Y desde un CD que atesoro, Charly me advierte que su canción «le gusta mucho a todo el mundo, sobre todo a los muertos». Y entre las promesas de que los dinosaurios van a desparecer empiezo a dibujar mis respuestas.
Hace unos meses, una larga enfermedad se llevó a S. Su única hija, también llamada S., y el esposo de esta fueron asesinados y desparecidos en agosto de 1989. Y la vida de S., la madre, se convirtió en una larga búsqueda de justicia. Su casa en la zona 11 estaba llena de los recuerdos de dos vidas truncadas que se tradujeron en una mujer envejeciendo sola, tal vez en la única casa en ese entorno de clase media en la que no había nietos que cuidar. Ni risas ni regaños ni ruidos.
Entre esos recuerdos destacaban libros y apuntes que fueron generosos en dejarme conocer la faceta más íntima de dos personas a las que nunca vi. Y sus libros me llevaron a otra escena en mi pasado, en el Quito de los años 90.
El sobre tenía un nombre: Clorinda de Garzón. La dirección era una casa humilde en lo alto del barrio de San Juan en Quito, cerca de la Basílica Nacional —un conjunto gótico, adornado con gárgolas grises que representan a cormoranes y piqueros de patas azules y que sirven para señalar el ego religioso de un presidente conservador del siglo XIX, uno más de aquellos a los que les encantaba el poder— y del fin del centro histórico de la ciudad.
Digamos que repartir invitaciones no me hacía feliz. La organización para la que trabajaba lanzaba un libro en pocos días y no había otra opción que dejar de ser el editor para pasar varias horas en la calle repartiendo sobres. Y esta dirección en particular se alejaba un poco de la ruta normal de las organizaciones que trabajaban en la reforma del sector justicia en los años 90 con una confianza casi ciega en que la mediación solucionaría todos los problemas de un sistema corrupto y arcaico.
Nadie respondía al timbre. Alguien apareció desde una terraza contigua. «¿A quién busca?», preguntó. «Ah», continuó. «Ella no está. Está en la Plaza Grande, como todos los jueves».
Solo entonces pude entender la relación. Estaba frente a la casa de Gustavo Garzón, escritor ecuatoriano desaparecido en 1990. Su madre, al igual que las madres, los padres, los hermanos y otros parientes de los desparecidos, realizaban un plantón los jueves frente a Carondelet, el palacio de gobierno, para reclamar información sobre el paradero de sus seres queridos. De sus desaparecidos.
En 1985 yo era un adolescente a quien un relato corto de Gustavo Garzón había impresionado en un libro editado por la Municipalidad, Quito, del arrabal a la paradoja, cuya edición envié a algún pariente que por entonces vivía el milagro venezolano. A Garzón lo desaparecieron una noche de noviembre de 1990, luego de que lo soltaran después de haber pasado más de un año en prisión. Han pasado 25 años desde entonces.
En las ciudades andinas, a veces, en medio del bullicio se producen silencios cortos, profundos e intensos. Ese fue el caso. Dejé el sobre con la persona que estaba en la terraza y me alejé invadido por una enorme tristeza, de aquellas que se traducen en un dolor físico, que seguía allí cuando me encontré conduciendo en una calle estrecha, al fondo de la cual había una enorme pared blanca de una casa del siglo XIX cubierta por un grafiti que rezaba: «Cuerda floja, cornisa, futuro… El naufragio es perfecto».
El heavy metal de los Sobrepeso en Yo voy a explotar contaría la historia de Gustavo Garzón algunos años después. Hasta donde sé, nadie ha compuesto un blues para S. Pero, sin duda alguna, la justicia sería un remedio más efectivo.
Tal vez por eso los Twist, con Pensé que se trataba de cieguitos, me enferman, así como Juan Represión, de los Sui Generis, y Vuelos, de los Bersuit, me hacen pensar que los dinosaurios van a desaparecer.
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