Nos harán creer que a partir de 1821 empezamos a vivir en democracia, que existe una república donde priman la igualdad, la soberanía y el pleno ejercicio de los derechos: imaginarios que la realidad, triste y dramáticamente, se encarga de desmontar por su precaria existencia.
Lo mismo sucederá este año con los 150 años de la revolución de 1871, con los 40 de democracia (1985) o con los 25 de los acuerdos de paz y la ratificación del Convenio 169 (1996). El poder colonial se encargará de recordarnos su historia con la finalidad de que creamos que el país ha avanzado por la senda del desarrollo y la modernidad.
Lo cierto es que esos ciclos temporales que celebramos han sido adversos para la mayoría de la población, no para las élites herederas del colonialismo. El acuerdo de tercer país seguro con Estados Unidos demuestra nuestro grado de dependencia hacia las potencias mundiales. Igual los tratados de libre comercio, que propiciaron la apertura sin límites de nuestros mercados y las grandes restricciones a nuestros productos de exportación.
En 1871 se dijo que la educación era laica. Hoy no solo la educación, sino también la política y las vidas de millones de personas han sido penetradas por el fanatismo religioso, igual que en muchos lugares de América Latina, y se ha echado por la borda el planteamiento liberal que justificó dicha revolución. El nuevo planteamiento es reevangelizar a los «salvajes» (como Bolsonaro llama a los indígenas) y recolonizar la región.
Los medios de comunicación, los centros de estudio y los analistas políticos han demostrado cómo el poder militar se ha fortalecido y ha tomado el control de áreas importantes del Gobierno, del territorio e incluso del narcotráfico y de la venta de armas a pandilleros, a quienes ahora se pretende etiquetar como terroristas (y con lo cual se pasarían llevando a los luchadores sociales). Los militares hibernaron políticamente durante 27 años (1985-2012) y nos creímos el cuento de que los civiles eran los llamados a gobernar. En vez de reducirse la fuerza militar, esta ha aumentado cuantitativa, económica y políticamente.
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Los recuerdos de paz (que no acuerdos) no se cumplieron más que en aspectos mínimos. El más importante, el de identidad de los pueblos indígenas, es el menos cumplido y más violado en su espíritu. Hay más racismo, pobreza, enfermedad e ignorancia en el país, cuyas víctimas mayoritariamente son indígenas. La exclusión política y el Pacto de Corruptos son la guinda del pastel. El Convenio 169, obligación constitucional del Estado, es incumplido. La élite económica colonial arremete contra los territorios indígenas con la complicidad de los gobiernos alineados totalmente a sus intereses y privilegios.
El gobierno de Giammattei ya mostró su rostro colonialista. El Ejército y la PNC, acompañados incluso de religiosos, han llegado a territorios indígenas —San Mateo Ixtatán y San Juan Sacatepéquez— a violentar al tantas veces violentado pueblo ancestral. Los actuales territorios indígenas se constituyeron en regiones de refugio después de la invasión española y la consiguiente expropiación de sus tierras: historia paralela a la que se conmemora oficialmente. Esos ciclos temporales de la historia oficial ocultan las otras historias, se imponen a la fuerza y justifican de nuevo la violencia que llegó a estas tierras en 1524.
Dice Guzmán Böckler [1] que el tiempo y la historia del colonizador y del colonizado son diferentes. «Al indígena no le interesan las metas temporales de la sociedad regida por los ladinos. Por eso se sustrae al tiempo de la colonización […] toma en cuenta el tiempo, pero como de fuga, de defensa, de resistencia […] y que en ese tiempo se inserta una auténtica memoria histórica, que además encierra profecías cósmicas en las cuales está inscrita la esperanza de la liberación».
Los tiempos adversos tienen que dar paso a los tiempos propicios, siempre y cuando se luche políticamente complementado agendas e identidades compartidas, articulando diversidades, entendiendo las causas profundas que han mantenido el férreo control colonial y valorando las capacidades individuales y colectivas de los sobrevivientes de culturas históricas, que, por ser parte de un proceso civilizatorio, están llamados a surgir del silencio y de la sumisión para encaminarse por la senda de la dignificación y del buen vivir.
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[1] Guzmán Böckler, Carlos (2019). Colonialismo y revolución. Guatemala: Catafixia.
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