La homosexualidad es usada para dirigir voluntades: ¡qué hueco te ves cuando te manda tu mujer! De la misma forma que el placer femenino: ¡te van a decir puta si salís con muchos hombres, si gozas del orgasmo! Más que una hipótesis represiva, el sexo nos demuestra cómo el poder produce fijando objetivos, gobernando almas, creando cuerpos, controlando placeres y regulando multiplicidades.
Foucault, en Historia de la Sexualidad I, propone que la hipótesis represiva sobre el sexo carece de sentido. Al sexo se lo hace hablar, actuar, se ejecutan operaciones de vigilancia, control, corregimiento y sanación. Todos hablan de sexo, incluso cuando dicen no tenerlo. ¿Quién habla más de sexo, los mojigatos o los libertinos?
En el sexo confluye uno de los más peculiares objetivos de poder. Los discursos sobre el sexo tratan de establecer la “verdad” del sexo. Pero como siempre, hay diferencias. La relación saber-poder del sexo opera como una especie de reflejo de las prácticas rituales más arraigadas en las sociedades.
Muy al inicio de ese trabajo, Foucault hace una distinción básica entre el ars erotica y la scientia sexualis. Con ella siembra dos mojones de referencia para analizar cómo se pretende sacar la verdad del sexo. El ars erotica, ha aparecido en distintas y numerosas sociedades de la “antigüedad”: Japón, Roma, India, China. Mientras que la scientia sexualis parece ser más una característica de las sociedades modernas (la chapina, en eso, es sumamente moderna).
En la primera, “la verdad es extraída del placer mismo, tomado como práctica y recogido como experiencia; el placer no es tomado en relación con una ley absoluta de lo permitido y lo prohibido ni con un criterio de utilidad, sino que, primero y ante todo, en relación consigo mismo, debe ser reconocido como placer, por lo tanto, según su intensidad, su calidad específica, su duración, sus reverberaciones en el cuerpo y el alma. Más aún: ese saber debe ser revertido sobre la práctica sexual, para trabajarla desde el interior y amplificar sus efectos”.
Esas sociedades construyen un saber que debe permanecer en secreto. No por alguna especie de mojigatería infame, sino que, siguiendo la tradición, la intensidad del placer perdería su eficacia si el secreto llegara a divulgarse, a vulgarizarse. En esas sociedades, pues, es esencial la relación con un maestro poseedor del secreto. Dominar el arte sexual conllevará dominar la intensidad de los placeres, que a su vez permitirían un “dominio absoluto del cuerpo, goce único, olvido del tiempo y de los límites, elixir de larga vida, exilio de la muerte y de sus amenazas”.
Nuestras sociedades, por el contrario, en lugar de preocuparse por una búsqueda de la verdad en la erótica de la vida, se preocupan por otras cosas. La muerte del enemigo, la reglamentación sacramental, la pedagogización del sexo del varón, la histerización de la mujer, la patologización de la homosexualidad, la guerra contra la masturbación infantil (la famosa inocencia del niño) y los goces públicos del cuerpo: la ley, la autoridad, la norma.
Según el autor, desde la edad media la confesión se pone en el centro de nuestros rituales más sagrados. De controlar el pecado se transita a corregir las “enfermedades”. El confesionario y el diván son espacios en los cuales el secreto es contado. El privilegio del cura, del psiquiatra, del psicólogo es el mismo. Aunque las operaciones discursivas son distintas, persiguen el mismo objetivo: ¡controlar! Cuántas tristes historias he escuchado de preocupados padres que llevan a sus hijos al analista para que les cure “su” homosexualidad, a sus hijas con el pastor para que la haga arrepentirse de sus pecados carnales.
Intensidades radicalmente opuestas las del ars erotica y la scientia sexualis. Una intensifica el placer, la otra intensifica el control. Las sociedades que han hecho del sexo una ciencia de la normalización establecen anomalías, perversiones, desviaciones. Corrigen, castigan, gobiernan. Nuevamente, no es que se reprima el sexo. Sino que el sexo se convierte en un objetivo del poder. Se hace hablar al sexo, se lo disecciona en procedimientos ortopédicos, metodologías científicas. Se encuentran curas a la enfermedad masturbatoria del infante compulsivo, terapias de pareja, grupos de ayuda mutua. El placer sexual es perverso si se goza fuera del matrimonio, aberrante si se lo busca homosexualmente, transexualmente, polígamamente, a ciertas edades. ¡Sí!, los abuelitos también tienen sexo. La hipótesis represiva no tiene sentido. Tanto ars erotica como scientia sexualis producen. Producen sociedades, discursos, poderes. Un poder posiblemente más centrado en la vida, el otro en el dominio.
En suma, el sexo tiene esa cualidad cuasi mística: representa una especie de “caosmos” desregulado, amenazante. Las sociedades modernas han llamado al orden, ejerciendo controles sobre los cuerpos, disponiendo, orientando voluntades. La guerra contra la masturbación infantil tiene como objetivo de poder producir niños más obedientes, con “conciencias perturbadas”. La guerra contra el libertinaje de las mujeres (las llamadas feministas), contra la homosexualidad, la lucha por la castidad de las niñas bien, produce sujetos dóciles, sumisos, manipulables, controlables, gobernados. El sexo es ese sitio por excelencia por donde el poder circula. Pero al final, ¿qué está fuera del poder? ¡Nada! La pregunta podría ser, entonces, ¿cómo se hace otra cosa del poder, del sexo? ¿Acaso es posible el retorno a una especie de ars erotica?
Más de este autor