El ritual de las elecciones periódicas para legitimar a las autoridades fue secuestrado por los corruptos. Y no lo van a devolver por las buenas. Por otro lado, la definición de poliarquía de Dahl se nos está escapando de las manos. Nos hemos enterado de que realmente no hay competencia electoral, de que los candidatos solamente compiten por el acceso a recursos financieros ilícitos. El que más acumula es a quien le toca. Ahora, esos mismos políticos corruptos quieren quitarnos toda posibilidad de participación: quieren legislar en contra de la libertad de expresión y de asociación para protestar por sus abusos.
La crisis provocada por el presidente Morales a finales de agosto de 2017 ya no se limita a un debate en redes sociales entre las etiquetas #IvánSeQueda e #IvánSeVa. En realidad, nunca fue tan trivial el asunto. Ese episodio fue diseñado para derribar dos pilares de la lucha contra la corrupción y la impunidad en Guatemala: la Cicig y el MP. Sin la presencia del comisionado Iván Velásquez sería más fácil atacar a la fiscal general, Thelma Aldana, y operar tras bambalinas para garantizar una selección del nuevo jefe del MP a imagen y semejanza de los políticos corruptos.
Como la Corte de Constitucionalidad (en voto dividido: tres a dos) y los ciudadanos se opusieron al presidente y a su pacto de corruptos en el Congreso, a mediados de septiembre de 2017 estos últimos han implementado la segunda fase de su plan: la separación del cargo de otros dos cuadros fundamentales para el Estado de derecho en Guatemala, el superintendente de Administración Tributaria, Juan Solórzano Foppa, y el ministro de Gobernación, Francisco Rivas. Sin dos de cuatro patas, la mesa colapsa.
En la SAT, el equipo que la rescató continúa en sus puestos, así que habrá que esperar quién es la nueva persona a cargo y en qué dirección la conduce. En el Mingob, sin embargo, ya se nota el cambio en prioridades. Mientras Rivas se había comprometido a poner fin a la presencia del Ejército en las calles para labores de seguridad ciudadana, el nuevo ministro parece que desea prolongar los patrullajes conjuntos al finalizar marzo del presente año. La evidencia que hemos analizado hasta el momento sugiere que la presencia militar no necesariamente tiene un poder disuasivo, como se ha pensado antes. En 8 de los 12 municipios donde aún está presente el Ejército subió la violencia homicida durante 2017, mientras que solo disminuyó en cuatro de ellos. Lo más importante: en 170 municipios sin presencia militar, la violencia homicida también bajó. Por otro lado, es preocupante que el nuevo ministro también quiera declarar terroristas a los integrantes de las maras. En Honduras y El Salvador, esa medida de mano dura solo contribuyó a elevar la tasa de homicidios de manera acelerada. Dicha violencia facilitaría que asesinatos con motivación política pasaran desapercibidos, como crímenes comunes. Además, ya se sabe que en el Congreso están empujando con entusiasmo una nueva legislación para limitar derechos fundamentales como las libertades de expresión y asociación.
La amplia alianza del pacto de corruptos, ahora encabezada por el alcalde Arzú, acompañada por su hijo en la presidencia del Congreso y seguramente apoyada con dinero de funcionarios y empresarios corruptos, incluidos muchos de los que guardan prisión preventiva en espera de ser juzgados, ha llevado el conflicto a otro nivel. Lo que está en juego ya no es solo la permanencia del comisionado Velásquez y el control del MP. Las instituciones democráticas están en riesgo, pues los políticos corruptos están dispuestos a implementar medidas autoritarias si esto los libra del imperio de la ley. Incluso, no les preocupa el aislamiento internacional que esto pueda provocarle al país. Por eso hacen llamados desesperados al patriotismo y al sentimiento religioso.
Se ve con claridad que es Arzú el que está dispuesto a arriesgarlo todo, pues tiene mucho que perder. Es él quien dijo que sabe hacer la guerra, quien arengó a las reservas militares diciendo que se debe pasar por encima de las cabezas de los medios de comunicación críticos y quien azuzó a los cadetes de la escuela militar afirmando que son traidores quienes defienden la presencia de la Cicig en el país. Lo de incitar a la violencia a los vendedores del mercado en el Centro Histórico queda como algo meramente anecdótico comparado con la seriedad de estas declaraciones públicas. El MP debería actuar de oficio, pues evidentemente está incitando a las fuerzas armadas a tomar partido en un asunto judicial que el mismo alcalde ha politizado a su favor. En este sentido, también está en juego la paz social.
El concepto de Estado de derecho implica que nadie puede estar encima de la ley. Por supuesto, la ley debe ser justa y debió ser sancionada mediante los mecanismos democráticos. He aquí otro problema de fondo en la sociedad guatemalteca: tenemos muchas leyes injustas, evidentemente creadas para el beneficio de unos pocos intereses muy específicos. Fueron encubadas en medio de un ecosistema de corrupción cuya fuente de poder es el financiamiento ilícito de las campañas electorales, no la legitimidad que otorga el voto de las mayorías. Pero ¿cómo transitar de una cleptocracia a una democracia real basada en el voto consciente e informado de las masas? ¿Cómo pasamos de un equilibrio subóptimo al servicio de los más astutos para violar las reglas a otro basado en la cultura de la legalidad?
Hay que reconocer que, mientras los corruptos se unen por su supervivencia, tanto la sociedad civil como el sector privado estamos divididos. Hay diferencias ideológicas, y otras son claramente por intereses personales, empresariales o gremiales. Hay también temor a hacer la transición que nos hace falta, la del Estado de derecho. Esa es la que quedó pendiente después de la transición a la democracia (electoral) en 1985-86 y la que tampoco hicimos cuando se firmó la paz (política) en 1995-96. Perdimos dos oportunidades históricas y ahora estamos en una encrucijada en la cual podríamos perderlo todo. Así de serio es este momento que vivimos. No soy el primero que lo advierte ni seré el último.
Debemos ser capaces de coordinar una salida a la crisis. El sistema de justicia está colapsado, por lo que debemos buscar una válvula de escape razonable para cierto tipo de delitos que inmovilizan a varios en la lucha contra la corrupción o, peor aún, los ubican en el lado de los detractores de dicho esfuerzo. Se está discutiendo una propuesta de ley para la aceptación de cargos, pero esta debe tener como principio que no debe negociarse impunidad. La aceptación debe incluir algún castigo, no necesariamente cárcel (tampoco diez padrenuestros y cinco avemarías), y la justa reparación del daño ocasionado, incluyendo una devolución con pago de intereses de los recursos públicos malversados, robados, defraudados o no pagados. Estos detalles y sus respectivos procedimientos deberán discutirse pública y ampliamente por parte de todos los sectores de la sociedad. Debemos ponernos de acuerdo sobre las nuevas reglas del juego dentro de las cuales operaremos de ahora en adelante.
No se trata de hacer borrón y cuenta nueva y de hacernos los locos ante una situación que ha generado tanta pobreza y desigualdad, así como violencia, en nuestra sociedad. Se trata de resetear el chip cultural del uso aceptado de la fuerza y el engaño para tener éxito en la comunidad imaginada que llamamos Guatemala. El nuevo sistema operativo debe eliminar cualquier algoritmo proimpunidad y debe contar con una rutina que premie a los que contribuyen al bien común y castigue a los depredadores de todo tipo. Las actuales circunstancias demandan la atención y la acción de todos, así como nuestro compromiso y la absoluta fidelidad a los principios de la democracia, la justicia y la paz.
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