A partir del año 2000 ha habido una impronta de la masonería en el escenario público. La película La leyenda del tesoro perdido (2004) contribuyó a despertar esa curiosidad a veces convertida en morbo por saber de qué se trata. Y las páginas en Internet, dependiendo de su origen, sitúan a dicha sociedad en un abanico que va, desde una sociedad filantrópica hasta una secta diabólica.
En mi infancia, La casa de los masones era todo un misterio para niños y jóvenes del Cobán de los años sesenta del siglo pasado. Nuestras aventuras y correrías incluían merodear en los alrededores de aquella casa antañona rodeada de enigmas y que durante la noche cobraba vida: Veíamos entrar desde nuestros más conspicuos profesores hasta uno que otro cargador de Semana Santa. No obstante, el padre Vicente Peña, de la Orden de Predicadores, frecuentemente despotricaba en el púlpito contra la masonería. Esa dualidad despertaba en nosotros —aprendices de monaguillos en la Catedral de Santo Domingo de Guzmán— el deseo de saber más de aquel grupo cuasi ultrasecreto.
El Seco, un compañero de clase más grande y atrevido que el resto de nosotros, prometió que se metería en aquella vivienda un día de reunión. Y lo hizo. Al salir venía asustado, con los ojos saltones y nos sugirió alejarnos de aquel lugar lo más rápido que pudiéramos. Faltó a clases los dos días siguientes y cuando volvió a la escuela, no dijo ni pío respecto a lo que había visto —ahora entiendo— en una Tenida.
Ya médico e instalado en Cobán, mi tierra natal, un distinguido colega me insinuó que yo iba a ser invitado para ingresar a una logia. Supuestamente él habría de ser mi padrino o como se le llame a quien lleva a otra persona a esa agrupación. Corté de tajo. No por la masonería de la cual ignoraba todo sino por el colega mismo. Su relación casi patológica con el Army de aquella época me indicaba que no era un buen maridaje. Pero, que logró despertar mi curiosidad, vaya si no. Producto de ese buscar cuando me pongo curioso, escribí una novela que de momento es inédita. Se llama Nahual, cirujano de pueblo cirujano de guerra. Otro nombre posible es La Fraternidad de la Calavera.
Llama la atención que en pleno siglo XXI mantengan algunas características del patriarcado. Supuestamente es una fraternidad universal mas, se mantiene la separación entre hombre y mujer. Aunque se diga que no es relegación, el hecho de que no acepten mujeres dentro del grupo es para decir: ¡Oppsss!, ¿aquí qué pasó? Llámesele como se le quiera llamar es un arrinconamiento de las mujeres a otros grupos cercanos a… pero no adentro de…
Los principios que pregonan y supuestamente cumplen son encomiables: Conducta intachable, bonhomía, honestidad, moralidad a toda prueba y una lista de virtudes que pondría en aprietos a los nueve coros de ángeles si se les exigiera su cumplimiento. Pero, cuando de ciertos personajes incrustados en las Cortes y en el Congreso, se sabe son masones, a nosotros, simples mortales, no nos queda otra que callar y en el mejor de los casos reír decepcionados. Y conste, lo mismo sucede en nuestras iglesias (católica, evangélica y de cualquier otra denominación) en las cuales, más que predicar nos hace falta estrenar el Evangelio.
Una duda no me han podido resolver los masones con quienes he dialogado. Ellos dicen que no aceptan a los ateos. Por lo demás, son bienllegadas las personas protestantes, hindúes, espiritistas, católicas, etc., porque dejan que cada quien viva su fe como quiera. Bien. ¿Qué pasaría si alguien desea pertenecer al grupo declarándose no ateo pero sí satánico? Al revisar las redes sociales, cada día hay más personas que consideran el satanismo como una religión.
Fuera de mis dudas, los masones que conozco son gente de bien. Puedo dar fe de ello. Pero también, ronda en mis pensamientos un apotegma que me compartió un amigo quetzalteco: “No puede ser bueno aquello que practicándose en la oscuridad de la noche no pueda mostrarse en la plaza pública a las doce del día”. Y los maestros masones dicen que hay ritos y fórmulas que sólo a ellos importan e interesan.
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