Resulta trágico preguntarse si los fatales sucesos de este 8 de marzo ocurridos en el hogar seguro han logrado penetrar la indiferencia de una sociedad que no parece relacionar sus desgracias con la caída en la pendiente de la ingobernabilidad. Y es que, a mi juicio, este innombrable suceso no es nada más que otro episodio de una pesadilla recurrente que viene dándose desde hace años.
Basta con que hablemos de El Cambray II o de quienes fallecieron en el volcán de Acatenango. Estas fueron tragedias que también pudieron haberse evitado si hubiese mediado un mínimo de sentido común y un pequeño rescoldo de responsabilidad institucional.
Parece, sin embargo, que vivimos en un ambiente no solo de irresponsabilidad, sino también de marcada y evidente estupidez por parte de quienes dirigen las instituciones. Resulta difícil, por no decir imposible, singularizar la responsabilidad real de las autoridades involucradas, que no cumplen con las funciones que les corresponden, abusan de su poder o se aprovechan de su puesto para realizar actos ilícitos. La situación se vuelve más indignante cuando cierto tipo de opinión pública se empeña en culpabilizar a las víctimas y exculpar a los verdaderos responsables.
Estos hechos, que como sociedad nos llevan a tocar fondo, deben hacernos reflexionar sobre la fragmentación estructural que amenaza con engullirnos. Si bien el Estado es el gran responsable, debemos tener claro que tanto el gobierno anterior (por su saqueo absoluto de los fondos públicos) como el presente (por su absoluta ineptitud, negligencia e indiferencia) han llevado el país al colapso en que se encuentra.
¿Las víctimas? Como siempre, las menos protegidas, las marginadas, las olvidadas.
Hoy algunos ciudadanos lloramos a estas niñas y adolescentes de Guatemala, a quienes haber nacido en este país solo les trajo una vida llena de desgracias e infortunios y una muerte de campo de concentración. Mientras tanto, otros, huelga decirlo, vieron en la tragedia una oportunidad para recetarse beneficios fiscales.
Me pregunto qué niveles de desesperación pudieron haber sentido estas niñas y estos niños para haber tratado de huir. ¿En qué infierno realmente han vivido y viven los menores que han estado y están en estos hogares?
La evidencia del sufrimiento presente no hace sino patentar la tradición de injusticia que ha acompañado a los niños y adolescentes desvalidos de Guatemala. Leo al respecto la investigación que sobre la infancia en nuestro país ha realizado la historiadora Ana Vela Castro Mellado y me entero de que el primer hospicio se estableció en el período colonial. En este «se confinaba a mujeres que generalmente eran recluidas porque cometían delitos, pedían limosna, tenían capacidades especiales y eran huérfanas o simplemente pobres». En ese entonces, por supuesto, las mujeres no tenían ningún derecho y quienes llegaban a esas casas vivían de lo que la administración pública les asignaba y de la caridad de quienes eventualmente ayudaban. Y cabe imaginar que su destino era trágico, como el que motivó la protesta de estas niñas y adolescentes, que murieron por tratar de hacer valer sus derechos.
Cuando se analiza el pasado y se confronta con el presente, añade Castro, «se ve cómo la condición de la infancia ha quedado relegada al encierro y la corrección, a una tarea de administración pública y a la caridad. Ello significa que la sociedad en general solo parece practicar la caridad cuando esta es un evento social, cuando se sirve de marcas y campañas de moda impulsadas por la publicidad y cuando siente que es lo menos que puede hacer para acallar su conciencia ante las tragedias».
Han pasado 230 años. Ya no somos una colonia, sino una república. Eso sí, con un Estado fallido, totalmente fracasado. Sin embargo, vemos cómo las élites actuales, como las del pasado, siguen manejando los hilos del poder sin preocuparse ni por la vida ni por la dignificación de los más vulnerables. Como respuesta a los problemas de la infancia, afirma Castro Mellado, «vivimos en el siglo XXI con prácticas del siglo XVIII, como los ilustrados, para quienes encerrar, corregir, evadir lo feo e ignorar la vulnerabilidad de las niñas y los niños era lo que debía ser».
En realidad, este país, que nunca fue un edificio funcional, se está cayendo a pedazos. Antes de que todos terminemos soterrados o calcinados, nos toca buscar prontas y efectivas soluciones. Los problemas centenarios demandan soluciones serias y contundentes. La sobrevivencia de las generaciones futuras está en juego.
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