Al llegar a tribunales encontré una fila para pasar el control de seguridad. Adelante de mí iban dos señoras indígenas. Vi cómo la mujer policía les registró las bolsas, sacó todas sus pertenencias, les pidió el DPI, hizo que una de ellas le soplara dos veces a la cara para comprobar su aliento y finalmente terminó su requisa pasándole las manos por el cuerpo. Como yo estaba atrás, asumí que ese era el procedimiento, así que me puse a buscar mi documento de identificación. Como suele suceder en estos casos, ya tocaba mi turno y mi DPI no se dignaba a aparecer. Le entregué la bolsa a la mujer policía y, mientras ella apenas metía su mano en ella, le pregunté si requería mi identificación, a lo que contestó que no era necesario. Luego pasó sus manos sobre mí (sin ningún rastro de erotismo de por medio, aclaro por si acaso) y me dijo que continuara. Me quedé un poco desilusionada porque ya me había hecho la idea de que le tiraría mi tibio aliento con olor a menta justo en su nariz, pero no me dio ese gusto.
A Maat, la diosa de la verdad y de la justicia para los egipcios, se la representa con las plumas del avestruz. Ellos eligieron este símbolo porque las plumas de dicho animal son todas rectas e iguales y, por tanto, representan el principio de la igualdad de todos los que reclaman justicia ante los tribunales. Desafortunadamente, en la Torre de Tribunales de Guatemala, ya desde la entrada, las plumas del avestruz se tornan desiguales y torcidas. Y es posible que esta desigualdad sea la causa de que la lucha de Angelina se torne difícil y escabrosa.
Ella me explicó que la Ley de Propiedad Intelectual reconoce el derecho de autor de un individuo o de un colectivo asociado con personería jurídica, pero no reconoce como autor colectivo a los pueblos mayas. Esta omisión del Estado para proteger sus creaciones ha llevado a que traficantes de productos textiles, aprovechándose de la miseria y de la necesidad de las indígenas, paguen Q10 o menos por un güipil que tomó tres meses elaborar, pero que representa en ese momento un plato de frijoles para la familia.
De acuerdo con la normativa actual, esta señora que vende su güipil por Q10 podría proteger ella misma su creación patentando cada pieza que produzca. Este procedimiento no solo es engorroso y prácticamente imposible de realizar, sino que además va en contra de la naturaleza de la creación de cada diseño, ya que esos trajes no fueron creados con un propósito mercantil, sino que tienen un valor de uso y son los testigos de su cultura y de su historia.
Para Angelina tampoco es admisible que las señoras sean obligadas por una ley a agruparse en asociaciones de producción con el fin de proteger sus diseños ancestrales. El Estado es el llamado a proteger este patrimonio cultural. Es por eso que piden que el Congreso de la República emita una nueva normativa o que reforme la ley vigente para incluir a los pueblos indígenas como autores y dueños de los diseños de sus tejidos. De esa manera, si alguien de afuera quiere usar uno de sus tejidos o diseños en una prenda de vestir, primero tiene que pedir autorización a la comunidad indígena a la que pertenezca este diseño.
Hacer que el Estado cumpla con su función primordial de proteger a los más vulnerables no es tarea fácil, particularmente cuando se parte de una condición en que se trata de manera distinta a los ciudadanos, dependiendo del color de la piel o de su nivel socioeconómico.
Para estas artistas de los hilos, la salida de esta carrera se ha hecho cuesta arriba. Se enfrentan a una realidad en la que desde la entrada a tribunales se las discrimina por su traje, a una sociedad que las menoscaba por ser mujeres y que no reconoce ni su trabajo ni su creatividad ni su lucha. Es una pelea entre un David y un Goliat. Nada nuevo en cada una de las luchas que emprenden las mujeres y los indígenas. Su historia deberá quedar escrita con hilos de colores, en un diseño armónico donde al fin las plumas del avestruz sean todas iguales y rectas.
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