Tal vez como observadores externos de nuestra propia vida conseguiríamos hacer descubrimientos reveladores. No una epifanía, pero, si nos vemos con mucho cuidado, podríamos al menos cuestionar algunas normalidades que resultan ser la causa de nuestros males y desgracias en lo personal y en lo social.
Si lanzamos una pelota al aire, subirá una distancia indefinida y luego caerá. Eso es lo normal, y cualquier otra cosa nos hará pensar y buscar una explicación. Aprendemos desde chicos que hay cosas normales y cosas que no lo son. Llamamos anormal a aquello o aquellos que no hacen lo que se supone.
Si su esposo o novio acostumbra hacer chistes a su costa y ridiculizarla, a fuerza de repetición puede convertirse en normal. Si los padres delegan en los gadgets electrónicos la responsabilidad de entretener a los hijos para que importunen lo menos posible, la comunicación escasa y pobre se vuelve normal. Y así, a fuerza de repetición, terminamos viviendo en una atmósfera tóxica pero normal. Dejamos de cuestionar cosas y las aceptamos sin chistar.
Veamos con cuidado algunos ejemplos externos. Dicen que los mejores chocolates son belgas, y quienes tienen los ingresos necesarios los compran como algo muy especial. No importa que en Bélgica no se produzca cacao. Los cafés más finos son italianos, aunque en ese país no se cultive el café. Y todos nos dicen que Guatemala produce el mejor café del mundo, pero es normal que nunca hayamos tomado una sola taza de ese mejor café del mundo porque se va para Italia.
Se nos hace normal que las personas más seguidas en las redes sociales no sean filósofos, poetas o maestros, ni siquiera líderes religiosos o deportistas. Son personajes que rebosan banalidad, gozan del exhibicionismo y venden morbo. Son celebridades extravagantes.
¿Acaso no es normal que en Ámsterdam se formen largas filas de personas que quieren comprar boletos y hacer un tour por la casa donde vivió en cautiverio forzado una niña llamada Ana Frank? Triste inmortalidad para un ser humano que irradiaba optimismo y amor por la vida. A nadie le interesa qué pensaba y sentía Ana Frank. Solo se quiere conocer el oscuro rincón donde se escondía. Los turistas llegan de todas partes y compran libros, estampas, botones publicitarios y todo tipo de productos con ese nombre convertido en marca. Es normal mientras Europa vive una crisis inédita de refugiados. Vamos a ver la casa de Ana Frank y después a votar por que los refugiados no sean admitidos.
Es normal que las empleadas domésticas trabajen más de ocho horas diarias por un salario por debajo del mínimo, que se use la palabra viejo como insulto, que nuestros niños molesten a los niños ajenos por ser gordos, flacos, muy callados o un poco diferentes. Normal es no regatear en el supermercado, pero sí hacerlo con la señora del canasto, prestar libros y no devolverlos, llamar idiotas a quienes no comparten nuestras opiniones, hablar mal de quien no está presente y juzgar por las apariencias.
Quizá sea tiempo de rebelarse contra la normalidad alienante. De negarles el derecho de admisión a los comentarios sexistas, a la xenofobia disfrazada de humor, a la violencia que antecede a la expresión «no sabe con quién se mete», a la falta de cortesía en el tráfico, al robo de parqueos a quienes los esperaban antes que nosotros, al lenguaje políticamente correcto como conveniente disfraz.
Ver esa película de ayer puede cambiar nuestra vida, pero sabemos que eso no es posible. Lo único que se puede hacer es vigilarnos a nosotros mismos como si estuviéramos detrás de una pantalla.
Se trata, ni más ni menos, de una oportunidad para demostrar que somos auténticos, de ser anormales por algunos días con tal de acercarnos. Después de todo, eso debería ser una persona normal.
Más de este autor