El remezón me dio el empujón que me envió a escribir (como en la canción de Sabina), y empiezo estas líneas bajo la enorme nostalgia de escuchar a los Blues Traveler con Hook, pensando en escenas que abandoné o me abandonaron (tal vez mucho más lo segundo) en algún momento de mis vidas pasadas.
Una librería contigua a la avenida Jiménez en Bogotá, unos tejados en el barrio de San Marcos, en el centro histórico de Quito,...
El remezón me dio el empujón que me envió a escribir (como en la canción de Sabina), y empiezo estas líneas bajo la enorme nostalgia de escuchar a los Blues Traveler con Hook, pensando en escenas que abandoné o me abandonaron (tal vez mucho más lo segundo) en algún momento de mis vidas pasadas.
Una librería contigua a la avenida Jiménez en Bogotá, unos tejados en el barrio de San Marcos, en el centro histórico de Quito, y alguna noche perdida frente a la programación del cable local en Huehuetenango pasan por mi memoria mientras maldigo que el sabor de la cerveza ha perdido su encanto, que mis planes de contingencia se traducen en una linterna sin baterías y en una mochila de 72 horas sin una lata de atún (menos aun barras energéticas). Además, veo la destrucción en las imágenes de una de las calles de Xela en las que caminé hace poco, una tarde en la que ejercí uno de mis pocos oficios exitosos: el de fotógrafo de cosas inmóviles, de esas que no pueden irse aunque quieran escapar de sus fantasmas y recuerdos, como el picaporte de una puerta centenaria o los detalles de la fachada de un almacén que les trae sonrisas a los recuerdos de alguien.
Todo, acompañado por los Raconteurs con Steady as She Goes y por The Kills con Siberian Nights como música de fondo.
Y allí estoy cuando despunta el día. Llueve mientras escucho a los Wolfmother con un brillante Joker & The Thief. Me imagino el tráfico en la avenida Hincapié, respiro profundo y me preparo para el día. Seguro que con los colegas de la oficina cambiaremos palabras sobre lo difícil que fue la noche por anécdotas profanas como las ventanas crujiendo cuando dejó de temblar, y no seré el único con una cara de desvelo.
Ritual de lo habitual: escucho a un señor muy serio presentar un informe financiero desde su correcto traje azul y detrás de sus anteojos grandes de marcos gruesos. Me llama la atención uno de sus gestos. Él levanta sus anteojos sobre la frente mientras expone las partes complicadas. Quitarse los anteojos para ver mejor los números en rojo. Tal vez un acto reflejo, como cuando pones el auto en retroceso y bajas el volumen de la radio. Va la tercera taza de café en una hora. Una mañana difícil.
El regreso a casa me obliga una vez más a buscar un tutorial en Youtube para explicarle a mi hija de nueve años cómo comparar fracciones, decimales y números mixtos, cómo encontrar un común denominador y otras bellezas de esas que me hacen afirmar que estoy repitiendo el tercer grado que nunca aprobé. Mientras tanto, una vez más digo que las matemáticas son exactas cada vez que ella titubea en una multiplicación. Sin duda soy un tipo detestable. Presiento que en mi vejez, si es que la alcanzo, la venganza será implacable (me lo puedo imaginar: nada de música en el asilo, que se altera y se hace daño).
Al final le doy un último trago a esa cerveza también detestable mientras espero que ese alguien a quien conozco decida no moverse permanentemente a la isla Decepción para estudiar pingüinos y escucho a Reignwolf, una auténtica one-man band que redefine el poder de una guitarra. Cierran los Hives con su eterna combinación de blanco y negro.
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