El panorama es dickensiano, casi apocalíptico: en algunos parajes esperan junto a zopilotes en una superficie polvorienta, rodeados de basura, ripio y otros desechos y desperdicios. Mientras, atrás, resaltan imponentes las verdes montañas y las planicies fértiles de cultivos rodeadas de poblados con nuevas construcciones, resultado del comercio y las remesas.
Para venderle Guatemala a un turista, dice el escritor Maurice Echeverría, empezaría diciéndole que el país es una experiencia cultural transformadora, con la ventaja de localizar una multitud de experiencias en un espacio comprimido y accesible. De todas, esta es una de las experiencias más lacerantes, de las que menos deja indiferente. Pero no es transformadora: la cotidianidad y el turismo tanto local como extranjero normalizan la pobreza y la desigualdad en el altiplano. Es normal para muchos repartir dulces sin medir las consecuencias, sin saber si los niños cuentan o no con acceso a servicios de salud y dentales, o desconociendo si este es el tipo de ayuda que requieren, de manera que se hacen más vulnerables no solo sus hábitos alimentarios, sino su misma integridad y dignidad como seres humanos.
Como dice una amiga: «Si yo veo a una persona con mucha necesidad, ¿cómo no voy a ayudarla?». Y no se trata de atacar o menospreciar la caridad, sino de hacerla cada vez menos frecuente —sea esta internacional o nacional—. Y si se usa, que tenga un impacto real en la vida de miles de jóvenes, a la par de políticas estatales de desarrollo con equidad que garanticen el acceso a la educación de calidad, a salud integral, a vivienda y trabajo digno. A juzgar por el último Informe Nacional de Desarrollo Humano para Guatemala (2011-12) sobre juventud, esa franja geográfica central y suroccidental ha registrado escaso progreso en su índice de desarrollo humano (IDH) y en sus índices de pobreza, escolarización y nivel de ingresos entre 2006 y 2011 (pág. 32), siendo el IDH de la población indígena más bajo que el de la no indígena (0.483 vs. 0.629). En 2014, el país se ubicó en el puesto 125 de 187 con un IDH de 0.63.
Como sabemos, este año expira el plazo de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, la ambiciosa agenda de desarrollo social impulsada por las Naciones Unidas en el año 2000. Las ocho metas consistían —entre otras— en erradicar el hambre y la pobreza extrema, reducir la mortalidad infantil, lograr la enseñanza primaria universal y garantizar la sostenibilidad del medio ambiente. La Agenda Post-2015 hacia un nuevo marco denominado Objetivos de Desarrollo Sostenible incorporaría elementos como la dignidad y se centraría en la inclusión de las mujeres y los niños.
Durante las vacaciones, estos niños deberían estar en similares condiciones que sus connacionales en la ciudad para acceder a clases de educación física, educación artística, campamentos y retiros juveniles. Se impone protegerlos y desnormalizar la imagen de los infantes indígenas como productos exóticos o perros abandonados que ladran por las calles, en espera de la caricia y la caridad de los demás. No porque lo remachemos algunos, sino porque es un derecho humano y una obligación fiscal del Estado.
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