Debería resultar sorprendente o incomprensible que, durante los últimos cuatro años, el presidente de uno de los países económica y militarmente más poderosos del mundo haya hecho lo siguiente: calificar de shitholes (lugares de mierda) los países de origen de los inmigrantes, demostrar negligencia ante la pandemia del covid-19 al punto de rayar en la estupidez criminal en contra de su propio pueblo, atacar sistemáticamente a la prensa independiente y crítica, hacer declaraciones públicas sexistas y misóginas contra las mujeres que lo han criticado e incluso contra las de su propia familia, ganar las elecciones de 2016 pese a que 24 mujeres lo han acusado de violencia sexual en las últimas tres décadas, ser explícitamente racista y una lista muy larga de acciones escandalosas.
Este neofascismo no es exclusivo de Estados Unidos de América, ya que Trump ha apoyado y alentado a neofascistas de otros países como Jair Bolsonaro en Brasil y ha protegido y defendido a corruptos serviles y rastreros como Jimmy Morales en Guatemala. Quizá la peor prueba de esta vergonzosa realidad es la imagen del anterior ministro de Gobernación, Enrique Degenhart, vendiendo la dignidad de Guatemala al firmar el acuerdo de tercer país seguro bajo la mirada complaciente de Trump.
Sin embargo, la historia nos enseña que estos eventos no deben sorprendernos. En buena medida, está muy claro que Donald Trump reprodujo mucho del fascismo italiano y del nazismo alemán de las décadas de 1920 y 1930 con mezclas agresivas de populismo, mentira, culto a la personalidad del líder, violencia y diversas formas de discriminación. Pero lo más peligroso de Trump no son él y su gobierno, sino los millones de estadounidenses que votaron por él y expresaron así su deseo de un gobierno que les legitime precisamente lo que Trump ejemplificó con descaro: la posibilidad de impunemente ser racistas, xenófobos, machistas, misóginos, homófobos y egoístas.
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El daño que deja el neofascismo de Trump no se limita a esos millones de estadounidenses embrutecidos por el odio y el egoísmo. Ese mal se ha propagado por todo el mundo, y es de esa cuenta que acá en Guatemala no faltan las voces que lo aclaman como el mejor presidente de Estados Unidos, que hacen suya la retórica de la Guerra Fría y que ven comunistas hasta en la sopa. Los racistas, los xenófobos, los machistas, los misóginos, los homófobos y los egoístas de Guatemala también vieron en Trump un líder que los liberara de los derechos humanos y de la solidaridad, pero principalmente de las leyes que tipifican la discriminación como delito y de la persecución penal de la que muchos de ellos son objeto.
El electorado estadounidense ha dado un gran paso al frenar el neofascismo enquistado en la presidencia de su país. Sin embargo, sacar a Trump de la presidencia no será un proceso fácil ni rápido, ya que, al parecer, aparte de ganar la batalla electoral, también tocará ganar la batalla en las cortes estadounidenses. Pero además, de la misma forma en que transcurrieron décadas para que la humanidad superara la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y el nazismo alemán, los millones de seguidores de Trump y de su neofascismo, en Estados Unidos, en Guatemala y en el resto del mundo, demuestran que recuperar lo perdido en la lucha a favor de los derechos humanos, de la solidaridad y de la no discriminación también requerirá tiempo.
Posiblemente décadas, ya que Trump se va, pero sus votantes, seguidores y simpatizantes neofascistas se quedan. En Estados Unidos, en Guatemala y en el mundo entero.
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