Aunque ello presente dificultades, con cifras reales y modelos matemáticos podremos hacer las estimaciones históricas. Pero también tenemos números invisibles.
Hay cosas que ya sabemos: nuestros niveles de pobreza y pobreza extrema, nuestra tasa de desnutrición crónica, los déficits en saneamiento ambiental, el número de casos de desnutrición aguda y su tasa de fatalidad, aunque ya no muevan voluntades ni ablanden corazones.
Al desafío de darle peso a lo anterior se suma un nuevo caso para abogacía: el daño que ya sufren los grupos socioeconómicos y los medios de vida más vulnerables. Ellos no necesitan contagiarse con el covid-19. Ya son víctimas de la situación, y sus números seguirán aumentando.
Por desgracia, países como el nuestro no tienen ni el interés ni las posibilidades para medir de cuántas personas se trata. Algunos harán un esfuerzo de estimación (nadie podrá hacer medición) y lo que conseguirán es regresar a los datos huecos de arriba, pero aumentados.
Empecemos en las áreas urbanas. Las víctimas son las personas de la economía informal o aquellas que no tienen ingresos fijos o predecibles (especialmente quienes trabajan, ganan y viven para sobrevivir un día más). Esta semana no he visto a los jardineros de mi vecindario, que subsisten con lo que logren ganar día con día. Sin transporte no pueden llegar. En este ejemplo se trata de adultos mayores, personas que si salen se exponen y que si no salen se quedan sin comer. Piense por su cuenta en otros ejemplos.
Agreguemos a las señoras que dejan a sus hijos en escuelitas o guarderías para poder salir a comprar papel y botellas, lavar y planchar ropa, limpiar casas… Esas personas vulnerables ya van a cumplir una semana sin ingresos.
En general, hablamos de trabajadores por cuenta propia, informales, precarios. Son los que no pudieron hacer molotera para abastecerse en los supermercados. Agreguemos a los desempleados. ¿Quiere saber cuántos son? Las estadísticas están por ahí, como cadáveres esperando ser desenterrados para contar una historia.
Sumemos a buena parte de la clase trabajadora, particularmente la no calificada. Por mutuo acuerdo ha decidido, en negociación igualitaria con los patrones, que seguirá acudiendo a trabajar. Pero, como no hay transporte, debe pagar taxi (con su sueldo), caminar desde muy temprano y hasta muy tarde o hasta arriesgarse a viajar como vil mercadería de contrabando: escondido en camiones y autos, como delincuente prófugo. Es eso o perder el trabajo.
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Subiendo en la escala social, tenemos a los microempresarios, formales e informales. Ellos también son afectados. Y mientras más dure la emergencia, más lo estarán. Seguramente realizarán despidos, reducirán los sueldos ya por debajo del salario mínimo o abandonarán el negocio.
Más arriba, hay pérdidas y resultados de cierre en números rojos.
El período de fuego para esos grupos habría sido más corto de lo que finalmente será si el presidente no hubiera dado marcha atrás en su valiente y correcta decisión de parar actividades del sector privado. Por pocas horas se mantuvo en la vía dolorosa pero correcta. Pudieron más quienes no tendrán números rojos, sino disminución en las ganancias proyectadas. Pero donde manda capitán no manda marinero.
De todas maneras, si la pandemia se comporta como lo ha hecho en otros países, llegaremos al paro total, con varias semanas desperdiciadas (y pérdidas acumuladas).
Entre tanto, los voraces depredadores económicos de la desgracia ajena ya desaparecen los productos básicos del mercado y aumentan los precios. En la locura actual, nos conformamos con encontrar los productos y no reparamos en los nuevos precios. En su próxima vuelta por un mercado o supermercado, fíjese bien.
Y ahora vámonos al área rural. En el lenguaje de la seguridad alimentaria, estamos viviendo los meses del hambre. Así se le llama al período en el que se agotan las existencias familiares de la última cosecha alimentaria (finalizada entre octubre y febrero, según el cultivo y la región), suponiendo que esta fue buena.
Es la época en la que no hay trabajo en la parcela propia (si la hubiera) ni demanda de jornales hasta que lleguen las lluvias. Remontan la desnutrición aguda, la venta de activos esenciales (herramientas de trabajo, tierra, insumos), la reducción del tamaño del plato de comida y del número de comidas al día. Veamos hacia el Corredor Seco, por un ejemplo.
Pedirle a la verdadera doña Chonita que se ponga la mano en la conciencia es como demandarle al cangrejo que camine como hidalgo. La cooperación externa a la que estamos acostumbrados disminuirá significativamente. El presupuesto del Gobierno está desfinanciado y quedará peor. Las corruptas alianzas público-privadas no dejarán que les toquemos ni un hueso pelado. Estamos a la deriva, y la tormenta arrecia.
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