Según sus propias palabras, esos militares no podían ser perseguidos ni controlados porque “estaban bien organizados, la ultraderecha organizada era fuerte y tenía muchos oficiales a su favor”, teniendo como uno de sus principales actores y responsable de ese crimen, al entonces Jefe del Estado Mayor de la Defensa, el también general David Cancinos Barrios, quien luego también fue asesinado.
Es evidente que a partir del juicio contra Efraín Ríos Montt por el delito de genocidio han comenzado a caer muchos telones que cubrian la impunidad, permitiendo que la verdad de aquel período sangriento sea conocida por la población en su conjunto. La afirmación de Benedicto Lucas hecha por tierra cualquier cuestionamiento que se quiera hacer a lo que ya en el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico se dice sobre el asesinato de Colom Argueta, poniendo en evidencia, además, que la ultraderecha guatemalteca, hoy parapetada en supuestas fundaciones, participó de manera activa en el asesinato de actores políticos que consideraron sus enemigos, contando para ello con el apoyo y encubrimiento de quienes ejercían el poder.
Si los “amigos ocultos” y los hasta hace poco enemigos acérrimos de Ríos Montt hoy le utilizan para defendiéndolo protegerse, afirmaciones como éstas dejan claro que los regímenes militares (1970-1985) fueron asesinos y oprobiosos, cubriendo al país en una espesa nube de impunidad que sólo juicios como el que ahora se sigue pueden despejar. Pero también nos deja claro que entre esos grupos de militares, sus diferencias se resolvían con el asesinato, o con negociaciones espurias, imponiéndole al país no sólo el terror sino impidiendo que el estado de derecho imperase.
Ilustrativas resultan, así, las afirmaciones de Ríos Montt en la entrevista que en 1982 diera a Pamela Yates, en la que no sólo denuncia que en los regímenes militares anteriores había existido una burda y abusiva corrupción, sino que a esos militares tendría que juzgárseles militarmente. Sin embargo, no hay noticia de cárcel para esos depredadores del erario, sean civiles o militares, evidenciando no sólo las pugnas entre grupos de militares sino las alianzas espurias y temporales que tejieron.
Resulta por tanto inverosímil que quienes se dicen defensores del Estado de derecho justifiquen las triquiñuelas y asesinatos de aquellos militares por el simple hecho que no les tocaron o hasta les incrementaron sus haciendas, o porque al hacerlo protegen a su actual benefactor. La Guatemala que pueda surgir de la paz firmada en 1996 debe exorcizar todos esos fantasmas, si efectivamente consideramos que la democracia es el modelo de gobierno y de convivencia social que queremos impere.
Y si bien la guerra interna, que ahora se reconoce como tal aunque en su momento se negó para precisamente no cumplir con las más minimas normas de respeto a los derechos humanos, tuvo como uno de sus elementos la defensa de los intereses políticos e ideológicos de la potencia mundial vecina, en su esencia fue consecuencia de que esos sectores ultra conservadores y autoritarios nunca aceptaron que sus ideas habían sido superadas décadas antes y quisieron imponer al país toda su voluntad y forma atrasada de pensar.
Peligroso resulta, por lo tanto, estimular o permitir que eso tipo de pensamientos se difundan e impongan ahora en universidades, colegios y medios de comunicación, pues son cada vez más las evidencias que se tienen que ese régimen de terror y sangre fue el que destruyó todas las capilaridades de la sociedad guatemalteca. Los crímenes deben ser denunciados y juzgados, y si para algunas de las víctimas en determinado caso puede tipificarse como genocidio, es el aparato de justicia donde se libra la batalla, la que debe hacerse con argumentos y evidencias legales y no con subterfugios que pretenden detener o impedir el juicio.
Mucho le ha costado a nuestra sociedad comenzar a hablar de todo lo sufrido, pero tal parece que ahora sí, por fortuna, la verdad comienza a mostrarse mucho más diáfana y los culpables estan más que evidenciados, con lo que las publicitadas supuestas “historias silenciadas” resultan cada vez más panfletos ausentes de todo rigor histórico.
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