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Lo popular. Una alternativa al elitismo y al populismo

Eco, como forma cultural, es el pináculo del follaje en el consumo de las élites letradas.
El miedo generado por el viral #notetoca que movieron las élites de la derecha se decantó en un fortalecimiento de un tipo muy particular de populismo.
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Lo popular. Una alternativa al elitismo y al populismo

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La misma semana que murió Umberto Eco lo hizo Alberto el Caballo Rojas. Estos decesos le sirven a Alejandro Flores para pensar en la cultura política contemporánea y su papel en la transformación del statu quo. Y para plantear interrogantes al populismo de izquierdas al estilo de Podemos.

No pretendo comparar la obra filosófica y literaria de Eco con el recorrido artístico del Caballo Rojas en la “sexycomedia mexicana”. Sería absurdo. Una de las cosas que me motivó a escribir este ensayo fue cómo en las redes sociales se contraponían la muerte de Eco y la del Caballo Rojas. Como yo pertenezco a un segmento de consumo determinado, mucho más cercano a los lectores de Eco, no es raro que lo que haya visto con más frecuencia un tono solemne ante su muerte y otro despectivo y burlesco frente a la de Rojas.

Me interesa enfatizar en un punto muy específico que gira en torno la distribución y circulación formal de estos personajes en el campo de la cultura de masas.

La cultura de masas se refiere a las formas culturales que han surgido de industrias culturales: la industria del cine, la editorial y la televisiva. Las formas culturales son los productos de la industria cultural.

Los consumidores de la literatura de Eco no son los mismos consumidores del cine de Rojas. Como productos culturales, Eco y Rojas han sido moldeados para el consumo en segmentos específicos de la población. Cada uno se ha hecho popular en su segmento específico de consumo cultural.

Umberto Eco es uno de los filósofos más populares del siglo XX.

Caballo Rojas llegó a formar parte de la cultura popular mexicana y latinoamericana en el último cuarto del mismo siglo.

Eco se convirtió en parte de la cultura popular de cierto sectores “letrados” y progresistas de las izquierdas occidentales, mientras que el Caballo Rojas se convirtió en un referente cultural de sectores sociales menos privilegiados.

Esto no quiere decir que Eco sea un fenómeno de la “alta cultura” burguesa y que Rojas sea un fenómeno propio de la “baja cultura”, ni que Eco sea la representación de la cultura hegemónica conservadora, mientras que Rojas encarne una visión emancipadora de la cultura. Quiere decir que como formas culturales han sido masificados por la industria y que, aunque diferentes (y aunque ambos puedan haberse expresado de manera no hegemónicas e incluso contra-hegemónica), ambos son formas hegemónicas de expresiones diferenciadas de la cultura de masas, que es un tipo particular de cultura popular.

“Lo popular” es un concepto polisémico que sirve para estudiar un régimen de poder en los distintos segmentos de consumo cultural. Por eso creo que, analizando la posición que cada uno de ellos ocupa en la cultura de masas, es posible ilustrar una dimensión del poder que suele despreciarse en los debates políticos, pero que es esencial para la creación de una política realmente alternativa.

Lo popular como un esquema arborescente

Podemos entender “lo popular” como la diseminación masiva de múltiples formas culturales en distintos grupos sociales. Así, lo popular puede crear distinciones de estatus entre aquellos que consumen los productos culturales. Los consumidores las conciben como distinciones de clase.

Por ejemplo, que el consumidor de la literatura de Eco no sea el mismo consumidor de las películas del Caballo Rojas no solo establece una diferencia entre los gustos de cada uno de los segmentos de consumo cultural, sino que también establece una jerarquía social. Los consumidores de Eco se ven a sí mismos como personas con gustos culturales más refinados, propios de un estatus/clase “superior”, quienes ven a los consumidores del Caballo Rojas como personas con gustos vulgares propios de una estatus/clase “inferior”.

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Aquí lo popular se refiere entonces a una forma cultural que se disemina entre grupos de élite: lo popular se produce desde “arriba hacia abajo” o entre grupos que no pertenecen a la élite; es decir, lo popular como algo que se produce desde “abajo hacia arriba”. Este último es posiblemente el sentido más común que se le puede encontrar a lo popular, en tanto esta palabra está directamente emparentada con la palabra pueblo. Una forma cultural popular entre los grupos de élite no solo no será necesariamente popular entre “el pueblo”, sino que también puede servir de fundamento para desplegar prácticas sociales que desprecian la naturaleza “plebeya” de la cultura de las formas culturales que emergen “desde abajo”. También puede llegar a ocurrir un fenómeno inverso, en el que una forma cultural que emergió “desde abajo” pueda llegar a ser popularizada entre aquellos que se consideran estar culturalmente “arriba”.

“Lo popular” puede entenderse desde varios ángulos de análisis. Primero, estaríamos hablando de la direccionalidad: la relación verticalista que los consumos culturales de la élite hace desde arriba y, apropiándose de vez en cuando de formas culturales que emergen desde abajo, para a partir de allí mantener su posición de privilegio.

Esto es lo que se denomina un esquema cultural arborescente, en tanto encontramos no una diferencia sustantiva en el significado de lo popular, sino una diferencia en la direccionalidad y la posición. Se llama arborescente ya que sigue la misma lógica del árbol: una estructura vertical, con raíces “inferiores”, tronco intermedio, ramas y, finalmente, el follaje “superior”. No es solo de una cuestión de posiciones diferenciadas, sino de jerarquías.

Volviendo al ejemplo, Eco es un filósofo, semiótico y literato al que pudimos acceder de forma privilegiada solamente ciertas élites que partíamos de una posición de ventaja ante el resto de la sociedad: los consumidores culturales de Eco representamos las partes superiores del árbol. Eco, como forma cultural, es el pináculo del follaje en el consumo de las élites letradas. Muchos de estos privilegios que nos predisponen a consumir a Eco y no al Caballo Rojas no los obtuvimos por mérito propio, sino por herencia. Con excepciones, tuvimos acceso a ellos por la posición social privilegiada en el modelo arborescente. (En mayor o menor medida tuvimos acceso a educación primaria, secundaria y universitaria, tuvimos alimentación asegurada, crecimos en un contexto urbano en el cual circulan más frecuentemente estas formas culturales, tiempo libre para leer, etcétera). Así mismo, el desprecio de formas culturales tales como la que representa de un actor como el Caballo Rojas, al considerarlo en una posición culturalmente inferior en el modelo arborescente, hace que fortalezcamos nuestra posición de estatus elitista y perpetuemos nuestro privilegio.

En otras palabras, al reproducir este tipo de prácticas derivadas de nuestros consumos culturales arborescentes, más allá de la criticidad que esos consumos puedan contener, lo que hacemos es entrar a formar parte de lo que algunos llaman hegemonía. Pero, ¿de qué hegemonía estamos hablando?

Praxis cultural desde arriba: Ilustración, tecnocracia e institucionalismo

El espíritu de la ilustración, que se origina a finales del siglo XVII, da una pista para comprender el problema político que debemos confrontar si queremos crear una alternativa. La Ilustración se planteó como un movimiento cultural, filosófico, estético, moral y político que sostenía que la “oscuridad”, encarnada en la ignorancia de la religión y el misticismo del pueblo —lo “popular desde abajo—, podría combatirse con el uso y enseñanza “universal” de la razón.

Para los ilustrados era (es) “normal” considerar que la razón es un monopolio de las élites intelectuales, políticas y artísticas, quienes consideraban fundamental la separación entre filosofía y ciencias naturales, así como la necesidad de implementar universalmente el método hipotético-deductivo experimental, el conocimiento de las formas estéticas propias de la “alta cultura” y la moral secular. Uno de los aspectos clave que incluso hoy heredamos de esa época es la consideración de que la filosofía, la política, la moral y la estética ilustradas han de imponerse ante la cultura iletrada del “pueblo”. En consecuencia, el imaginario social ilustrado desprecia de antemano todo aquello que no emerja de los espacios de privilegio y poder.

En las colonias, este espíritu ilustrado se tradujo en la intensificación del desprecio que las culturas criollas y españolas sentían hacia las culturas indígenas, negras y mulatas; tanto así, que las formas culturales de las élites se esforzaban incansablemente en reiterar la idea de que la cultura europea y blanca era propia de la excepcional superioridad de la cultura europea ilustrada. Así mismo, este tipo de “excepcionalismo” ilustrado frecuentemente se vinculaba a ideas como la superioridad racial de los blancos-criollos y la perpetuación de expresiones morales que vilificaban y demonizaban a los negros y mulatos e infantilizaban a los indígenas. La permanencia de estos patrones en el presente es a lo que algunos autores contemporáneos llaman la “colonialidad del poder”.

Este imaginario social ilustrado no solo pervive vigorosamente, sino que es una parte constitutiva del proyecto hegemónico que ha incorporado el desprecio por lo popular en la vida diaria. En tanto son parte del proyecto hegemónico, las formas y prácticas culturales verticalistas pueden proliferar en las élites de derecha como en las élites de la izquierda. La ilustración colonizó las formas de hacer política de tal modo que en la actualidad incluso las expresiones “progresistas” tienden frecuentemente reproducir sus patrones expresivos (formales y simbólicos) elitistas ilustrados. Esto se hace doblemente grave, cuando se observa que esa reproducción muchas veces se vincula al desprecio de prácticas culturales de grupos sociales tradicionalmente marginalizados por el proyecto hegemónico.

Ahora ya no estamos hablando de lo popular exclusivamente como algo que ha sido posible por la diseminación masiva de productos culturales en segmentos de consumo diferenciados, sino de lo popular como un concepto cultural que es sistemáticamente negado por la cultura ilustrada hegemónica. Es decir, el concepto de formas culturales populares no se adscribe aquí a una contingencia de la industria cultural, sino a procesos históricos de larga data que se traducen en prácticas sociales que perpetúan patrones específicos de poder.

Por ejemplo, podríamos mencionar las formas y prácticas culturales que se derivan de la pretensión por universalizar la razón tecnocrática e institucionalista. Si bien estas razones se presentan a sí mismas como una serie de entramados metodológicos y teóricos que supuestamente están más allá de la cultura, estas son herederas directas de la tradición cultural ilustrada (y en nuestro caso colonial).

Tanto la razón tecnocrática como la razón institucionalista se imponen, colonizan, homogenizan y despolitizan espacios sociales populares complejos, en los cuales pueden observarse formas culturales múltiples y diversas, que transmiten conocimientos importantes, no solo para las sociedades que los practican, sino también para la potencial construcción y articulación de una alternativa a la realidad económica, social y política que vivimos hoy en día.

Al considerar que estas formas de conocimiento tecnocrático se encuentran por encima de la cultura, efectúan una práctica cultural determinada que puede llegar a traducirse en formas de imposición y despojo cultural. Para ello, se crean maquinarias teóricas y metodológicas que estabilizan la relación verticalista de las élites de la cultura ilustrada con las formas populares de cultura—el multiculturalismo (neo)liberal ilustra perfectamente este punto.

Y aquí no estamos hablando de un problema de representatividad, como sugiere el institucionalismo sobre el cual se monta el multiculturalismo (neo)liberal, ni de un asunto de adecuación cultural, como propone la tecnocracia. Estamos hablando de la forma en que se reproduce verticalmente una práctica cultural que impone un aparato tecnológico, administrativo y político sobre las diversas expresiones equivalentes que van emergiendo “desde abajo”, produciendo con ello una despolitización basada en el despojo cultural.

Lo político, más allá del verticalismo de la moral

Ahora, hay que aclarar algo. El análisis anterior no es un juicio moral ni estético. Aquí son intrascendentes afirmaciones como: “las formas culturales que se han hecho populares entre las élites ilustradas son malas y horrendas y las populares son buenas y bellas”.

El análisis político de la cultura popular gira en torno a cómo sectores “progresistas” se incorporan a la hegemonía cultural al naturalizar la idea de que sus prácticas se encuentran más allá de la cultura y asumen con ello que han logrado alcanzar un nivel superior de reflexión tecnológica, administrativa y política que ha de ser impuesto a formas “minorizadas” de cultura.

No hablamos de despreciar ingenuamente la tecnología ni las soluciones sistémicas a los problemas institucionales, sino de que para que las soluciones tecnocráticas y las institucionales puedan llegar a ser consideraras como alternativas reales, han de dar un primer paso por descentrarse del sitio de excepcionalidad y verticalidad que cómodamente ocupan en la hegemonía cultural y que han heredado desde hace cientos de años.

En palabras sencillas, se puede afirmar que ni el institucionalismo ni la tecnocracia pueden llegar a considerarse como alternativas a la hegemonía cultural heredada de la tradición ilustrada y colonial en tanto sus prácticas concretas sean el reflejo de un espíritu verticalista que desprecia el carácter popular de las prácticas y formas culturales de “los otros”.

Populismo y pragmatismo resignado: arborescencia dentro del rizoma

Pero este problema político es complejo, como se ha insistido desde el inicio, ya que muchas formas y prácticas culturales pueden producir y reproducir formas propias de la hegemonía, también “desde abajo”. Las sexy-comedias del Caballo Rojas reproducen formas culturales hegemónicas. Con esto me refiero a la constante reinscripción de prácticas de género misóginas que antagonizan con las mujeres y las minorías sexuales. En las formas culturales populares que emergen “desde abajo” se puede llegar a reproducir no solo cierto verticalismo “no-ilustrado”, sino también antagonismos que niegan a quienes quedan ubicados en los espacios de “inferiorización” de cierta cultura popular que “viene desde abajo”.

Vale la pena aquí distinguir entre populismo y lo popular.

El populismo es un concepto de moda, aunque es raro que quienes lo utilicen a un lado u otro del espectro político se refieran a la misma cosa. El abordaje randiano-neoliberal ataca al populismo por considerarlo como una forma de demagogia que acostumbra a los “pobres” a recibir beneficios materiales del Estado sin tener derecho para merecerlos. La perspectiva de la “nueva izquierda”, en cambio, lo ha asumido como una estrategia discursiva fundamental para crear un proyecto político alternativo al dominante. En este sentido, el populismo es un mecanismo para articular las demandas expresadas por el “pueblo” bajo una bandera única.

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Uno de los puntos de partida de la “nueva izquierda” populista consiste en señalar que en los últimos diez años se ha hecho cada vez más evidente que se está atravesando por un momento eminentemente populista que hay que aprovechar tácticamente antes de que la derecha haga lo suyo. Algunos consideran incluso que estamos viviendo un momento no muy diferente al que atravesó Europa antes del ascenso del fascismo y el nacional socialismo en los años 30 del siglo XX. Y claro que esta presunción está justificada, al ver la emergencia de grupos nacionalistas radicales en democracias como la Noruega o el espíritu anti-islamista y anti-refugiados en países como Alemania, en donde literalmente se ha llegado al extremo de quemar centros de refugiados con el beneplácito de la policía alemana. Así mismo, en Estados Unidos aparecimiento de figuras políticas como George Bush, Sarah Palin y más recientemente Donald Trump, ha hecho sonar muchas alarmas de alerta. Previo a esto, sin embargo, en América Latina se vio la emergencia de un tipo de populismo que ha logrado articular el descontento de diferentes sectores en cada uno de sus respectivos espacios nacionales, pero que el día de hoy parece haber iniciado un momento de dificultades, especialmente a la luz de las elecciones argentinas y la crisis en Venezuela. Por su parte, casos como el de Podemos, en España, son paradigmáticos de un trabajo de sistematización de la teoría populista en su experiencia latinoamericana.

Por nuestra parte, en Guatemala, no tenemos ninguna expresión política de izquierda que haya logrado hacer esta maniobra táctica que toma como punto de partida la dimensión política de la cultura. Las movilizaciones del año pasado ofrecían el germen para que se produjera algo como una “nueva izquierda”, basada en el desarrollo táctico-político de un plan de articulación de la multiplicidad de demandas que habían confluido en el reclamo por los casos de corrupción. Es difícil saber si ese momento ya está clausurado o si continúa abierto; si aún queda cierta estamina política que eventualmente permita vincular los deseos de la multitud.

Lo que sí puede observarse es que el miedo generado por el viral #notetoca que movieron las élites de la derecha se decantó en un fortalecimiento de un tipo muy particular de populismo. En palabras sencillas, con la elección de Jimmy Morales no asistimos a otra cosa más que a la restauración del proyecto populista de la derecha guatemalteca; populismo que ha sido el fundamento de la democracia desde la elección de Jorge Serrano. Y aquí es interesantísimo observar cómo esa maniobra política, que incluso muchos de la izquierda llegaron a asumir, se materializó como una forma cultural minimalista (no era nada más que un hashtag).

Este es un proyecto político que no dudó en recurrir a formas culturales aparentemente populares, de fácil digestión y consumo, que generan espacios de identificación entre las mayorías que, por un lado, se han sentido víctimas de la corrupción, así como, por otro lado, excluidas y traicionadas por el proyecto político “institucionalista” y “tecnocrático” de las élites de los últimos 30 años. Sin embargo, esto no quiere decir que el institucionalismo o la tecnocracia no se apoyen o instrumentalicen el populismo, ya que de hecho, después del momento populista electoral, aparecen como agentes de estabilización y neutralización de los antagonismos políticos, independientemente de si el proyecto es una forma populista de derechas o de izquierdas. En consecuencia, se podría incluso llegar a pensar que esas formas culturales de la hegemonía ilustrada eventualmente terminan operando “mercenariamente”.

A diferencia de lo que comúnmente se piensa, la hegemonía cultural no sólo emerge “desde arriba hacia abajo”, tampoco únicamente desde “abajo hacia arriba”; es decir, siguiendo un modelo arborescente. La hegemonía cultural surge y se multiplica desde todos y cada uno de los puntos existentes en el campo político-cultural; es decir, siguiendo la forma de un rizoma. Aquí hay que hacer una aclaración. El rizoma es una estructura caótica, que consta de una multiplicidad de puntos de unión multidimensional. Al contrario del modelo arborescente, el rizoma está inspirado en una raíz subterránea de la que brotan yemas y nodos articulados en una forma anárquica de vinculación no vertical. Esto es, una forma estructural multidireccional por donde fluyen formas culturales, afectos y prácticas, que se dejan ver cuando se concentran en nodos determinados, teniendo algunos de estos una extensión y duración mucho mayor que otros, por lo que son más evidentes y en consecuencia, perceptibles que otros.

El secreto para que la razón populista sea altamente efectiva consiste en que, estratégicamente, busca identificar y capturar la multiplicidad rizomática de formas de expresión cultural y sus correlatos afectivos. Las formas de expresión cultural y los afectos que busca capturar el populismo son de dos tipos fundamentales. Por un lado, están aquellas que generan afectos positivos de identificación vinculados al placer, la liviandad, el inmediatismo, pero también identificaciones en figuras mesiánicas y narcisistas que se perciben como provenientes también “desde abajo”. Por otro lado, el populismo busca capturar aquellas formas de expresión cultural que encuentran su correlato en afectos negativos de identificación, derivados de temores, miedos y ansiedades que, eventualmente, sedimentan en personajes particulares que adquieren la forma cultural del “chivo expiatorio”.

Si volvemos a nuestros ejemplos iniciales, veremos que el humor de Jimmy Morales no es muy distinto del humor del Caballo Rojas, con la excepción que Morales apela a cierta mojigatería que repica como campana celestial en las perturbadas conciencias que el cristianismo contrainsurgente logró masificar. Jimmy Morales logra generar una identificación positiva mediante los personajes de su comedia que resuenan, mal que bien, de forma agradable entre los consumidores masivos de sus productos culturales. Igualmente, se presenta como un personaje que emerge del “pueblo” que lo hace indistinto de sus votantes. Al mismo tiempo, después del descontento producido por el destape del escándalo de corrupción del caso “La Línea”, Morales logra captar y canalizar a su favor el descontento y la negatividad que había producido el gobierno del Partido Patriota, que se condensó, primero, en la figura de Roxana Baldetti y, segundo, en la de Otto Pérez Molina.

Dicho esto, una de las particularidades del populismo consiste en que siempre busca retornar al imperio de la forma arborescente para intentar domesticar “lo político”.

Sin embargo, la forma arborescente no es lo opuesto al rizoma, sino que es un nodo del mismo que ha adquirido una dimensión desproporcionada, por lo que muchas veces resulta sobredeterminante. Por eso es que el populismo es una estrategia política altamente efectiva para alcanzar el poder político del Estado, pero no necesariamente para mantener la estabilidad.

Esto es lo que por un lado hace del populismo algo tan atractivo, pero también es lo que lo convierte en algo poco efectivo para pensar las transformaciones radicales que, en su lugar, son sustituidas por una forma muy específica de pragmatismo.

Considerar que la razón populista es el único camino a seguir en tanto “no hay otra opción” ya que “si no lo hacemos nosotros la derecha lo hará antes” es lo que un amigo denomina “pragmatismo resignado” y que caracteriza como reaccionario, fatalista y acomodado a la norma del poder político que se impone como praxis político-cultural. Además, por lo menos en el caso guatemalteco, la derecha ha demostrado ser mucho más ágil para gestionar y administrar el populismo, por lo que ese pragmatismo además termina operando como una forma de fantasía contraproducente para la misma izquierda.

Lo popular: del rizoma de antagonismos a lo político

Por otro lado, no hemos de entender “lo popular” como un concepto que se opone al de populismo. Por el contrario, una concepción muy elemental e instrumentalista de lo popular es lo que hace que el populismo sea una herramienta efectiva para capturar descontentos y proveer esperanzas vacías. El problema de este tipo de pragmatismo resignado propio del populismo es que muy frecuentemente permite la perpetuación de antagonismos elementales que también circulan en el rizoma de la cultura.

Como se indicó ya, casos como el del Caballo Rojas y sus papeles en la sexy comedia expresan formas culturales misóginas que antagonizan con la existencia de las mujeres.

También las formas culturales a las que recurría el hoy presidente Jimmy Morales en sus números de comedia se traducen en prácticas que antagonizan con mujeres, indígenas, garífunas, homosexuales, con un etcétera prolongado. Por eso parece paradójico que incluso mujeres, indígenas, garífunas y homosexuales hayan encontrado en Jimmy Morales una opción política positiva.

Esto es lo que explica precisamente el concepto de hegemonía. Todas estas formas que circulan por el campo cultural pueden ser aprehendidas y reproducidas por los sujetos a los que les son directamente contraproducentes, sin que esto implique algún tipo de coerción violenta. No es exclusivamente una relación pragmático-clientelar, como plantean los análisis más corrientes, sino también una forma de interiorización hegemónica.

Pero más allá del concepto de hegemonía, quiero detenerme en algo que me parece central: los antagonismos. Uno de los “goles” políticos más grandes que la razón tecnocrática logró meter en el campo cultural fue el reemplazo del concepto “antagonismo” por el de “conflicto”, porque normalizó la idea de que conflictos siempre van a existir, así que nos tendremos que acostumbrar a ellos y a encontrar tecnologías sociales que nos permitan resolverlos “pacíficamente”. Y lo que se dice arriba es innegable, aunque conceptualmente hay una diferencia entre conflictos y antagonismos.

Los conflictos se derivan de desencuentros específicos. Por ejemplo, el conflicto entre un vecino que ama oír a todo volumen stoner rock a las 6pm y su vecino que, a la misma hora, prefiere un ambiente de silencio ya que tiene que estudiar para los finales de la universidad. Ese desencuentro, que no es solo de gustos, sino también de intereses, puede escalar de tal modo que eventualmente derive en violencia o la intervención de la policía. Ahora bien, aunque los conflictos sean interesantes, no son lo que nos preocupa en este análisis.

Cuando me refiero a antagonismo apunto a una negación existencial que una forma y práctica cultural ejerce sobre otra que, eventualmente, se traduce en la negación existencial de quienes practican la segunda. Es decir, cuando uno analiza los chistes de Jimmy Morales sobre los indígenas, lo que se puede apreciar es una forma cultural “ladina” que normaliza la negación existencial de las culturas indígenas, pero al mismo tiempo es una práctica cultural que niega existencialmente a los mayas contemporáneos.

Lo mismo sucede con su comedia sobre homosexuales, garífunas, entre otros, ya que cada uno de esos números de “comedia” niegan las prácticas culturales de quienes ridiculiza, y brinda elementos para negarle la existencia de quienes las practican.

Pero el punto aquí no es concluir un análisis pegando el grito al cielo porque el presidente de Guatemala es abiertamente racista y homofóbico. El argumento aquí es que se puede percibir una biopolítica que no opera verticalmente, desde el Estado que decide quién tiene derecho a vivir y quien ha de dejarse morir, sino que se filtra por todos los nodos y vasos comunicantes del rizoma que constituye la cultura.

Un ejemplo reciente es el de los chistes racistas y comentarios de odio que circularon entre militares y sus familiares por el perraje que utilizaron las mujeres durante el juicio por el caso Sepur Zarco. El antagonismo que se producía ante la burla y la negación de ese perraje no era más que la expresión cultural sobre la cual se sostiene y justifica la violencia que el Estado de Guatemala ejerció en contra de esas mujeres que se tradujo en el asesinato masivo y la esclavitud sexual.

Estos antagonismos se expresan en formas culturales concretas que, por un lado, pueden contribuir a perpetuar la negación existencial de quienes las practican, pero también pueden expresar la prevalencia y la repolitización del rizoma de la cultura.

El ejemplo del perraje es fundamental para continuar este argumento. Uno de los efectos que no se esperaban los militares contrainsurgentes y los familiares que los apoyan es que ese mismo perraje se convertiría rápidamente en una forma cultural que representa el valor de las mujeres que han sido negadas por el Estado de Guatemala. Pero más interesante aún es que esta forma material de cultura ha iniciado una vida propia, por medio de representaciones visuales que circulan por redes sociales y medios de comunicación a nivel nacional e internacional.

Y es en este punto en donde encontramos ya una posible forma de aproximarnos a lo popular de un modo que no caiga necesariamente en el pragmatismo resignado del populismo.

Aquí vemos que las formas culturales populares emergen no desde abajo, como se sugiere en la estructura arborescente, sino desde la multiplicidad que conlleva el rizoma de intersecciones en las cuales se manifiesta el antagonismo. Pero esta forma de expresar lo popular no busca enaltecer la negación existencial de los “otros”, sino que pretende encontrar el germen político de articulación que reside en la capacidad de prevalecer y expresarse que tienen aquellos que son sistemáticamente negados en comedias como la de Jimmy Morales y/o Alberto Rojas, el Caballo.

Esto significa también asumir una postura crítica ante el elitismo que se puede reproducir en consumos culturales como el de Eco, no solo porque estos forman parte de la industria cultural únicamente interesada en crear un mercado cultural, sino porque la misma lógica elitista, es decir, la forma arborescente, estructura la relación entre el consumo de la “alta cultura” en oposición a la “cultura popular” y trae consigo ya el germen de negación antagónica de lo popular que prevalece en la microfísica cultural de los antagonismos.

Un reto de esta naturaleza no puede consistir en actos de usurpación cultural o la reiteración de frases “solidarias” (como los famosos “yo soy feminista, queer, etc.”, que se enuncian desde posiciones hegemónicas de privilegio) que devuelven la atención hacia las élites “moderadas”, los “buenos patrones” o el esclavista “sensible”, anteponiéndose de nuevo a aquellas formas culturales populares y a quienes las practican.

Lo popular, entendido como esa expresión fundamental que emana y prevalece ante la negación de la cultura hegemónica, tiene que funcionar en sus propios términos. Esos términos se desvelan durante el desarrollo de los procesos políticos mismos y pueden llegar incluso a articular cosas tales como las prácticas religiosas y las luchas sociales. Las mujeres de La Puya son un ejemplo: ante la violencia inminente de los antimotines, se arrodillan y rezando provocan una fisura en el campo cultural hegemónico en el que se acostumbra representar a los protestantes como “huevones”, “terroristas”, “bochincheros”.

Esta forma de emergencia de lo popular, que parte del rizoma de antagonismos y que fundamenta la micro, meso y macro física de lo político (aquí lo político tiene una naturaleza plural), se puede observar en los ejemplos de la danza y música del Grupo Sotz’il, que reconstruye y reposiciona el arte kaqchiquel en el campo cultural. Un tipo de arte que, desde la época colonial, ha sido sistemáticamente perseguido y se ha buscado su erradicación. También se encuentra el hip-hop de Rebeca Lane, que transgrede la normalización de formas simbólicas y físicas de violencia de género en espacios populares urbanos. O incluso el uso del lenguaje personajes de redes sociales, como Rex Mamey, que diariamente confronta personajes oscuros acostumbrados a la impunidad en Guatemala.

Así mismo, existen esfuerzos más articulados de formación política/cultural, que eventualmente pueden llegar a aglutinar otras posiciones populares, como el llevado a cabo por la Universidad Ixil, que, en un permanente proceso de aprendizaje de los usos y saberes de los abuelos, combinado con el aprendizaje de usos y tecnologías “contemporáneas”, ve hacia el futuro para buscar mecanismos que contrarresten la imposición cultural y política.

Hay muchísimos ejemplos más que escapan a esta reflexión. El punto, sin embargo, es que ya no es posible seguir pensando lo político como una dimensión desvinculada de la(s) cultura(s) popular(es). Lo político, en tanto es definido por la ubicación que le asignan los antagonismo que se multiplican por el rizoma de la cultura, emerge desde y hacia lo popular. Esas formas populares de expresión cultural pueden contener el germen de articulación del mundo del mañana. La forma en que esas expresiones populares podrán articular esa otra política ha de ser discutida ampliamente entre y desde esas formas de prevalecer ante los antagonismos que expresa la hegemonía cultural-política. ¿Acaso no es ese es el debate político que puede ofrecer realmente una alternativa?

Como se ha indicado arriba, este ensayo no buscaba elaborar una crítica moral a los proyectos institucionalistas, tecnocráticos y populistas de las “nuevas izquierdas”. Se trataba de hacer una reflexión crítica sobre la relación verticalista, elitista y despolitizadora que estos proyectos tienden a producir. En contraposición, se ha argumentado que lo popular existe de forma diseminada desde todos los nodos que articulan el campo político cultural y que es desde ahí, desde los antagonismos que niegan formas determinadas de existencia (de formas y prácticas culturales), que se dan los procesos más profundos de re politización. También se ha argumentado que es desde ahí, desde las experiencias mismas de negación, que han de emerger las formas y prácticas alternativas de ejercicio político, ya que esas experiencias condensan todo aquello que el sistema defiende; es ahí dónde, posiblemente, la hegemonía no ha permeado. 

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