Porque mis negocios son más importantes que los de los demás, yo sí puedo poner presiones para que salgan los permisos, pagar para que los adelanten, exigir que se ignoren las prohibiciones que aplican a todos, menos a mí. Porque lo que importan son mis intenciones, no mis acciones, a mí se me debe juzgar con mayor laxitud, se me debe permitir cometer mis pecadillos, se me debe comprender la necesidad de obtener más sin dar ni lo mínimo.
Es lógico que creamos que el mundo gira a nuestr...
Porque mis negocios son más importantes que los de los demás, yo sí puedo poner presiones para que salgan los permisos, pagar para que los adelanten, exigir que se ignoren las prohibiciones que aplican a todos, menos a mí. Porque lo que importan son mis intenciones, no mis acciones, a mí se me debe juzgar con mayor laxitud, se me debe permitir cometer mis pecadillos, se me debe comprender la necesidad de obtener más sin dar ni lo mínimo.
Es lógico que creamos que el mundo gira a nuestro alrededor. Al final del día, solo lo vemos a través de nuestro propio cerebro y procesamos la información ya de por sí de forma sesgada. No hay manera de que esa experiencia sea diferente. Por mucha meditación que uno haga, siempre pasa por el filtro de las neuronas, los recuerdos, las emociones, las hormonas y hasta la digestión de cada quien. Buscar nuestro máximo bienestar no es un defecto de la especie humana. Es una realidad biológica que nos permite sobrevivir. Primero voy yo porque, si me muero, me acabo y yo no me quiero acabar.
Pero resulta que no vivimos en una caverna, sino que estamos en sociedad y la necesitamos hasta para ser felices. Aceptar esta convivencia es parte de nuestra integración al mundo que nos rodea y también determina nuestra utilidad dentro de él. El respeto de las normas legales, sociales y familiares nos hace pertenecer con mayor o menor disgusto a la tribu que nos tocó y ser considerados miembros útiles de ella.
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Son situaciones que pueden parecer intrascendentes, pero alguien que no respeta las normas de convivencia básicas se convierte en una piedra en el zapato social. Y cuando la mayoría las usa para sonarse la nariz, el orden caótico aparente que podría imperar en esquemas complejos como el tráfico se va al caño y vivimos situaciones como las de nuestra querida ciudad de la distopía, que es el único futuro en el que puede haber cabida para este desastre que tenemos.
Y no es una simple regurgitación del famoso discursito de el cambio está en ti, aunque por algún lado se debe comenzar. Es que el sistema ya no hace que creamos más conveniente ayudar a los demás y no saltarnos las normas. Todo lo contrario. Creamos una máquina que funciona gracias a todas las personas que no respetan el manual y que creen que solo los otros deberían hacerlo. Tampoco se trata de ir por ahí haciendo que los demás no se pasen los altos, ya que la experiencia puede ser problemática, enfadosa y hasta violenta. Si no, pregúntenle al conductor que se me atravesó hoy por la mañana y a quien amablemente invité a bajarse del carro para enseñarle dónde estaba señalizado el alto que dejó atrás sin la menor de las cautelas. Creo que la adrenalina sigue pasándome la factura.
Supongo que todos estamos de acuerdo en que un sistema que se respeta es de más beneficio en general que uno que no. Eso solo se logra si todos, o la mayoría, creemos que nos trae más cuenta seguir las reglas. Porque, para estar como estamos en un país donde ni los funcionarios públicos siguen la ley, pareciera mejor apagar e irnos. O tirarlo todo a la basura y comenzar de nuevo.
El secreto de la raza humana es que todos somos especiales y que, por eso, ninguno de nosotros lo es más que el vecino.
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