Desde pequeños, vemos hermanos peleándose por el control de la tv o en las relaciones en pareja, ¿quién no ha tenido un conflicto? Siempre van a existir desde el momento que interactuamos con otros porque todos tenemos intereses y necesidades (eso no es malo) y cuando éstos son –o los percibimos– incompatibles, se expresan los conflictos. La lucha de poder es un elemento clave, pero no hay que temerles.
Todos los Estados tienen conflictos sociales en su interior, lo que los diferencia es la forma como los canalizan y atienden las demandas a través de sus instituciones. Obviamente, Guatemala es un país que ha fracasado en esto y los ejemplos no son pocos.
Un conflicto social es un proceso social (no es un hecho espontáneo) que expresa inconformidades entre demandas no satisfechas, intereses y necesidades colectivas, y la respuesta insuficiente o inadecuada de la institucionalidad estatal. Frente al conflicto, cada actor tiene expectativas ya sea de mejora, de defensa de la situación preexistente o bien, de propuesta de un contraproyecto social.
El conflicto socioambiental –tan actual– se origina por disputas de colectivos sociales en contra de: pretensiones, disposiciones y la apropiación de la naturaleza por parte de otros grupos sociales, actores privados o estatales. Subyace la presencia –o su amenaza– de efectos que alteran el entorno de comunidades, lo cual obstaculiza la satisfacción de sus necesidades humanas que requieren la preservación de la naturaleza. En muchos casos, lo que está en juego es la vida y sobrevivencia de miles de personas y futuras generaciones.
Detrás de los conflictos sociales lo que hay son demandas. Demandas sociales que son legítimas y que además, son producto de demandas humanas desatendidas históricamente por el Estado y que contribuyen a la profundización de la pobreza y la desigualdad. Por lo tanto, los conflictos no pueden ser abordados desde un enfoque de seguridad pública. No necesitamos más policías ni soldados ni estados de prevención.
Los gobiernos usan la excusa que la etapa de diálogo se agota porque la gente ya no quiere dialogar. Justifican el uso de la violencia y la represión con el argumento que la gente es salvaje y no entiende. Pero lo que hay es una estrategia de utilizar el diálogo como un mecanismo para entretener a las comunidades y hacerles creer que se les está atendiendo. La realidad es que a todo lo que se le ha llamado diálogo, ha tenido de todo menos eso. Los diálogos que ha convocado el Estado son, básicamente, para que las comunidades acepten “por las buenas” lo que las empresas quieran hacer.
El Estado, pues, no puede ser un mediador (aunque debiera) porque es parte de los conflictos. Promueve políticas de inversión extranjera, concede licencias de exploración y explotación, se queda con buenas tajadas de los negocios e incumple con las comunidades al negarles sus derechos.
En San Juan Sacatepéquez es imperativo separar el hecho criminal ocurrido el viernes 19, del conflicto social que se ha venido manifestando desde hace varios años con demandas legítimas de las comunidades en defensa del territorio, la vida y el agua.
De los delitos, un bando responsabiliza a quienes se oponen a la cementera y a la carretera, y el otro a la propia empresa. La responsabilidad aún no se puede establecer, habría que esperar que el MP investigue (de lo cual tengo casi nulas esperanzas). Podrían o no estar implicadas personas vinculadas a la oposición a la empresa –individualmente– pero, en todo caso, lo que hay que perseguir es el crimen, no el conflicto social. Lo que se está haciendo al vincular automáticamente este tipo de hechos es una de tantas estrategias para abonar a la criminalización de los movimientos sociales y sus demandas que ponen a temblar a quienes no gustan obstáculos en sus negocios.
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