Y, en el caso de las elecciones generales a celebrarse dentro de un año, resulta adecuado aplicarlo toda vez que los acontecimientos acaecidos desde el 2015, con la mayor crisis política de la historia guatemalteca, no lograron generar cambios reales y necesarios para corregir la debacle que han caracterizado al Estado y a la sociedad guatemalteca, por lo que lamentablemente tendremos más de lo mismo.
El año que falta para las votaciones no es suficiente para pensar objetivamente que algo diferente pasará. No cabe duda de que la naturaleza colonizada del guatemalteco nos reduce a soñar y desear, a conformarnos con la vida que llevamos, a pensar que todo lo que pasa, malo en su mayoría, es normal. La algarabía democrática plasmada en las plazas se ahogó en los discursos y en los centralismos urbanos, diferentes a los planteamientos de comunidades y pueblos. A pesar de su incoherencia y desarticulación política, las manifestaciones de la capital recibieron la atención de los medios nacionales e internacionales, que así maximizaron su realidad coyuntural y pensaron que era el inicio de otra primavera al mejor estilo ladinocéntrico y urbano.
Las luchas cívicas de los pueblos se minimizan, criminalizan y tergiversan. No son normales dentro del estrecho concepto de democracia a la occidental. La democratización es tarea de un sector reducido, del que ejerce el poder (el poder se ejerce, no se tiene, según Foucault [1]), y en ese sesgo las carencias, contradicciones, imposiciones y ensoñaciones resquebrajan cualquier intento de unidad nacional en pos del desarrollo humano, participativo e integral.
Las manifestaciones de las plazas se orientaron contra la corrupción en el Gobierno sin incluir a los que realmente ejercen el poder ni a los diputados, a quienes hoy, envalentonados, nada los mueve ni conmueve. La prueba es la sucesión de los llamados pactos de corrutos. A pesar de que los partidos más poderosos ya no existen, la constelación de micropartidos es tierra fértil para politiqueros y financistas que seguirán en su práctica de tenerlos a su servicio. Unos cayeron, y los espacios que dejaron ya han sido ocupados por otros que financian actividades en el interior del país y buscan cómplices para asegurar espacios de poder municipal, departamental y nacional. El problema es que hay muchos que les hacen segunda llevando a cabo actividades sutiles que disfrazan la campaña anticipada. Son los mismos, las mismas prácticas, la misma indiferencia de la población, y por supuesto habrá los mismos resultados.
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El financiamiento ilícito disminuirá, pero no desaparecerá. Igual la dedocracia: esa práctica de designar antidemocráticamente a los que ocuparán cargos de elección popular sigue. En la realidad local se ve a jóvenes activando. Algunos ya han militado en partidos tradicionales desaparecidos contactando gente, viajando a municipios en busca de candidatos para alcaldías para involucrarlos en la lucha partidaria. Y esta juventud ya anda pregonando que son los que encabezarán los listados para diputaciones. La duda es si las asambleas municipales y departamentales ejercerán la democracia. ¿O solo son figuras decorativas para avalar las decisiones de los que ejercen el poder, y no los que deberían tenerlo como afiliados de la asamblea partidaria?
Los micropartidos políticos que participarán no han planteado programas de gobierno para enfrentar la crisis que constantemente emerge de la realidad: pobreza indígena, conflictos sociales, desempleo, migración, violencia, minería, etc. Por el momento no se menciona ni integra la variable indígena en el proceso político. Para los politiqueros es un tema tabú cuyo tratamiento será el mismo que han hecho tradicionalmente: incorporar algunos rostros indígenas. Mejor si portan indumentaria maya, hablan algún idioma, se autonombran representantes indígenas y, mucho mejor todavía, son sumisos ante los que ejercen el poder. La lógica vigente es acaparar a las comunidades indígenas en visitas esporádicas llevando regalos, ejerciendo la demagogia, haciendo publicidad de superficialidades y, en última instancia, aprovechando la gran pobreza de la gente, acarreándola y pagando los votos.
En el abanico político de derecha a izquierda no se vislumbra ninguna acción que tienda a aprovechar la coyuntura crítica para hacer planteamientos que tengan contenidos importantes, motiven a la sociedad y la mejoren. Tampoco tendrán interés, tiempo y capacidad para ello, por lo que al final harán lo mismo que los partidos y los politiqueros depurados por la justicia. Y, lamentablemente, la sociedad seguirá a la par sin reaccionar.
[1] Foucault, Michel (1979). Microfísica del poder. España: Ediciones de La Piqueta. 2a. edición.
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