Los que ocupan hoy los escaños de representación popular (salvo honrosas excepciones) no son otra cosa que operadores del capital que los puso allí vía el financiamiento lícito e ilícito utilizado para comprar voluntades y montar maquinarias mediáticas cada cuatro años. Este sistema de ordenamiento de lo político les resulta eficiente para generar rentas en lo público y privilegios en lo privado al capturar las funciones regulatorias inherentes al Estado.
No se necesita mayor ciencia para comprender de qué va la pugna actual entre quienes se niegan a que este sistema pierda sus propiedades como distribuidor de privilegios y quienes desean construir un orden de convivencia social menos mezquino.
Los actuales representantes en el Congreso han demostrado (al menos hasta el pasado 15 de septiembre) que pueden hacer lo que se les da la gana o casi todo lo que se les dé la gana toda vez que tengan tomada la llave de acceso al poder político sin ningún tipo de control o escrutinio real por parte de quienes los llevaron al poder por medio de las urnas. Hoy dicha llave depende de alimentar la compra de votos a través de dádivas y obras para la población pobre, de trabajo o promesas de trabajo dentro del Estado para quienes se aprestan servilmente a mover la maquinaria partidaria y de un gasto obsceno en campañas publicitarias y campañas negras dirigidas a una clase media tradicionalmente conservadora y que se imagina a sí misma más consciente, pero que siempre acaba siendo asustada por el petate del muerto del populismo y acaba votando por el menos peor.
Si estos factores siguen siendo las claves del éxito para acceder al poder político sin restricción alguna, cualquier lucha contra la impunidad y contra la corrupción será una quimera. La risa estúpida y oronda del cobarde jefe de bancada del partido FCN al saber que su testaferro en el Ejecutivo se libraba del desafuero es el reflejo del anterior estado de cosas en el sistema político actual. Esa separación abismal entre la ciudadanía y el poder del Estado capturado hace que el clamor ciudadano se convierta en mera impotencia, y sobre esta mantienen su hegemonía esos que aplauden y berrean sus pactos de impunidad como los vulgares delincuentes que son, sabidos de su monopolio sobre el poder de las instituciones y de la legalidad secuestrada por medio de la adulteración electoral, que esta vez intentaron blindar sin éxito.
Es verdad que nuestra nación nació como un desafortunado pacto de impunidad entre élites que deseaban sustraerse de la autoridad española y dejar de compartir con esta la riqueza de la explotación colonial, en un pacto no muy diferente de los que se cuecen en el Congreso y el Ejecutivo hoy en día. También es cierto que Jorge Ubico recibió Q200 000 por parte de un servil Congreso por sus valiosos servicios a la nación, en un acto desvergonzado no muy diferente a los mentados bonos dados por el Ejército al presidente, los cuales le otorgaban cierto crédito al señor Morales cuando cínicamente afirmaba la normalidad de la corrupción.
Pero, si hemos sido ese paraíso de impunidad y corrupción desde siempre, ahora hay una sustancial diferencia: somos más conscientes de ello y contamos con más herramientas de comunicación que nos permiten percatarnos de ello y no quedarnos de brazos cruzados. Así pues, preguntémonos si deseamos vivir bajo esas mismas condiciones para siempre, si podemos seguir viviendo en este chiquero que nos degrada como ciudadanos de un supuesto orden republicano.
Lo que se ha intentado forjar en estos días no solo es un pacto de impunidad. Es un pacto de cobardía de parte de quien sabe que tiene el sistema político cogido por el mango. Por eso se han dado el lujo de dorarnos la píldora con reformas electorales de primera y segunda generación, cuando la reforma electoral debe ser contundente, pues la única reforma que tiene sentido es la que logre librar los candados que tienen capturado el sistema político por medio de la plutocracia, esos que hacen del sistema político un rehén en un secuestro legitimado por la misma población cada cuatro años.
Volver a votar en 2019 en estas condiciones será volver a reproducir este mismo estado de podredumbre política. No se trata de votar por el más idóneo, sino de desmontar el aparato que permite que los menos idóneos en el sentido político y moral lleguen o se vean tentados o seducidos por quienes siguen sosteniendo el monopolio de lo político a través de la compra del evento electoral. Esta es la batalla que debe ser librada ahora: las reformas electorales que hasta ahora han apuntado al síntoma, y no a la causa. El diseño institucional del acceso al poder político debe responder de manera incisiva al desafío de cortar los incentivos perversos que alimentan lo electoral y orientan a la clase política a competir por los favores económicos privados para continuar su rentismo dentro del Estado.
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