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¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!

Radamés "Juni" Figueroa, Sin Título (Tropical Ready-Mades), 2007-2011.
Radamés "Juni" Figueroa, Sin Título (Tropical Ready-Made), 2009.
Radamés "Juni" Figueroa, Sin Título (Tropical Ready-Made), 2011.  Cortesía de Revolver Galería.
Radamés "Juni" Figueroa, Sin Título (Tropical Ready-Made), 2010.  Cortesía de Preteen Gallery
Radamés "Juni" Figueroa, Sin Título (Tropical Ready-Made), 2010.  Cortesía de Preteen Gallery
Radamés "Juni" Figueroa, Sin Título (Tropical Ready-Made), 2007
Radamés "Juni" Figueroa, Sin Título (Tropical Ready-Made), 2007
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¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!

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Texto del escritor colombiano Juan Sebastián Cárdenas, emparejado con obra del artista puertorriqueño Radamés "Juni" Figueroa. [Más arte y literatura contemporánea de América Latina en Suelta]

El autobús se ha detenido para que los pasajeros bajen a estirar las piernas.

Todavía indeciso, percibo entre sombras los movimientos perezosos de los turistas, bultos que se rozan, algunas frases sueltas en otros idiomas, el traqueteo del motor, el olor a gas. Sobre la ventanilla empañada se pegotea una luz pálida, atravesada de vez en cuando por manchas oscuras. A mi lado, Valeria duerme plácidamente con la cabeza bien envuelta en un chullo de lana. Le pregunto si quiere bajar. Valeria niega con la cabeza y balbucea. Paso junto a ella intentando molestarla lo menos posible y salgo del autobús. Afuera hace un frío de muerte. Cada cabeza despide bocanadas espesas.

A nuestro alrededor hay algo que podría ser un pueblo o una especie de barrio periférico a medio construir: tubos de alcantarillado amontonados junto a las aceras, calles amplias casi anegadas de lodo, muchas casas en obra negra. El alumbrado público se limita a un escuálido farol cada tantos metros y no parece cumplir otra función que la de acompañar los revoloteos de las polillas. El único lugar donde se ve algo de movimiento es una cafetería en cuyas puertas reconozco el pegote de luz que había en mi ventanilla empañada.


Dentro del local la gente se agolpa frente al mostrador para pedir bebidas calientes. En la trastienda hay una larguísima fila para entrar al único baño. Espero mi turno. Después de quince minutos a la cola consigo entrar al cubículo. Se trata, en realidad, de una letrina sucia, un agujero profundo con un gran asiento de madera debidamente acondicionado para hacer las veces de sanitario. Mientras orino escucho unos tenues ladridos que parecen provenir del agujero. Ladridos de cachorros.

Tardo un rato en confirmar que no se trata de una ilusión acústica. Salgo y les comunico mi hallazgo a las personas que esperan en la fila. Algunos me miran con aire de reproche. Voy al mostrador y hablo con una mujer mayor. “Mucho perro hay ya”, explica con su sintaxis aimara. Perplejo, le pregunto si los cachorros han sido arrojados a la letrina adrede. Ella se ríe con picardía. Vuelvo al cubículo saltándome la cola. A pesar de que abundo en explicaciones recibo algunos insultos. Junto a tres curiosos aguardo delante del agujero. El olor es casi insoportable. Nos tapamos la nariz. Pasan unos instantes pero ya no se escucha nada. “No puede ser”, dice una de las mujeres que ha entrado conmigo al cubículo, “habrá sido una impresión”. Les pido que esperemos un momento pero ya es hora de volver al autobús.


Conservo copia de una vieja fotografía tomada en el Cementerio Central de Bogotá. La imagen en blanco y negro muestra una hilera de cadáveres tendidos a lo largo de un pasillo, al pie de una pared llena de nichos con tumbas normales. Se pueden contar con facilidad unos diez o doce muertos antes de que la distancia y el amontonamiento desdibujen los contornos que separan unos cuerpos de otros. Muy al fondo, marcando el punto de fuga, se ve un amasijo oscuro: son personas vivas, vestidas de luto. A la derecha de la imagen, recostados sobre unas columnas, hay otros cuantos hombres que, a juzgar por su postura relajada, parecen simples testigos. Un intenso resplandor entra desde la derecha de la imagen y deja hilachas uniformes de luz por todo el espacio.


El tiempo de exposición es prolongado, de modo que todas las figuras de los curiosos salen movidas, sin rostro. Sólo los muertos aparecen bien enfocados, los ojos hundidos y entreabiertos, las señales de violencia. Unas bocas cerradas, otras no. Las prendas muy claras, los tonos matizados, los gestos involuntarios de las manos, los zapatos apuntando al cielo. Son figuras sólidas que contrastan con los brochazos de tinta disuelta que dejan los vivos a su alrededor. Uno de estos fantasmas, un hombre de sombrero y saco, bastante encorvado, hace pensar en un buitre que en medio de tanta abundancia hubiera perdido el apetito. Pero esa asociación es quizá demasiado cruel y burlona. Pensándolo mejor, la aparente indolencia de aquel hombre encorvado podría ser una ausencia absoluta de respuesta, el grado cero de la presencia enfrentada a la aparición de un signo excesivo. Yo en su lugar posiblemente habría hecho lo mismo: observar, pasearme frente a los cadáveres durante un buen rato y luego recostarme en una de las columnas a recibir el calor del sol en la espalda. 


Siempre me ha irritado la idea de que las drogas sirven para entrar en contacto con mundos trascendentes. Y me irrita que las metáforas asociadas al uso de estas sustancias provengan de la retórica de la catequesis: elevación, entidades angélicas, estados etéreos, luz. El uso religioso que pueda darle a las sustancias cualquier persona criada en una cultura de raíz cristiana desemboca invariablemente en un misticismo kitsch. La ideología religiosa lo que hace es reconducir una experiencia límite de conocimiento hacia el terreno de la vigilancia. Así, lo que podría ser útil como una tecnología del aprendizaje, en la medida en que problematiza nuestra relación con el cuerpo y el lenguaje, se convierte en una herramienta de control que opera con el viejo truco de atribuir la misma respuesta idiota a todas las preguntas posibles. 


Un caballo corre desbocado por la línea del horizonte. Un soldado del ejército perdedor sale a su encuentro e intenta detenerlo, pero el animal está como endemoniado. El soldado ve que de las alforjas sujetas a la montura se ha caído un papel. Se trata de una carta. El soldado rasga el sobre y un líquido de color violeta mana del interior. Pronto, aquella sustancia viscosa, casi sólida, devora todo el cuerpo del soldado y regresa al sobre. Tras unos segundos de digestión, la carta escupe los huesos del soldado. El sobre se cierra como si nunca hubiera sido abierto por nadie. El viento lo arrastra.


A los catorce años adquirí el hábito de acampar en los bosques que había en los alrededores de la finca de mis padres, en un remoto paraje del municipio de Cajibío. Mis rutas seguían siempre un mismo patrón: caminaba a lo largo de las vías abandonadas del Ferrocarril del Pacífico y en algún punto me internaba monte adentro hasta que encontraba un buen lugar para montar la carpa. Cuando oscurecía encendía una pequeña hoguera en la que asaba salchichas. Ya en aquel entonces las compañías madereras habían hecho estragos en la zona, eliminando los árboles nativos y plantando en los campos previamente arrasados millares de pinos y eucaliptos que se chupaban el agua. La tierra estaba cada día más seca. En los meses de viento, inmensos remolinos de polvo se arrastraban por los caminos y llegaban hasta los caseríos, donde la gente se había acostumbrado a tener los ojos sucios. Y a pesar de ello, en los terrenos más alejados de los pinares, todavía quedaban guaduales y bosques frondosos donde los enormes guayacanes florecidos amarilleaban entre todos los matices del verde. Allí, si uno era capaz de quedarse inmóvil y en silencio durante un buen rato, podía ver aparecer una familia de periquitos, colibríes zumbantes, cernícalos colorados, milanos, pichojués... Esos eran los lugares que yo elegía para acampar.
Una noche, mientras comía salchichas delante del fuego, surgió de entre la maleza un grupo de cuatro mujeres, tres niños y un perro. Saludaron alargando las sílabas y me pidieron permiso para acompañarme. Una de ellas, una campesina flaca con machete al cinto, me explicó que venían viajando desde lejos y que estaban cansados después de haber caminado todo el día. Les ofrecí compartir mis salchichas. La mujer del machete dijo que ella traía su propia comida pero que igual necesitaría el fuego. No tardó ni cinco minutos en montar una olla de arroz y otra de agua para cocer la yuca que habían recogido por el camino. También traían una buena cantidad de tasajo en una bolsa de plástico. Comimos en silencio. Los niños y las otras mujeres eran más reservados, hablaban en murmullos, con la boca llena, y me sonreían desconfiados. Cuando terminamos de comer, la mujer del machete rezó en voz alta tres Padrenuestros y tres Avemarías por los que se quedaron atrás, por los esposos y por los hermanos. Luego todos nos fuimos a dormir, yo en mi carpa y ellas con sus hijos en los chinchorros que guindaron en unos guamos. Entré al sueño muy despacio, oyendo a las mujeres reírse, murmurar y llorar bajito entre los castañeos del fuego.
Al día siguiente, cuando desperté, ya se habían ido. Entre las cenizas me dejaron un bultito de arroz envuelto en una hoja de plátano recién cortada.


Un caimán calienta su sangre fría en las arenas del río. Bajo el agua hay una antigua ciudad sumergida. La oficina de correos es lo único que continúa funcionando, el último estertor de una civilización olvidada.


En 1953 William Burroughs llegó a Colombia en busca de ayahuasca. Entonces aún existía la creencia popular de que uno de los principios activos de la Banisteropsis caapi era un compuesto químico bautizado como telepatina. Obsesionado como estaba con la idea del control y la comunicación telepática, Burroughs se internó en las selvas del Putumayo para comprobar los efectos de la sustancia. Después de una primera expedición fracasada y gracias a la ayuda del etnobotánico Richard Evans Schultes, Burroughs pudo por fin tomar ayahuasca con un chamán a pocos kilómetros de Mocoa. Fue quizás una de sus peores experiencias con drogas: vómitos, alucinaciones, pérdida absoluta de control, angustia. Con todo, la carta que le escribe a Allen Ginsberg una vez de vuelta en Bogotá está llena de irónicas descripciones sobre la situación de la región y detalles de la expedición. Es la carta de alguien que cree en la realidad. 


Cuando le conté a Valeria la historia de los cachorros en la letrina, ella elaboró dos hipótesis: la primera es que se tratara de una ofrenda a la Pacha Mama; la segunda es que no fueran perros, sino astutas ratas que imitaran los tiernos ladridos de los perros como una estrategia para salir del agujero.


Atravesábamos el valle del Patía por un camino polvoriento cuando el motor del Chevrolet se apagó. Ni mi amigo ni yo sabíamos nada de mecánica y el pueblo más cercano estaba a unos veinte kilómetros. Resolvimos esperar a que pasara alguien. El calor era tan sofocante que el paisaje desértico fluctuaba por todas partes. El canto de las chicharras se hacía cada vez más intenso. Nos estábamos deshidratando. De pronto apareció una camioneta blindada de la que salieron dos hombres armados. Nos pidieron que nos bajáramos del carro. Intentamos no parecer nerviosos mientras dábamos explicaciones. Uno de los tipos nos preguntó si teníamos propiedades por la zona. Mi amigo dijo que no, pero que veníamos justamente de pasar un fin de semana en la finca de la familia A. “Gente decente”, dijo el tipo con suspicacia. “¿Y de qué conocen a la familia A?”. Mi amigo respondió que eran vecinos suyos de toda la vida. El tipo sonrió como dándonos a entender que nos consideraba de su bando. “Los llevo hasta el pueblo”, dijo, “allí hay un mecánico amigo”. Nos subimos a la camioneta blindada. Ellos percibían nuestro nerviosismo y parecían disfrutarlo. Sonreían al echar miradas furtivas por el retrovisor. Un rato más tarde se olvidaron de nosotros y se pusieron a hablar de una ciudad con la que uno de ellos había soñado la noche anterior. Una ciudad fabulosa, con rascacielos de acero y cristal oscuro, autos voladores, vistosos letreros de neón y muchas iglesias de altas cúpulas doradas. Una ciudad construida en el desierto. 


Interior del hotel Doña Panchita. Un hombre se asoma a la ventana. Por la calle pasa un desfile del ejército perdedor que regresa a casa para celebrar la derrota. El cajón del nochero a sus espaldas empieza a vomitar el líquido violeta.


El vértigo de la utopía: el mundo verdadero no ha llegado, vivimos en la apariencia, esto que vemos es sólo una sombra, la versión pálida de lo que vendrá. Desde Platón hasta el nazismo, los que hacen el mundo desdeñan o en el mejor de los casos instrumentalizan lo que se les ofrece aquí y ahora. Incluso para un materialista como Marx, la realidad bajo el capitalismo se presenta como una fantasmagoría que engaña nuestros sentidos con el opio de la mercancía. A esta tradición, que concibe lo real como una metáfora de otra realidad más verdadera, habría que oponer una noción diferente en la que lo real sólo fuera metáfora de sí mismo, acaso visto de otra manera. Ya no habría desocultamiento de la verdad sino revelación de lo obvio.


“Creo que la gente que hace el mundo es la que no cree en la realidad, como por ejemplo, durante siglos, los cristianos” (Édouard Levé, Autorretrato).


Un automóvil negro se detiene frente al edificio del Gobierno Central. Alguien se acerca al vehículo y recibe un sobre de una mano que sobresale por la ventanilla entreabierta.


“Según esta versión de la realidad, el mundo tendría una naturaleza irónica, parece decir una cosa cuando en realidad dice otra. De modo que todas las tecnologías del yo (de los discursos y del pensamiento) que pone en práctica el vitandín estarían destinadas a emular la ironía del mundo y, haciéndolo, afrontar las tempestades de la vida y atenuar el dolor que oscurece las cosas. Como si esa vida propia que despliegan las estrategias de la subjetividad fuera patrimonio del mundo más que de ella misma, como si el mundo entero pudiera tener cabida en ella. Un yo cómplice de la ironía del mundo, que reconoce no lo que el mundo dice, sino lo que muestra, lo que da a entender sin decirlo” (Juan Arnau, Arte de probar. Ironía y lógica en India antigua). 


No creo en William Burroughs como icono pop de la psicodelia. Creo en William Burroughs como filósofo, moralista, brillante fabulador y maestro de la ironía. En su correspondencia con Allen Ginsberg se puede apreciar la diferencia. Mientras Ginsberg habla del “Gran ser” y de un “gran agujero negro como de Nariz de Dios” a través de la cual se asoma a un misterio “rodeado de toda la creación”, Burroughs deja de lado cualquier tentación religiosa y se sumerge en el fenómeno: “Migraciones, viajes increíbles por selvas y montañas (estasis y muerte en cerrados valle de montaña, donde surgen plantas de la Roca, y enormes crustáceos eclosionan en tu interior, y rompen el cascarón del cuerpo), atravesando el Pacífico en una batanga hasta la Isla de Pascua. La Ciudad Compuesta donde todos los potenciales humanos se exhiben en un inmenso mercado silencioso”. Y más adelante, la experiencia real del viaje por Perú, previamente relatada en las cartas, se centrifuga en la experiencia del yagé: “Ninguna puerta está cerrada en la Ciudad. Cualquiera puede entrar en tu habitación en cualquier momento. El jefe de policía es un chino que se hurga los dientes y escucha las denuncias presentadas por un lunático. De vez en cuando el chino se saca el palillo de la boca y le echa un vistazo. Vagabundos de tersos rostros cobrizos pululan en los portales, haciendo girar cabezas disecadas que cuelgan de cadenas de oro, sus caras impasibles como la calma ciega de un insecto”.
Ese centrifugado de la realidad será crucial para la aplicación del cut-up, que se convierte así en una técnica dirigida a desplazar el significado a través de una revolución de la sintaxis. Para Burroughs no se trata, como en el pastiche de Ginsberg, de reconducir una experiencia límite hacia la explicación mística, la producción de imágenes hacia la interpretación arquetípica, la multiplicidad hacia la unidad, lo desconocido hacia lo conocido. Se trata de seguir abriéndose paso, se trata de puntos de fuga, se trata de emular la ironía del mundo. “Vaya adelante”, le dice a Ginsberg, “escucha. Oye. ¿Qué tu conciencia de AYAHUASCA es más válida que la «Conciencia Normal»? ¿La «Conciencia Normal» de quién? ¿Por qué volver a eso? (…) Escúchame ahora. Coge esta carta. Recorta las líneas. Reordénalas colocando la sección uno junto a la sección tres y la sección dos junto a la sección cuatro. Luego léelas en voz alta y oirás Mi Voz. ¿La voz de quién? Escucha. Recorta y reordena siguiendo cualquier combinación. Lee en voz alta. No puedo por menos que oírte”.


El pequeño incidente tuvo lugar en Tarragona, durante una fiesta, al final de un congreso de filosofía. Como se trataba de un tema delicado, B., un joven antropólogo mexicano bastante ingenuo, aguantó durante un rato. Al final, ofuscado con lo que estaba escuchando –una reelaboración pretendidamente erudita de todos los prejuicios divulgados por la prensa y las películas de los países desarrollados−, no se pudo contener. Resumió la opereta colonial de la guerra antidrogas, contó anécdotas de gente cercana, habló de las distintas caras del negocio, del envenenamiento de los ecosistemas, del oportunismo y la rapiña de mafiosos, políticos corruptos y corporaciones internacionales, y al final explicó pacientemente que, por todo lo anterior, era justo y necesario entablar una relación distinta con las sustancias; dijo algo así como que no le interesaban las drogas si éstas no le permitían al usuario emular la ironía del mundo. Uno de los hombres que bebían y se metían rayas frente a él, un intelectual belga de unos cincuenta años, levantó la cabeza y lo interrumpió con una mueca burlona. “Entonces no tiene de qué preocuparse”, le dijo. “Un montón de gente tercermundista suda y muere a diario y a mí me tiene sin cuidado siempre y cuando la coca no falte en mi mesa. Si eso no le parece lo suficientemente irónico…”. B., siempre cabal y diplomático, se apresuró a aclarar que él no se refería a ese aspecto del problema, que él hablaba de acercarse a las sustancias tratando de generar gradualmente una disciplina de conocimiento y gozo intenso del mundo, a la manera en que lo entienden, por ejemplo, los huicholes del oeste de México. También le iba a decir que no confundiera la ironía con el cinismo, incluso iba a mencionar a Artaud y el capítulo de Mil Mesetas donde Deleuze habla de Burroughs y el cuerpo sin órganos, pero prefirió no agregar nada más. Ya había tenido esa misma conversación demasiadas veces y no sólo con europeos, sino con muchos latinoamericanos. Los mismos tópicos, la misma ignorancia, los mismos gestos de tolerancia hacia el Otro, los chistes idiotas, la apatía a prueba de balas. B. dejó transparentar cierta congoja, lo que hizo que los ojos del intelectual brillaran de satisfacción mientras continuaba con su exhibición de desprecio: “No estoy interesado en malgastar mi tiempo averiguando lo que hagan unos indios junkies. Eso es ridículo. Sería como ponerme un tocado de plumas. Para mí simplemente sois como unos proxenetas, nos traéis el vicio y nosotros nos dejamos tentar”. B. se vio obligado a preguntarle si sería capaz de decir todo eso sin estar drogado. El intelectual no contestó. Una de las cosas buenas de la cocaína es que, si en el fondo eres un pequeño y vulgar nazi, con seguridad hará que la hipocresía y la culpa se borren para que tu verdadera cara salga a flote. Los indios dirían que la sustancia habla y hace hablar. Después de reírse como sólo se ríe la gente envalentonada con el polvo, el intelectual le dijo: “para mí sois tan interesantes como una colonia de bacterias”. B. tuvo la tentación de estrellarle un vaso en la cabeza a aquel señor tan estirado, pero consiguió dominar su rabia. Al fin y al cabo era preferible el descaro de aquel antes que la corrección política de los demás. B. se disculpó amablemente y se marchó. “Se va la cuota exótica”, comentó otro de los filósofos.


“Algunas tribus de Siberia dan varias ovejas a cambio de una Amanita muscaria y usan el hongo para prácticas orgiásticas. Las mujeres mastican el hongo crudo y mezclan la pulpa masticada con jugo de arándanos. Los hombres la beben y les produce alucinaciones. También cambia la relación entre el yo y los ideales sociales. Además, la orina de los que han sido afectados por el hongo está muy solicitada y la beben con placer, porque contiene la suficiente cantidad de droga como para continuar con sus salvajes efectos. Se cree que los vikingos que se volvían berserk en combate utilizaban este mismo hongo para lograr dichos efectos. Hoy en día oímos hablar de experimentos bioquímicos en los que se usa Amanita muscaria y otros hongos alucinógenos o drogas sintetizadas a partir de ellos –experimentos en los que profesores, estudiantes, o criminales se convierten temporalmente en esquizofrénicos, a veces por afán de novedad, y otras veces con propósitos estrictamente científicos−. Al igual que, como dentro de poco viajaremos a la luna y a otros planetas, y añadiremos a nuestras conversaciones telefónicas la costumbre de vernos mientras hablamos, igualmente podremos hacer con nuestra mente lo mismo que hacemos ahora con nuestros cabellos, esto es, que haga lo que nosotros queremos y no lo que ella quiere hacer. En un futuro cercano la gente no sufrirá de esquizofrenia; simplemente será esquizofrénica si lo desea y cuando lo desee” (John Cage, Escritos al oído).


Un perro estreñido intenta cagar en un parque. Un anciano lo observa desde una banca. El perro no puede cagar. La cosa se prolonga demasiado. El anciano se incomoda y mira a otro lado. Finalmente, del culo del perro surge una delgada película de líquido violeta. El perro se aleja corriendo.


Hace unos años tuve la oportunidad de visitar junto a unos amigos la mansión de un narcotraficante cuyos bienes habían sido incautados por el gobierno. El lugar, que tenía algo de palacio y mucho de búnker, se hallaba en medio de un islote privado junto al Océano Pacífico, a dos horas en lancha desde Buenaventura. Como el Estado no tenía fondos para mantener la mansión, la vegetación tropical y la humedad habían invadido buena parte de los salones, que presentaban un aspecto ruinoso. En el fondo de la piscina vacía la lluvia había formado un pequeño charco en el que vivían sapos, culebras, lagartijas de colores y montones de insectos. Todos los servicios, incluido el suministro eléctrico, estaban suspendidos por falta de pago. En el interior los objetos acumulaban polvo y mugre. La espuma podrida de algunos muebles desprendía un olor a cosa viva y muerta a la vez. Todo estaba como hechizado por la intromisión de la selva. 
Pasamos casi todo el día nadando y pescando en una playa de arenas amarillas, al borde de un acantilado. Al atardecer volvimos a la mansión y nos sentamos en unas tumbonas de madera, frente a un ventanal enorme con los cristales rotos por el que se veía el océano estallando contra el acantilado. Bebimos varias botellas de ron a medida que el sol se iba poniendo. El lugar pronto quedó casi a oscuras.
Uno de mis amigos encendió una hoguera en medio de uno de los salones. La luz de las llamas hacía bailar las sombras por las paredes. Alrededor de la mansión, los árboles emitían un zumbido constante y eléctrico. Nos sentamos alrededor del fuego. Alguien sugirió que nos quedáramos a vivir allí.

 

Letras: Juan Sebastián Cárdenas, "¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!" saldrá en La voz de su amo, con Periférica, en el 2012.

Obra: Radamés "Juni" Figueroa, Sin Título (Tropical Ready-Mades), 2007-2011.

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