Recuerdo muy bien una librera en casa de mi madrina que estaba llena de novelitas rosa de una escritora española con la que compartía nombre (Luisa María Linares), que tenía títulos como En poder de Barba Azul, Ponga un tigre en su cama y otros por el estilo. Recuerdo perfectamente bien la sensación de llevarme uno de esos tomos, de leerlo hasta terminarlo en un día o menos y de regresar por más al día siguiente. Creo que los leí tres veces cada uno. No tengo ni un vestigio de memoria de las historias. Una idea general, pero nada en particular. Porque lo importante no eran las novelas en sí, sino cómo yo me sentía leyéndolas.
Los libros, califiquémoslos de buenos o malos, valen más por lo que nos hacen sentir que por lo que tengan de literario. Claro que hay mérito en llenarse la cabeza de obras importantes, pero el simple hecho de tomar un libro y de disfrutarlo ya es algo que nos enriquece la existencia. La ilación de una idea que se desarrolla, se enrolla y se vuelve a resolver ayuda a que podamos tener saltos lógicos en la historia de nuestras propias vidas. Encontrar las fallas en las tramas también nos ilumina respecto a dónde no somos congruentes. Y quedarse una tarde de lluvia con una heroína perfecta que encuentra a su héroe ideal es tan satisfactorio como comer un tonel de helado. Mejor si se hacen las dos cosas juntas.
Los que leemos mucho tendemos a volvernos especialistas del detrimento. Y muchas veces me he topado con personas que desdeñan la literatura popular por considerarla una pérdida de tiempo. Me pongo en total protesta. No he encontrado mejor narrativa que la de algunos bestsellers de los que se compran por inercia en algún aeropuerto, con esa capacidad clara de avanzar una historia sin adornos y complicaciones innecesarias. Por algo se venden tanto. Tampoco he conocido autores más prolíficos que los que efectivamente pueden vivir de su arte. Me viene a la mente mi ejemplo de escritor, Stephen King, quien produce por lo menos un libro al año, escribe de nueve a cinco todos los días y nunca ha dejado de hacerlo. ¿Por qué va a ser menos valioso eso que un Barón Biza con una única novela?
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Me toca ahora compartir los mundos entre páginas con mis hijos y los estoy dejando que lean lo que les llame la atención. Claro que entre una novelita con dibujos tipo El diario de Greg ya le metí un Sherlock Holmes al niño, y a la niña le estoy leyendo Narnia. Porque no todo puede ser postre azucarado. Más de algo de sustancia tienen que comenzar a tener. Yo misma ya no gusto de las novelitas rosa de mi adolescencia porque ya no puedo identificarme con ellas, porque el lenguaje no me mueve y porque ya ni las tengo cerca. Pero, aunque me haya vuelto (lamentablemente tal vez) muy vieja para disfrutarlas, las sigo recordando con cariño y defiendo a cualquiera que las lea. La peor literatura es la que no se lee, y de nada sirve que una obra de arte se quede sin abrir. Así no se ejercita ningún cerebro.
Con la reciente celebración del Día del Libro surgieron muchas instancias de nombrar algunos títulos que nos hayan marcado, así que esta columna la termino con los que recuerdo mejor de esa época nebulosa por mucho que parezcan triviales ahora (tal vez a ustedes también les puedan hacer compañía alguna tarde): Los tres mosqueteros (la saga completa, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne incluidos) y El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas; la serie de Anne of Green Gables, de L. M. Montgomery; Narnia, de C. S. Lewis.; la colección completa de Sherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle; The Power of One, de Bryce Courtenay; Das Parfum, de Patrick Süskind, Dune, de Frank Herbert, e It y tantos más de Stephen King.
Y allí la dejo, que podría seguir para siempre. Encuentren su libro aunque lo olviden al cerrarlo. Y luego sigan con el siguiente. La vida con libros nunca es aburrida.
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