiere despacharla rápidamente y de pie en un pasillo del edificio estatal donde labora.

Lo rodean jóvenes de su equipo, que escuchan la plática con gran atención. Algunos de ellos vivieron, como él, la vida loca, y escucharlo narrar la suya tan abiertamente, con tanta soltura y sin un ápice de vergüenza, los conmueve profundamente. Es como si les devolviera su dignidad.

El hombre se dispone a contar su infancia en el hogar Rafael Ayau. Pero antes pregunta:

―¿Es posible que en tu reportaje no pongas mi nombre? Es que cuando saben que sos del Ayau te estigmatizan y piensan: "Pobre, no tiene familia". No saben que, al ser de la calle, mi familia es mucho más grande.

El hombre prefiere que se lo identifique por su nombre de calle: Mish.

Mish: gato.

Mish: tímido, introvertido.

Cómo Mish llegó al Rafael Ayau es un sinsentido resultante de la concatenación de eventos cotidianos. Mish no provenía de un hogar pobre. Su padre era militar, y su madre, abogada, ambos vecinos de una ciudad del interior. Un día decidieron separarse, y eso a Mish, de siete u ocho años, no le gustó nada. Enojado, decidió salir a buscar aventuras, igual que los niños de la tele que se escapaban, experimentaban todo tipo de vivencias y luego regresaban al calor del hogar convertidos en héroes.

Mish tomó de la mano a una señora y se subió a un bus con destino a la capital. Se bajó en la Terminal de la zona 4. El bus arrancó, y él se dio cuenta de que estaba perdido y solo. Se puso a llorar.

Llegaron unos niños y, con el filo de una botella rota, le robaron lo que traía. Lo dejaron desnudo. Luego, se acercaron otros niños y se apiadaron de él.

―¿Por qué llorás? —le preguntaron.

―Me robaron mi ropita.

―Tomá, aquí tenés una pantaloneta. ¿Y ahora qué tenés?

―Tengo hambre, tengo miedo.

―Tomá, con esto se te quitan el hambre y el miedo.

Le dieron una bolsa de pegamento.

Con la mirada perdida por los solventes, Mish cruzó una calle sin darse cuenta de que venía un carro. El accidente no tuvo consecuencias, pero vino la Policía y llevó al niño al hogar Rafael Ayau.

En los primeros días el recién llegado no pudo articular palabra por el trauma. Los psicólogos pensaron que tenía serios trastornos mentales y, luego, que simplemente era mudo. Pero un día una empleada dejó caer algo y él gritó “¡Seño!” para avisarle.

 ―Así que el mudo sí habla. No es mudo, es mish —dijeron.

“Entre 1982 y 1990 entré como 30 o 40 veces al Ayau. Llegaba a dormir. A veces la Policía me capturaba, me llevaba al Ayau, y cuando me recuperaba ya estaba en la calle nuevamente”. Mish se convirtió en uno de esos “vagabundos” que tanto irritaban a doña Blanca. Doña Blanca, a la que Mish recuerda muy lejanamente, pero con cierta simpatía, y la llama “la seño Blanqui”.

En el Ayau, recuerda Mish, “había gente de la calle, con vicios, ya maleada, que conocía mil formas de hacer, y estaban estos niños indígenas, que llegaban con otra mentalidad. Los de la capital trataban mal a los del interior. Yo, que venía del interior, no quería ser maltratado y me pasaba del lado de los de la capital”.

“Era un choque cultural muy fuerte. Como ellos hablaban otro idioma, los de la calle decían: ‘Ese es el indito’, ‘Llamen al indito’. Los trataban mal, les robaban su ropa, casi siempre estaban en la limpieza de los dormitorios. Pero cuando se avivaban llegaban a ser más recios que los mismos chavos de la capital, con más niveles de resentimiento”.

Al Ayau también llegaban niños enviados por un juez como medida de protección. “Aquello era incoherente porque decían: 'Este muchacho es abusado sexualmente por el papá. Por protección lo mandamos al Rafael Ayau'. Entonces ya no era abusado por el papá, sino por todos los patojos de allí. Había mucha promiscuidad”, recuerda Mish.

A pesar de todo, se acuerda del orfanato con cierta ternura. “Tenía cosas buenas. Tenía piscina, un gimnasio grande, un médico. Muchos tuvimos la oportunidad de aprender a leer, a escribir, a nadar”.

“Cada dormitorio, A, B, C y D, era como una promoción. A cada cuanto pasábamos todos juntos a la siguiente letra. Luego del Ayau me tocó verme con estos muchachos en otros escenarios. Nos juntábamos en la cárcel de menores y hablábamos: ‘Muchá, ¿se recuerdan de cuando estábamos en el Ayau?’. Y recordábamos a los maestros y a los tutores. Creo que nos logramos ver hasta en el Preventivo de la zona 18”.

Mish relata el particular itinerario educativo que él y cientos o miles de niños de los hogares de la SBS recorrieron: “El Rafael Ayau era como decir párvulos o el kínder. Luego pasabas a tu primaria, que era ubicación y diagnóstico, la cárcel de menores. De ahí te trasladaban a la cárcel de San José Pinula, que era tu nivel básico. Llegabas al Segundo Cuerpo o al Centro Preventivo de la zona 18, que era tu nivel diversificado. Por fin ingresabas a un centro penal, que era la universidad, donde te graduabas de delincuente, de profesional en materia de calle”.

En cuanto a los niños ixiles, “constituyeron focos de niños de calle ubicados en la Terminal”, dice.

Ese fue el destino no de todos, pero sí de la mayoría de los huérfanos del Rafael Ayau. Los niños del área urbana y los que el ejército capturó en las zonas de tierra arrasada vivieron y murieron en la calle. Ya por riñas entre ellos, ya por la limpieza social que ejercieron la Policía y los grupos de exterminio organizados por comerciantes, como los Ángeles del Infierno de la Terminal, los niños del Ayau fueron cayendo uno a uno.

“Más o menos en el 93 mataron al último muchacho que era de mi promoción. Luego vi morirse a chavos que venían de los dormitorios más abajo. Promociones completas. De la última promoción del Rafael Ayau, creo que ya no hay muchachos vivos en la calle”, concluye Mish, sobreviviente de mil emboscadas tendidas por la calle y la prisión.   

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Repartidos como botín de guerra entre soldados, oficiales y patrulleros civiles, vendidos como si fueran mascotas a parejas extranjeras, criados en los numerosos hogares que se formaron a raíz de la guerra, asesinados a sangre fría en destacamentos militares, los niños que el ejército se llevó vivieron andanzas diversas, imprevisibles. Sin duda, muchos de ellos tuvieron otros destinos, terribles o llevaderos, que aún no han sido contados.

Una cosa queda clara: en ellos están algunas de las claves que explican la violencia de la Guatemala de hoy. Por un lado, están las redes del crimen organizado que se formaron a la sombra de gobiernos militares, con la participación directa de oficiales del ejército, para mercar con estos niños —redes que siguen vigentes, ejercen violencia y todavía tienen secuestrado al Estado y a su sector justicia—. Por el otro, están todos estos “hijos de guerrilleros”, como los presentaba el ejército, que se convirtieron en lo que la gente llama “lacras de la sociedad”: vagabundos y delincuentes de la Terminal, del parque Concordia, de la 18 calle, semilla de maras, carne de cañón de una guerra que mata más que aquella guerra concluida, según dicen, un 29 de diciembre de 1996.

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