Tuve uno de esos sueños terribles en los que paso trabajando. Me tocaba ir a una prisión a buscar a un reo. Era una prisión muy parecida al colegio donde estudié la primaria y la secundaria. Es fácil entender la asociación cuando recuerdo la opresión vivida en esos años.
El asunto es que entraba por un pasillo al aire libre, algo así como el primer anillo de seguridad de la cárcel. Circulado por esa malla metálica, con una terminación en alambre de púas. Muy parecido al gimnasio del colegio.
Pasaba caminando el primer circuito de seguridad y tras de mí, venían otros compañeros. Algunos reos me miraban mientras hablaban con sus abogados. Otros hablaban con otros fiscales. Entonces al pasar por la siguiente puerta, la cerraron violentamente y empezaron a atacar con rabia a todo el mundo que había quedado del otro lado.
Era el único tras la puerta, separado de la libertad por una enorme malla. La única opción era escalar. Me subí y terminé del otro lado hasta lograr huir como pude, mientras de reojo miraba como se amotinaban los presos y tomaban a mis colegas con rabia.
Desperté incómodo. Era pasado el mediodía del domingo. Tras la ventana, el día gris, casi lluvioso, tomaba el bosque alrededor de mi condominio. Pasé varios minutos mirando el techo. Vaya, no es la primera vez que sueño una cosa así. He visto morir compañeros en operativos o a mí mismo en mis sueños. Supongo que es una forma de aliviar la tensión.
Encendí el televisor y abrí una cerveza. Daban la clausura de los Juegos Olímpicos. Un espectáculo bárbaro. Todavía vi la premiación de la maratón. Los infinitos conciertos, con sus juegos de luces. Una celebración a la cultura británica que ha aportado sin duda, muchos de los pilares fundamentales de la cultura popular occidental.
Me emocioné mirando a los atletas entre tanta buena música. Imaginando a Barrondo celebrando sólo, mientras ondeaba la bandera en medio de tantísima gente. Una humanidad en paz. Al menos eso parecía. Contrario totalmente al sueño que tuve en la cárcel.
Terminó la celebración y apagué el televisor. Empezaba a llover de nuevo. Han caído varios aguaceros estos días. Casi parece que se nos viene el diluvio. Precisamente eso me hizo pensar en Arcas. Unas modernas, actuales. Unas que incluso podrían servir para dejar el planeta, digamos.
Y no es un sueño tan lejano. Hace unos días la NASA, logró amartizar el Curiosity, un robot dedicado a la exploración del planeta rojo, cuyo principal objetivo es buscar rastros de vida.
Leí en alguna noticia que las agencias espaciales quieren llevar naves tripuladas antes del 2025. Eso me inquietó. Estamos muy cerca de lograr la capacidad técnica para enviar gente a otro planeta. Eso evidentemente, con el fin de poblarlo. Lo que no creo cierto es estar en la capacidad emocional, moral y ética para hacerlo.
¿A qué me refiero? Es sencillo. No estamos muy lejos de lo que éramos como especie el 1492. Es decir, no sé si queremos repetir el violento y fracasado intento de América. Podríamos hacer de Marte, un sitio donde los países con agencias espaciales dominen la propiedad y los recursos. Una violenta transformación del territorio. Y peor aún: de encontrar vida, me preocupa más en qué manera afectaríamos su entorno y forma de vida a cuánto afectaría ella la nuestra.
Mis nietos quizá afronten esos dilemas. En esencia se trata de decidir qué versión de humanidad se va a exportar: la desigual o la solidaria. Si repetiremos los patrones fracasados en otro planeta o nos daremos la oportunidad de cambiar las cosas.
Parece sencillo y lejano pero no lo es. Se trata de una manera de analizarnos ahora mismo, empezando a crear cierta distancia. En esa distancia, una de las preguntas que se me ocurre, tomando mi sueño, es qué pasaría con la población de las cárceles, si hay que evacuar hacia otro planeta.
Espero compasión de nosotros, no odio. Pero ahora mismo, no me parece tan claro. Aunque en medio de toda la oscuridad hay símbolos de esperanza. Como los Juegos Olímpicos que recién terminan. Llenos de toda esa simbología que refiere a una humanidad intentando superarse, ser mejor.
Quizá cuando haya que decidir qué enviar en las arcas hacia Marte lo tengamos más claro. Es genial pensar que enviaremos lo mejor de la humanidad. Que llenaremos un planeta de belleza y sensatez. Con ciertos rasgos sombríos, por supuesto, no hay luz sin sombra.
El punto es que como casi todo, es al final un símbolo que evoca lo más oscuro y brillante de nosotros. Puede ser un futuro estéril o esperanzador. La decisión está en nuestras manos.
Es aquí donde el viaje sé exactamente dónde comienza. Es en una revolución. Pero no una política, es una revolución del lenguaje. Una en la que se ceda en el “Yo” en el discurso, para que exista un “Nosotros”. Que nos veamos como especie.
Parece sencillo; pero no lo es. Al parecer hemos creado un lenguaje simbólico que impone lejanías. Como la propiedad, la raza, las banderas, etcétera. Es ahí donde habrá que encontrar los símbolos que inviten a lo contrario. A encontrar nuestras referencias comunes.
Ese podría ser el inicio de una liberación. Al menos de la culpa. Sin señalarnos unos a otros del mal, dejando el yo por el nosotros, podremos comenzar a tomar la responsabilidad de las cosas. Incluso ser responsables de nuestra especie.
Y cada uno colabora en esa revolución, quizá inconscientemente cuando se inspira por un deseo de superarse sin pasar sobre el otro. Como Barrondo con su medalla. Una alegría que celebraremos hoy lunes, recibiéndolo en el aeropuerto.
Quizá no sea un símbolo demasiado estable o visible para todos; pero al menos es un inicio. Una esperanza de que podemos encontrar en nosotros el aliento para vernos iguales.
Ahora es cuestión de seguir en la búsqueda constante de unión a través de la construcción de un nuevo lenguaje. No esperar otros cuatro años para sentirnos cercanos. Por mi parte, seguiré escribiendo. Esa es mi forma de caminar hacia la luz.
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