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Las lecciones que nos dejó la masacre de Salcajá

La masacre de Salcajá y sus consecuencias son formidables guías para entender ese ajedrez donde algunas partidas se ganan, otras se heredan y algunas ni siquiera se inician.
Todo lo que queda en medio es fauna sin ningún riesgo de extinción. Lo que ocurre es que al irse los elefantes proliferan las molestas pulgas.
Los ocho agentes de la Policía Nacional Civil asesinados en la sub estación de Salcajá. Fotografías de la PNC
A lado del edificio de la Municipalidad de Salcajá se encuentra la sede de la sub estación de la Policía Nacional Civil. Fotografía de la PNC
Uno de los diez capturados un mes y tres días después de la masacre. El Ministerio de Gobernación llamó Operación Dignidad a la captura de los presuntos miembros de la banda de Guayo Cano. Fotografía del Minigob
Un mes y tres días después de la masacre, la Operación Dignidad había capturado a 10 presuntos miembros de la banda de Guayo Cano. Fotografía del Minigob
El supuesto capo del narcotráfico y operador del cartel del Golfo en Guatemala, Eduardo Villatoro Cano (c), alias "Guayo Cano", llega a Guatemala tras ser detenido en el estado mexicano de Chiapas. La versión oficial dio cuenta que la masacre corrió por su cuenta. Fotografía de EFE
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Las lecciones que nos dejó la masacre de Salcajá

Historia completa Temas clave

Guatemala es la "puerta de oro" de salida de la droga en Centroamérica. Hace poco más de un año, el Estado se enfrentó a la masacre de ocho de sus policías, y el descuartizamiento de otro. Salió en busca de los que masacraron. En esa búsqueda de la dignidad acribillada es posible entender el juego de ajedrez del gran narcotráfico centroamericano. Esto no es una guerra: altos funcionarios como el ministro de Gobernación ni siquiera están seguros de que extraditar a los grandes capos sea útil. Esos sabían jugar el ajedrez y, cuando se van, quedan los cavernícolas. Una investigación de elFaro.net.

Aquel jueves 13 de junio de 2013 a nadie le resultó extraño escuchar detonaciones en Salcajá. Ese día los salcajenses habían reventado petardos toda la tarde para celebrar a San Antonio de Padua que, sin ser su patrono, tiene garantizados rezos y cohetes cada 13 de junio en el pequeño municipio agrícola del occidente de Guatemala. La tarde de ese día hubo una boda en la iglesia, justo frente a la alcaldía, justo frente a la plaza central, justo delante de la subestación policial. Los recién casados también detonaron cohetes para celebrar su unión. Por eso a casi nadie le resultó extraño que se escucharan varias detonaciones a las 8:17 de la noche en la primera calle del pueblo, a un lado de la iglesia. La primera de esas detonaciones mató, de un tiro directo en la cabeza, al primer agente de policía, que estaba de descanso tomando el aire en la calle. Faltaban siete policías más.

Ni siquiera a Miguel Ovalle, alcalde de Salcajá, le resultó raro que a la par de su despacho retumbaran explosiones. Hizo una pausa mientras se cepillaba los dientes durante un descanso de la sesión de concejo municipal. “Son cuetillos”, pensó, y siguió en lo suyo. Hizo otra pausa. Le sorprendió el poder de las detonaciones. “Son cuetillos”, volvió a decir para sí mismo. Terminó de cepillarse, salió de su despacho al área común de la segunda planta de la alcaldía y se topó, antes de entrar al salón del concejo, con sus concejales aterrorizados. Tres de ellos habían bajado a fumar y pudieron ver cuando el comando de sicarios llegó a la puerta de la subestación policial en dos pick ups doble cabina y una camioneta todoterreno.

—Señor alcalde, vinieron a matar a todos los policías —dijo uno de los concejales.

El alcalde Ovalle pensó: “Es una broma”.

—¿Cómo van a creer ustedes? —dijo a los concejales.

Los concejales le pidieron que se asomara a la ventana del segundo piso, la que desde la alcaldía da hacia el patio de la subestación policial. El alcalde Ovalle se acercó. Lo que vio allá abajo fueron dos cuerpos de policías desparramados sobre dos círculos de su propia sangre.

El alcalde Ovalle pensó: “Ahora vienen por nosotros, no querrán dejar evidencia”.

Los concejales y el alcalde Ovalle escucharon pasos subiendo las gradas de la municipalidad. Se arrinconaron en la sala de concejo convencidos de que pronto yacerían sobre su propio círculo rojo.

Sin embargo, entró uno de los concejales que había bajado a fumar y que se había quedado rezagado en aquel alboroto. El alcalde Ovalle recuerda que el concejal tenía un tono verde en la cara.

Escucharon cuando los carros de los sicarios aceleraron para alejarse del lugar.

—Se termina la sesión —dijo el alcalde Ovalle—. Vaya cada quien a su casa a ver a sus familias.

El alcalde Ovalle pensó: “Pero yo no me puedo ir a mi casa así nomás”.

Se lavó la cara y tardó unos 15 minutos en reaccionar. Cuando salió del estupor, llamó a la gobernadora del departamento de Quetzaltenango y le dijo:

—Vinieron a matar a todos los de la PNC. Véngase. Mire qué hace. Comuníquese con quien sea, pero véngase para acá.

Cuando colgó, el alcalde Ovalle estaba en una alcaldía solitaria, a la par de una subestación policial donde había ocho cadáveres y de la que un grupo de sicarios se había llevado vivo al jefe de los asesinados en un ruidoso convoy de vehículos ostentosos. El alcalde Ovalle pensó por un momento si todo aquello no era un mal sueño, intentó convencerse de que no se trataba de una mala pasada de su cabeza provocada por todos los estallidos de la celebración de San Antonio de Padua. Concluyó que no. Se fue a su casa.

* * *

Los días siguientes a la masacre de Salcajá, Salcajá fue el centro de Guatemala.

Salcajá apareció en todos los noticiarios de Guatemala y en las portadas de sus periódicos. Los primeros días, algunos medios especularon diciendo que el subinspector César García, quien no fue masacrado en la subestación, sino que fue secuestrado, había detenido días antes al hijo de un importante capo de la zona por manejar de forma inapropiada. El imaginario muchacho había reprochado al policía la detención y se había identificado como hijo de un capo de la droga. Sin embargo, el subinspector lo detuvo y eso provocó la ira del imaginario papá-capo que decidió incendiar el mundo por el agravio contra su hijo. Algunos medios nacionales dieron crédito a la versión que había salido de hipótesis de policías. El cuento no era verdad. Sin embargo, la mentira decía mucho de este país centroamericano.

Por Centroamérica pasa el 90 % de la cocaína que va a Estados Unidos. Guatemala es la puerta grande de salida. La oficina centroamericana, le llaman los narcos.

Una semana después, la versión oficial fue difundida. La masacre de Salcajá había corrido por cuenta de Eduardo Villatoro Cano, conocido como Guayo Cano, y los miembros de su grupo de narcotráfico. Guayo Cano, un hombre de 42 años originario de Huehuetenango, departamento fronterizo con México, empezó en el mundo del crimen a mediados de la década pasada. Era coyote. Su zona de operación, ubicada en el municipio de La Democracia, queda en el camino de centenares de migrantes que buscan acercarse al punto fronterizo de La Mesilla, para empezar su travesía de indocumentados a través de México. Guayo Cano empezó desde abajo en el mundo del narcotráfico, pero su crueldad y falta de prudencia lo hicieron ascender rápido gracias a batallas de horas que han marcado la vida reciente de ese norte, de esa frontera y punto de contacto entre los grupos criminales mexicanos y las estructuras centroamericanas. La persecución de Guayo Cano -de quien más adelante sabremos más- se desplegó por toda la frontera. El Ministerio de Gobernación guatemalteco no tuvo más que bautizar aquella cacería con un nombre directo, sin dobles sentidos: Operación Dignidad.

Un Estado vulnerado, agredido en una de sus partes sensibles —los policías dentro de un recinto policial— salía en busca de su dignidad masacrada.

Un mes y tres días después de la masacre, la Operación Dignidad había capturado a 10 presuntos miembros de la banda de Guayo Cano. El 16 de julio de 2013, cuando se dirigía a una carrera de caballos en Chimaltenango, capturaron al décimo acusado, un hombre llamado Francisco Trinidad Castillo Villatoro, conocido como El Cebo o El Carnicero, acusado de ser de la cúpula cercana de Guayo Cano y uno de los miembros del convoy asesino que entró a Salcajá aquel jueves de San Antonio de Padua.

Ese día, rodeado de 22 periodistas con sus micrófonos, cámaras y grabadoras, el ministro de Gobernación de Guatemala, Mauricio López Bonilla, dijo unas palabras. Sonó como alguien que está lleno de rabia, indignado. Humillado, quizá.

—Es un sicario, matón, igual que los otros, es un carnicero, su oficio es ser carnicero. De verdad, esos no parecen seres humanos, son animales, y lo digo con respeto a los animales de verdad, pero esta estructura de narcotraficantes son lo más brutal que nosotros hemos conocido, y tienen responsabilidad en muchísimos asesinatos. Vamos a caer a todas sus propiedades, no les vamos a dejar ni televisores para ver noticias. Es un buen mensaje a los narcos que les gusta andar matando gente: pongan sus barbas en remojo, porque no vamos a permitir este tipo de cosas —dijo Bonilla aquel 16 de julio, cuando enfundado en saco negro y corbata azul se salió del protocolo.

Dos semanas después cayeron otros dos hombres, Rax Pop y Pop Cholom, acusados de ser los guardaespaldas de Guayo Cano. Las detenciones ocurrieron en El Naranjo, en el departamento de Huehuetenango, otro punto fronterizo con México de cruce de migrantes, drogas, armas y mercancías de contrabando. A los días también fue capturado Pop Luc, un hombre de 34 años, acusado de ser un sicario con un importante currículum. El ministro Bonilla aseguró que tras dos meses de estar en el ejército, Pop Luc desertó en 1998 y empezó su carrera delictiva en la banda de traficantes de droga dirigida por Juancho León. León fue asesinado en marzo de 2008 en un enfrentamiento armado de media hora en el balneario La Laguna, departamento de Zacapa, fronterizo con Honduras. Según las autoridades militares y de inteligencia policial, la banda mexicana de Los Zetas fue contratada por algunos capos guatemaltecos para asesinar a León, que se había vuelto un competidor incómodo y un tumbador de droga. Después de eso, Los Zetas decidieron quedarse.

La Operación Dignidad no cumplió su objetivo sino hasta 83 días después de que aquellos sicarios convirtieran en una morgue la subcomisaría policial de Salcajá.

El 3 de octubre de 2013, cuando salía de un hospital de la ciudad mexicana de Tuxtla Gutiérrez, en el sur de México, Guayo Cano fue detenido por policías mexicanos que atendieron la petición de captura de su país vecino. El ministro Bonilla dijo que Guayo Cano —que lucía notoriamente menos gordo que en las fotos que había difundido Gobernación— salía de hacerse una liposucción que era parte de todo un proceso de cirugía estética que incluía modificarse el rostro. Cuando un Guayo Cano serio y altivo -y acompañado de su primo también acusado de la masacre- bajó de un vuelo gubernamental mexicano para ser entregado a las autoridades guatemaltecas dijo que él estaba en el hospital para ser atendido de una apendicitis. Y eso fue lo menos interesante que dijo. Dijo también algunas frases enigmáticas: “Todos saben que en este negocio no hay perdón”, “yo no sé nada, yo no soy un soplón”, “cante o guarde silencio, igual nos van a trabar... ustedes ya saben quién anda detrás de mí”.

Tras 83 días, la recuperación de la dignidad guatemalteca se tradujo en números. 16 arrestos, 43 allanamientos, 117,226 dólares en efectivo, 4,412 municiones de distintos calibres, 33 pistolas, 12 rifles, 9 fusiles, 3 escopetas, 65 vehículos, 56 celulares, 8 prendas militares, 10 pasamontañas, 6 sacos con soda cáustica, 1 onza de cocaína, 67 gallos de pelea, 16 venados, 43 caballos pura sangre, 4 aves silvestres...

Guayo Cano pensó que podía abofetear en la cara al Estado y que nada pasaría. La Operación Dignidad desmanteló su banda de crimen organizado del occidente guatemalteco. El Estado ganó la partida... sin embargo, la partida empezó solo porque Guayo Cano hizo un estúpido movimiento, sacudió el tablero de ajedrez y las piezas se movieron ante los ojos de todos en la habitación.

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Aquí comienza la historia de los trastelones de la lucha contra el gran narcotráfico en el país que comanda el traslado de drogas por Centroamérica hacia Estados Unidos. Por aquí, según dijo el Departamento de Estado de Estados Unidos en 2013, pasan 600 toneladas de cocaína al año. La masacre de Salcajá y sus consecuencias son formidables guías para entender ese ajedrez donde algunas partidas se ganan, otras se heredan y algunas ni siquiera se inician. Se dan por perdidas.

* * *

Estamos en un salón pequeño, austero. Una mesa al medio, dos sillas de rodos, dos vasos con agua y una grabadora sobre ella. Estamos en un cuartel de la Policía guatemalteca en Ciudad de Guatemala. Delante de mí, en camiseta marrón, zapatos tenis y una sonrisa apacible, como de alguien conforme, está uno de los investigadores que dirigió la operación contra Guayo Cano, uno de los que hizo la investigación que sostuvo las capturas. Él fue uno de los encargados de salir a recuperar la dignidad de su país. Para salir en búsqueda de esa dignidad acribillada no le quedó de otra que aceptar que había que hacer algunas cosas poco dignas para un cuerpo policial. Lo normal en estos casos. Lo normal en un país como Guatemala. El investigador iba con un grupo pequeño hacia la zona. Tres o cuatro investigadores de su equipo, todos en el mismo pick up doble cabina. Salían de madrugada, a las tres o cuatro, rumbo a La Democracia, el municipio desde el que salió el convoy asesino de Guayo Cano rumbo a Salcajá. No avisaban a nadie más en la Policía, y si por alguna razón tenían que pasar por la estación policial de Huehuetenango, inventaban una historia, decían que iban a otra cosa, a cualquier cosa, menos a investigar a Guayo Cano. Preferían no dormir en esa estación, ni en ninguna otra de la zona. Preferían volver, cansados y a toda velocidad, pero dormir en la capital, lejos de sus colegas que trabajaban cerca de Guayo Cano. Si no les quedaba de otra que pasar la noche en la zona utilizaban las palabras mínimas antes de dirigirse a sus catres y cerrar los ojos. Los investigadores, como es normal en esta zona, sabían que hablar con sus colegas acerca de la investigación podía incluso implicar la muerte.

La idea de la reunión, a parte de entrevistar al investigador, es pedirle consejos para llegar a La Democracia.

—De Huehuetenango cabecera hacia La Democracia es complicado, toda la ruta tiene control por la cuestión del narcotráfico —dice el investigador.

—¿Y llegar allá a preguntar por el caso de Cano, por su control de la zona? —pregunto.

—Ese es el problema.

—¿Me detectan?

—Para decirle algo. Nosotros tenemos un ratito de no estar yendo a La Democracia, porque después del primer operativo en el que cae Guayo Cano, este año se realizó otro. Ya hemos estado, pero de entrada y salida, no hemos tardado mucho tiempo. Yo le recomiendo que no vaya.

—¿Qué pasó según ustedes en la sede policial de Salcajá?

—Es que lo que hizo Cano es ya atentar contra el Estado. Más que ingresar ahí, la saña que tuvo. Secuestrar a un mando policial y darle muerte como le dio muerte. Según lo que establecimos, entraron de 12 a 15 personas en tres vehículos. Una de las cosas que dio confianza a los de la subestación es que portaban vehículos que son muy comunes en las instituciones del Gobierno, picops y camionetas. Usaban uniformes del Ejército Nacional. Ingresan como militares. Llevan fusiles. Gritan que es un operativo de inteligencia militar, que se retiren. La gente empieza a correr para todos lados. Ingresan a la subestación diciendo que es un operativo de inteligencia militar. Ya habían estudiado el área, porque al ver la escena, los elementos estaban en el lugar que les dieron muerte. Conocían muy bien el lugar: en esta puerta está aquel, en esta está el otro. Ingresan a la cuadra donde estaba el mando policial, y de ahí lo sacaron.

—¿Qué le pasa al subinspector que se llevan?

—Lo sacan vivo y se lo llevan rumbo a Huehuetenango. A los dos días se encuentran partes de él. Lo desmembraron. Lo hicieron pozolito. El río se lo llevó en La Democracia.

* * *

El subinspector César Augusto García era el jefe de la subestación de Salcajá. A él no lo acribillaron. Se lo llevaron vivo aquel día de San Antonio de Padua.

Durante semanas los medios mostraron un video explicando que era el video de su muerte subido a Youtube por la gente de Guayo Cano. Incluso algunos funcionarios de Gobernación lo siguen dando por cierto. En el video se ve sentado y amarrado a una silla a un hombre treintañero, achinado, moreno, con corte de pelo militar. Está evidentemente golpeado y parece no tener lengua. Lo que se escucha de él son estertores. Lo que se escucha de sus victimarios anónimos son risas y amenazas. “Te llevó la chingada”, y cosas por el estilo. En un momento, la cámara enfoca su mano izquierda, y otras manos aparecen con un cuchillo para cortarle dos dedos. Luego, al poco tiempo, un hombre a quien no se le ve la cara se pone detrás de él, le levanta la frente y lo decapita con un cuchillo. Para muchos en Guatemala, el hombre decapitado era el subinspector de Salcajá.

No lo era. Sin embargo, que incluso funcionarios crean que sí es el subinspector nos vuelve a decir mucho de Guatemala. Sin embargo, la suerte del subinspector no parece haber sido muy distinta.

A dos días de que la banda de Guayo Cano golpeara la dignidad chapina, socorristas y policías encontraron pedazos humanos en la ribera del río Valparaíso, en La Democracia. Encontraron una parte del cráneo de cinco pulgadas por cinco, dos dedos, un poco de cuero cabelludo y algunas vísceras.

Según el investigador que llevó el caso, la evaluación forense arrojó que muchas de esas partes se las arrancaron mientras estaba vivo. También encontraron su camisa.

Guayo Cano operó como un ajedrecista enfurecido que en medio de la partida lanza el tablero por los aires y escupe en la cara de su rival. Algo, evidentemente, lo había enfurecido de esa manera.

* * *

—¿Quién era Guayo Cano en el mundo del crimen? —pregunto al hombre a cargo de investigarlo.

—En 2007 él era una persona trabajadora y humilde. Él empezó a trabajar como coyote, igual que su hermano, mientras que otro hermano trabajaba para otra organización de narcotráfico de un tal Romero. El hermano se lo jala. Guayo empieza a trabajar como chofer. Matan a Romero y Guayo se queda sin trabajo. Él, gracias a los contactos, empieza a trabajar con un mexicano llamado Gabi. Guayo se vuelve el de confianza. La gente empieza a conocerlo. Matan a Gabi, pero se quedó un lazo de comunicación con las organizaciones de Zacapa e Izabal (fronterizos con Honduras), que eran los proveedores, y ya tenía el enlace del lado mexicano. A uno lo conocen como El Doctor, de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. En 2008 ya se consolida Cano. Se organiza. Viene Chicharra, sabiendo que Guayo empezó a trabajar, y le quiere imponer que pagara 50,000 dólares al mes por derecho de piso. Cano dice que no. Chicharra es líder de una de las organizaciones más sanguinarias de esa área. Guayo Cano se va a México. Su escuela fue El Doctor y el Cártel del Golfo. Tuvo incluso mucha ayuda de Los Zetas cuando se arma como organización. Estuvo como tres meses en México. Regresa a Guatemala y se viene el otro hermano de Cano, que era coyote. Con ayuda de Los Zetas quieren vengar la muerte de Gabi, a quien mató Chicharra, y es lo que pasó en Agua Zarca. Fue organizado por Guayo con ayuda de Los Zetas, o al revés. Era una venganza. Guayo iba a ir, pero no se sumó.

Así son las historias del gran narcotráfico, el que se cuenta por kilos y no por gramos. Parecen cuentos épicos de malos perfectos con nombres cortos que transcurren en un país inexistente donde solo ellos viven y ponen las reglas. En un lugar extraño e impenetrable donde hay demasiados códigos para quienes no estamos ahí y donde las cosas más extraordinarias y terribles suelen pronunciarse con la simpleza de un día de campo: uno que era coyote le dio entrada a otro al que, meses después, le mataron al jefe, por lo que decidió armar una masacre de horas junto a Los Zetas.

Lo que pasó en Agua Zarca fue un tiroteo de cinco horas que se desplazó por carretera a lo largo de unos 15 kilómetros en la aldea de ese nombre, en el departamento de Huehuetenango, muy cerca de La Democracia. Hubo 17 muertos. En medio de una competencia de caballos, dos bandas, una de mexicanos y otra de guatemaltecos, se agarraron a tiros y aquello se convirtió en una escena de guerra sin nada que envidiarle a Irak. Se dispararon con armas largas e incluso con lanzagranadas. Los mexicanos terminaron repelidos hacia su país. Según la inteligencia policial de Guatemala, los mexicanos eran Los Zetas con apoyo de Guayo Cano, y los guatemaltecos eran la banda de Chicharra. Las autoridades no se animaron a entrar a la zona el día de la balacera. Esperaron a los refuerzos por 24 horas, y hasta entonces entraron, para ya no encontrar prácticamente nada útil para la investigación. La Democracia, Agua Zarca, aquellos lares, son de la mafia. El Estado, cuando llega, es un intruso.

Según el investigador, la colaboración con Los Zetas era la respuesta de Guayo Cano a la cuota de 50,000 mensuales que Chicharra le pidió. Luego de aquella balacera, que duró más que tres partidos de fútbol seguidos, hubo una especie de cónclave pacífico. El investigador, que averiguó muchos de estos detalles gracias a sus informantes criminales, lo explica así: “Hubo una reunión con Chicharra y otros narcos menores que Cano en La Democracia. Cano también estuvo. Chicharra es más viejo. Se reúnen todos los narcos, ellos dicen que hicieron un documento, una alianza, de cero violencia entre ellos. Chicharra compra droga a estos pequeños. Él mide cuánto maneja cada uno, por eso ejerce un control. Cano se arma, contrata gente, como para resguardarse, pero ya no se vuelven a atacar”.

Ese intento de cese al fuego en Huehuetenango fue un acuerdo entre los que gobiernan aquella región. Por eso no tenía mucho sentido invitar al gobierno guatemalteco.

En el cuarto austero del cuartel policial, la conversación con el investigador continúa.

—¿Qué área domina Chicharra? —pregunto.

—Agua Zarca —responde.

—¿Cuánta gente tenía Guayo Cano?

—Déjeme ver... entre pilotos, sicarios y colaboradores que le conocimos, diría que unos 25.

—¿Y Chicharra?

—El nivel de él es más alto, tendrá unas 50 personas. Su hermano está preso, El Zope. Chicharra, no sé. Se le quiso trabajar por un caso de una fiscal, pero la línea no pegó con él. Ese caso también fue adjudicado a Guayo Cano.

—¿Chicharra es más poderoso que Cano?

—Es una estructura sanguinaria y él tiene control en tema de drogas, porque él compraba a todas las estructuras, incluida la de Cano. Él mide cuánto maneja cada uno, ahí ejerce un control.

Los capos en medio de estados débiles como los centroamericanos se parecen a un equipo de relevos. Uno muere o es extraditado y otro releva hasta que muera o sea extraditado. La guerra contra las drogas, vista desde esta perspectiva, es infinita. Esa guerra —si se quiere llamar por el nombre con que la bautizó el ex presidente mexicano Felipe Calderón— tiene una larga lista de espera en el bando oponente. Es una lista que se renovará una y otra vez.

En el departamento de Huehuetenango, al que pertenece La Democracia, se puede ver un claro ejemplo de relevos. El Zope es Walter Arelio Montejo Mérida, extraditado en marzo de 2013 a Estados Unidos, para ser juzgado en una corte del Distrito de Columbia por tráfico de drogas. Él había recibido la batuta de Otto Herrera, el gran capo guatemalteco de las últimas décadas, atrapado en 2004 en México, donde escapó de prisión en 2005 mientras esperaba su extradición a Estados Unidos; recapturado en Colombia en 2007 y extraditado el siguiente año. Herrera fue liberado sin ningún escándalo en octubre de 2013 en Estados Unidos tras cumplir su condena. Herrera utilizó puertos salvadoreños para traficar buena parte de las más de cinco toneladas de cocaína que envió a Estados Unidos, y utilizó también a un diputado salvadoreño llamado Eliú Martínez, también extraditado y condenado a 29 años. En fin, Herrera pasó la batuta a El Zope, que a su vez pasó la batuta a Aler Samayoa, alias Chicharra, que ahora corre en solitario, porque el competidor de mejores capacidades que corría a su lado cometió una estupidez. Su mejor competidor acribilló a ocho policías y descuartizó a un subinspector en Salcajá el día de San Antonio de Padua.

Guayo Cano no entendió las reglas de la competencia. Ni siquiera fue descalificado de la carrera por la vía común, la extradición, el llamado del gran tribunal de esta competencia. Guayo Cano fue descartado por el árbitro de pista cuando creyó que nadie se daría cuenta de que él se atravesaba la cancha para llegar más rápido a la meta. El árbitro de pista tiene mala visión y pocos recursos para sancionar las faltas comunes, pero lo de Guayo Cano fue ya una caricatura.

A Guayo Cano lo volvió loco la idea de que el subinspector de Salcajá le había robado dinero.

Volvemos al salón pequeño y sencillo en el cuartel capitalino de la Policía.

—¿Los policías asesinados trabajaban con Guayo Cano? —pregunto.

—Más bien hicieron algo en contra de los intereses de Guayo Cano. Para los narcos, la droga o el dinero son un compromiso. Si eso va en camino, tiene que llegar a su destino. No son compromisos mínimos. A él le encargaban (droga), y él buscaba en Zacapa o Izabal. Descargaban la droga y le llevaban el dinero a La Mesilla u otra zona de Huehue —responde el investigador.

—¿Y la hipótesis es que los policías le tumbaron dinero o droga?

—Se supone que dinero. El tumbe de este dinero se dio en ese sector de Salcajá, fue en ese punto. El dinero venía de Zacapa. El subinspector nunca supo qué traía el carro, porque él recibió un pago por interceptar un carro. Él no sabía si venían miles de dólares o kilos de coca. No sabemos quién lo secuestró (el carro). El dinero era de Guayo Cano. ¿Quien contrató al subinspector? No sabemos. No sabemos si fueron dólares o quetzales, pero el subinspector recibió 50,000. Creo que eran quetzales.

—¿Y el carro traía?

—740,000 dólares.

—¿Atrapar a Guayo Cano le abre más camino a Chicharra?

—Si se perdió el control de parte de Cano, ¿quién lo podría absorber, si todos los demás son menores que Chicharra?

—Quiero decirle algo que creo. En Guatemala, en Centroamérica quizá, solo hay dos formas de que detenga a un capo: o que lo pidan los gringos o que haga una pendejada como la que hizo Guayo Cano. Por lo demás se opera con tranquilidad. ¿Usted qué cree?

—Así parece.

—¿Sintió en peligro su vida investigando este caso?

—Sí. Había momentos de sicosis de estar en un sitio así. Tenemos indicios de que hay unos 20 policías muertos en casos ligados a Guayo Cano.

—Necesito ir a La Democracia. Necesito que me dé un consejo para llegar.

—El consejo es que no vaya.

—Si alquilo un carro aquí en la ciudad y manejo hasta La Democracia, ¿ellos sabrían que llegué?

—Sí.

* * *

El intento de ir a La Democracia se quedó en eso, un intento. Nunca fui. Llegué hasta Salcajá. Nadie —cuando nadie es un investigador, un activista, un detective, un fiscal y un ministro— me dio alguna garantía de seguridad en La Democracia, un contacto de confianza o sin miedo en La Democracia, una ruta segura para llegar a La Democracia y hacer algunas preguntas. La única oferta de apoyo que recibí fue la de un detective de la Policía que ofreció: “puedo apoyarlo yendo a traer su cadaver”. Porque La Democracia es de la mafia.

Guayo Cano y la Operación Dignidad son ilusiones. Es como ver en un espejo distorsionado a un flacucho. El Estado Guatemalteco pareció fuerte en contra de Guayo Cano. Sin embargo, la zona donde operaba el brutal capo sigue siendo un territorio domado por los mismos domadores, incluso por uno más poderoso ahora mismo, Chicharra. El caso de Guayo Cano respondió a la regla más básica de acción —mediáticamente poderosa— reacción —obligada—. Por lo demás, La Democracia sigue siendo de la mafia.

La tolerancia del Estado sigue siendo alta, o el reconocimiento de sus limitadas capacidades sigue siendo honesto. En este proceso en contra de Guayo Cano, el Ministerio Público le imputa también dos asesinatos de funcionarios públicos más. En diciembre de 2012, una camioneta donde viajaba la fiscal Yolanda Olivares y una funcionaria del Ejecutivo junto a otras dos personas fue interceptada por un comando armado entre La Mesilla y el municipio de Huehuetenango, muy cerca de La Democracia. La camioneta fue acribillada y luego quemada con sus pasajeros adentro. La Fiscalía ha construido la hipótesis de que el culpable es Guayo Cano, que se enfrenta ahora a todos esos cargos de asesinato.

Sandra Sebastián

Un optimista diría que de no haber masacrado a nueve policías, Guayo Cano igual hubiera sido capturado por el crimen de la fiscal en algún momento. Un pesimista dirían que si no hubiera sido tan estúpido, Guayo Cano seguiría traficando drogas sin problemas en la frontera con México. Un realista diría que pasaron 10 meses entre el asesinato de la fiscal y la captura de Guayo Cano y que nunca nadie lo persiguió sino hasta que masacró el día de San Antonio de Padua.

Al fin y al cabo, Guayo Cano no era ni de cerca uno de los grandes capos guatemaltecos. Jamás hubiera rozado el prestigio criminal de apellidos como Lorenzana, Overdick u Ortiz López. Todos esos capos han sido capturados. Ninguno de ellos enfrenta cargos en Guatemala. Ninguno de ellos masacró a ocho policías. Todos ellos son pedidos para extradición.

* * *

En abril de 2013, cuando todavía era Fiscal General de Guatemala la renombrada Claudia Paz y Paz, conversamos sobre capos, arrestos y posibilidades. Paz y Paz nunca intentó engañar y hablar de un Estado sólido. De hecho, dijo que era imposible saber qué hubiera ocurrido con las instituciones de justicia de Guatemala si los capos se hubieran juzgado en ese país. Sin embargo, tenía el optimismo del náufrago que ve un pájaro. Para mostrar su optimismo puso este ejemplo.

—En el caso de Walter Overdick hicieron un allanamiento en su casa de Alta Verapaz y detuvieron a su hijo, que ahora está condenado, y a su esposa. Overdick tomó la radio local, esto fue hace como cinco años, y dijo que si no soltaban a la esposa y al hijo iba a matar al juez. Los soltaron. Ahora no, ahora a Overdick lo detuvimos, un tribunal dijo que sí a la extradición y se fue. ¿Qué cambió de aquel día al de hoy? Que allá los jueces viven en Alta Verapaz, conviven en el territorio donde esta persona era fuerte. Ahora esos casos se traen a Ciudad de Guatemala y son los Tribunales de Mayor Riesgo los que están juzgando. La Fiscalía de Alta Verapaz no tiene las condiciones de seguridad, ni la de Zacapa donde están los Lorenzana, ni la de Huehuetenango donde están los Montejo, ni la de San Marcos donde están los Chamalé (Ortiz López)…

El pájaro del náufrago se ve cansado, trastabilla, pero sigue siendo pájaro.

Overdick, El Tigre, el enemigo y luego aliado de Los Zetas en Alta Verapaz, al norte de Guatemala, fue extraditado a Estados Unidos el 10 de diciembre de 2012. Waldemar Lorenzana, El Patriarca, el supuesto brazo de El Chapo Guzmán en Guatemala, el viejo de 76 años, dueño de meloneras en la frontera con Honduras, fue subido a un avión en la Fuerza Aérea y extraditado a Estados Unidos para ser juzgado en Nueva York el 19 de marzo de este año. Juan Alberto Ortiz López, Chamalé o Hermano Juan, el hombre fuerte del Pacífico, que por más de 10 años gobernó su pedazo de costa, fue extraditado el 22 de mayo de este año para ser juzgado en Florida.

Los capos que no actúan como cavernícolas son asimilados por el sistema. Son parte de Guatemala y por eso Guatemala no los persigue, porque se vería como un perro tras su cola. Sin embargo, cuando Estados Unidos los quiere, la cola será mordida. Entre todos esos capos reúnen más de 40 años de tráfico de drogas a gran escala. Al momento de subirse a un avión rodeados por hombres con lentes oscuros, gorra azul e insignias de la Administración contra las Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés), ninguno de los tres capos de capos chapines tenía ninguna acusación en su contra en Guatemala. Dejaron Guatemala como hombres limpios para ser juzgados en Estados Unidos como terribles capos.

Durante otra conversación en su despacho, en junio de 2013, Paz y Paz reformuló la pregunta que le hice. Yo le pregunté por qué Guatemala no juzgaba a su capo, por qué no juzgaban a El Patriarca Lorenzana en una corte del país, por qué se desentendían de sus capos más importantes y solo juzgaban —como a Guayo Cano— a los más trogloditas. Su respuesta fue:

—Es que usted debería preguntarme si yo hubiera detenido a Lorenzana si hubiera tenido que juzgarlo en el país.

No se lo pregunté. En aquel momento me pareció obvio que la respuesta era: No.

* * *

Ahora estamos en la mesa de un restaurante de comida rápida en la Zona 1 de la capital guatemalteca. Dos televisores suenan y varios niños corretean en el local. Nuestra mesa ha quedado aislada. Quizá porque a los comensales les resultan raros los tres hombres que cuchichean alrededor de un teléfono que graba desde la mesa. Frente a mí tengo al que quizá es el policía más importante en el combate contra el gran narcotráfico. Es un oficial de la Policía que ha trabajado en colaboración con la DEA para capturar a, entre otros, Waldemar Lorenzana, su hijo Elio, y Walter “El Tigre” Overdick. Además, nos acompaña un exfiscal.

Empezamos hablando de la esfera que no se toca. De los que no son Guayo Cano. El exfiscal dice que las iglesias evangélicas y los despachos de abogados son de las instancias que menos se controlan y más se utilizan para lavar el dinero del gran crimen organizado chapín. Dice que los grandes capos de Guatemala se han mantenido en los departamentos, lejos de la capital, porque no quieren chocar con la “derecha histórica, que tiene copada la capital y se reparte las zonas: esta es de esta familia, esta de esta, y así, para sus inversiones”. Habla de los broker, “abogados o empresarios encargados de juntar esos mundos, porque una de esas familias no va a querer que entre a su edificio para hacer negocios un cerote con sombrero, botas y olor a caca. Pero él quiere venderle a ese cerote con sombrero y él le quiere comprar. Para eso están los broker”.

Interrumpo para preguntar.

—No entiendo por qué entonces si el entramado sigue ahí les interesa atrapar a gente como Overdick o Lorenzana.

El oficial entra a la conversación.

—Mirá, pues, no es que nos tenga que interesar o no. A esa gente no se le tiene interés en el país, sino miedo. Los que los buscan son los gringos, y los gringos los quieren como trofeo, aunque sepan que va a salir otro. Es para dejar un mensaje: “Nosotros sí los podemos pisar”.

Según el oficial, la captura de Waldemar Lorenzana el 26 de abril de 2011 ejemplifica muy bien cómo la cuestión no es de querer, sino de animarse. “Sin los gringos, el hombre seguiría libre; igual que sin la masacre, Guayo Cano seguiría traficando. Aquí cae el pendejo o el que entró en el ojo de los gringos”, dice con voz normal, ya no susurrando. Ya no hay ninguna mesa alrededor nuestro que esté ocupada.

La captura de El Patriarca no implicó un operativo de fuerza. No se trataba de necesitar soldados. Guatemala tiene miles. Se trataba de que la detención tuviera sentido, y eso se llama extradición. Fueron cuatro policías hombres y dos mujeres hasta el caserío Maribel, en Teculután, Zacapa. Los hombres llevaban sombreros desgastados, botas de trabajo y camisetas. Nadie llevaba relojes ni anillos ni cadenas. Las pistolas iban en las botas. Comieron en una caseta de comida, cerca de la melonera. Comieron tres días ahí, frijoles, tortillas y huevos picados de desayuno y almuerzo. La caseta les permitió establecer una vigilancia verosímil. Y ellos, para la señora que atendía, eran trabajadores de la melonera. Al cuarto día, pidieron fiado. En su papel de trabajadores de la melonera no pedir fiado equivalía a un Quijote sin bigote. Ellos le dijeron que esperarían el día de pago para saldar la deuda. Ella les dijo que según entendía “el señor” pagaba los sábados como a las 2 de la tarde. Ellos, haciéndose los ilusionados, preguntaron si era en serio. Ella dijo que sí, que ahí venía el señor en su pick up gris a pagar a sus trabajadores siempre los sábados, siempre a la misma hora. Desde el sábado siguieron el pick up gris, el martes decidieron atraparlo. Lo siguieron en dos carros. Cuando el pick up gris paró para que Lorenzana saludara a alguien, ellos vieron que el copiloto era él. Lo detuvieron. Iba solo con su nieto. Iba desarmado. Les quitaron los teléfonos y se llevaron el pick up. “Si dejamos al patojo con teléfono, llama y nos lo quitan en el camino y nos matan”, explica el oficial. Así, nueve policías, una fiscal, una auxiliar fiscal y una oficial de la Fiscalía, un capo y su nieto partieron en caravana directo hacia la Torre de Tribunales de la capital. Adentro del carro, recuerda el oficial, Lorenzana hizo su intento de soborno: “Paren, yo pido que les traigan un millón de dólares, ustedes resuelven su vida y yo sigo tranquilo”, recuerda sus palabras el oficial. No aceptaron, pero la oferta dice mucho de Guatemala. Luego, Lorenzana hizo su intento de amenaza: “Resuelva su vida, no la desperdicie”. El oficial recuerda que el auxiliar fiscal recibió una llamada de “un coronel” que intentó interceder por Lorenzana aduciendo que no podían llevárselo, que la orden de captura no tenía vigencia. No le hicieron caso, pero la llamada de un coronel dice mucho de Guatemala.

De la Torre de Tribunales, donde fue presentado ante una jueza, 10 patrullas trasladaron a Lorenzana hacia el penal de máxima seguridad de Fraijanes. “No me vas a creer”, me dice el oficial. “¿Sabés cuántos carros nos iban siguiendo? Unos 40 carros con gente armada, con armas legales según constatamos por encima. Estaban tratando de liberarlo, pero como lo metimos en una patrulla y no en una camioneta, no sabían en qué patrulla iba”. El exfiscal asiente en la mesa del restaurante y apoya. “Venían un vergo de carros detrás, pero la orden era no meterse en un vergueo”. El oficial complementa: “Si se armaba el vergueo y él intentaba escapar, entonces se tenía que interrumpir el proceso de extradición para juzgarlo por delitos aquí. ¿Quién quería eso?”.

—Si eso hubiera pasado y lo llevan a un Tribunal de Alto Riesgo en Guatemala, ¿qué se imaginan que hubiera pasado? —pregunto.

—Lo absuelven —responden el exfiscal y el oficial al unísono.

—¿Con un par de llamadas que haga? —pregunto.

—Ja, ja. Con una —responde el exfiscal.

—¿Pero por qué sí se animan a juzgar a Guayo Cano por la masacre de Salcajá aquí en Guatemala? —pregunto para provocar, previendo la respuesta irónica.

—Porque Guayo Cano no es nada, es un piojo molesto, solo eso, un piojo a la par de Chicharra, que es un piojo a la par de Lorenzana.

La lógica de Guatemala -quizá la del triángulo norte de Centroamérica- parece ser que no hay cabida para los piojos molestos ni para los elefantes en la mira de Estados Unidos. Todo lo que queda en medio es fauna sin ningún riesgo de extinción. Lo que ocurre es que al irse los elefantes proliferan las molestas pulgas.

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* * *

Normalmente uno como periodista se predispone a ciertas situaciones. Cuando uno va hacia un funcionario, sobre todo si se trata de un ministro de Gobernación, uno se predispone a que le mientan, a que le oculten y le aturdan con una monserga. Sin embargo, toda regla tiene sus excepciones. Desde hace varios meses no entro con esa disposición al Ministerio de Gobernación de Guatemala. Un funcionario es un funcionario. Sin embargo, al ministro Mauricio López Bonilla uno encuentra pleno sentido de entrevistarlo. Él guarda mucho, pero no lo guarda todo. Solo con funcionarios así tiene sentido conversar. A los otros más bien se les interroga.

Es marzo de 2014. Estamos en su despacho y él tiene que irse en 15 minutos. Esto no será una entrevista o, en todo caso, será de una pregunta. Opto por explicarle la lógica del elefante y la pulga molesta. Él responde algunas frases. Promete una entrevista más larga en otro momento. Dicho lo dicho, un funcionario extraño: vale la pena escuchar lo que dijo sobre el combate al narco.

—El problema es la afrenta. Nosotros sabemos que tenemos policías corruptos, pero de ellos nos encargamos nosotros, no Guayo Cano —inicia el ministro.

Entre el año pasado y lo que va de este, más de 360 policías guatemaltecos han sido consignados ante un tribunal. Asociación ilícita es el delito por el que hay más consignados.

Continúa el ministro Bonilla.

—Es imposible pelear contra todos todo el tiempo, no es estratégico. A muchos los tenemos en la mira, pero tenemos otras prioridades.

Hay registros de inteligencia policial de que Guayo Cano opera en Huehuetenango desde 2009.

Continúa el ministro Bonilla.

—Eso sí, yo quise dar un mensaje en Salcajá de carácter. Si nos hace una animalada como esa, usted va a ser prioridad, y ni sus hijos ni sus nietos van a volver a traficar, aunque eso, como siempre ocurre, le beneficie a otro grupo.

Quizá ni los hijos ni los nietos de Guayo Cano lleguen a traficar ni un gramo de cocaína, para la alegría de los hijos y los nietos de Chicharra.

Continúa el ministro Bonilla. Y vale la pena escucharlo.

—Antes de que llegáramos al gobierno había en Guatemala de 10 a 12 grupos del crimen organizado con capacidad operativa. Ahora hay 54 en nuestro mapa, bien armados. La entrada de Los Zetas tiene su cuota de importancia en esa atomización. Los líderes antes eran analfabetos, pero estratégicos. Los líderes que subieron son unos matones, unos cavernícolas. Si les gusta una mujer, pues “tráiganmela”. Subieron los malditos. Los estadounidenses se llevaron a los jefes y nosotros nos quedamos con la parte operativa. Paralelo a eso, tras los acuerdos de paz, empezamos a desarmarnos sin tener una sustitución del poder del Estado. En la época del presidente Berger (2004-2008) llegamos a 15,000 militares. Tras los acuerdos había 30,000. Todo el mundo sabe aquí quién es el narco de la esquina o del pueblo. La cuestión es quién se pase. Asesinar a nueve policías es una estupidez. Tenemos una agenda de persecución de grupos a medida que adquieren poder armado y representan una amenaza violenta para el Estado, pero a los animales, de frente y con todo.

* * *

 

Lo cierto es que, al menos en este punto del combate a las drogas, el ministro Bonilla estaría muy de acuerdo con su antecesor, el ex ministro Carlos Menocal. El actual de la derecha y Menocal de la izquierda moderada, ven en todo esto una alta cuota de descaro estadounidense y una inevitable espada de Damocles. Bonilla es un exkaibil que peleó la guerra y que se le recuerda por audaces estrategias como infiltrar un campamento guerrillero. Menocal es un experiodista y ahora asesor político.

Con Menocal nos reunimos en un restaurante de la Zona 1. Va de prisa, debe volver a la plenaria legislativa. Tenemos media hora para conversar.

Menocal está de acuerdo en que al irse los capos estrategas queda la parte operativa. Sin embargo, según Menocal, hay poco que se pueda hacer. Guatemala, el país de los capos que conectaron con el mismísimo Pablo Escobar, la “oficina centroamericana”, como le llaman los narcos, la punta de lanza de la región, “se comprometió hace cinco años a la captura de peces gordos para mantener la armonía con Estados Unidos”. A eso, Bonilla le llama “la espada de Damocles: o se llega a un número de incautaciones o se es descertificado y acusado de un montón de cosas”. Préstamos en educación, salud o en seguridad incluso están supeditados a que policías como aquel oficial se disfracen de jornaleros de una melonera, coman huevos y frijoles durante cuatro días hasta que capturen a un pez gordo como Lorenzana y lo manden para el norte.

Es un trato unilateral de parte de Estados Unidos. Quiero esto y doy esto a cambio. Punto.

Menocal recuerda que en su gestión tenía una lista de 16 extraditables, de los que atrapó a 12. Y que era una prioridad que ponía a temblar a otras áreas del país si fracasaba. Aún así, Menocal no terminó su gestión satisfecho con lo recibido a cambio.

—La cooperación gringa a mí me parece una dádiva comparada con la inversión que el país le pone al combate al narcotráfico. Aún así, no podés obviar una agenda con los gringos. Ni Sánchez Cerén (actual presidente salvadoreño y ex comandante guerrillero) la podrá obviar. Somos como el jamoncito del sándwich: hacia el sur, una serie de países altamente productores de narcóticos; hacia el norte, un país altamente consumidor. Hay 20 millones de habitantes que consumen droga en Estados Unidos... Guatemala, de cada 10 dólares del presupuesto de seguridad, aportaba casi cuatro para el combate al narcotráfico.

Para Bonilla es un “círculo perverso” el generado con las extradiciones y la atomización de grupos violentos como Guayo Cano al interior del país. Durante otra entrevista en un hotel capitalino, en junio de este año, el actual ministro me dijo:

—Hubo una cumbre regional aquí, vino la exsecretaria de Estado (Hillary) Clinton. Dijo que por cada tres dólares que nosotros pusiéramos (en el combate al narcotráfico) ellos iban a poner uno. Es un chiste de mal gusto, porque al final estamos involucrando recursos que podrían servir en educación, salud, en muchas otras cosas.

La detención de capos en Guatemala no es otra cosa que el miedo a la espada que pende sobre las cabezas. No es una estrategia, es más bien sobrevivencia. La lucha contra el narco en Guatemala no se hace así por decision soberana de Guatemala. Es una lucha impuesta.

Porque Centroamérica, el norte de Centroamérica, Guatemala, no es un lugar en el que el dinero de seguridad no se necesite en otras áreas. Antes de irse del restaurante, el ex ministro Menocal lanza unas pinceladas.

—De 2008 en adelante ingresaron más o menos 256,000 municiones legales al país de lo que mucho se va al mercado negro; los coyotes aquí son una estructura muy fuerte que genera crimen; la trata... Teníamos un caso de jordanos llevándose a jovencitas engañadas a Jordania; las pandillas, que ya van más allá de la extorsión... Acaban de detener a una clica de la Mara Salvatrucha que se calculaba que más o menos tenía 2.5 millones de quetzales en sus cuentas...

Así las cosas, todo apunta a que los Lorenzanas de Guatemala se seguirán yendo, mientras que los Guayos Cano seguirán por aquí.

* * *

Es 19 de junio de 2014 y llueve en Salcajá. Está nublado. Estoy en la tienda que está a la par del lugar de la masacre de ocho policías hace un año. Sobre la mesa hay unas enchiladas de carne y en la televisión Costa Rica empata a cero goles con Inglaterra y clasifica primera de su grupo en el Mundial de Brasil. Salcajá es de casas bajas, de teja, de calles asfaltadas, de pequeños comercios, es un pueblo alrededor de una iglesia.

Anoche dormí en Xela, la capital de este departamento de Quetzaltenango, vecino de Huehuetenango. Aquí vino Guayo Cano a masacrar. De allá salió.

Anoche me junté con un político de carrera de Quetzaltenango en un bar de la ciudad. Escogí la mesa más apartada, en una esquina oscura del bar. El político aceptó llegar porque una pariente de él le pidió que me atendiera. No le bastó la oscuridad ni el aislamiento. Desde que le conté lo que investigaba pidió terminar la conversación. Al final, conseguí que se tomara un té y hablamos de otras cosas triviales. Terminó su té y se despidió: “De esto hay mucho que hablar, pero no es prudente, me disculpo”.

Hoy que llegué a Salcajá, visité al sustituto del descuartizado por Guayo Cano. El nuevo jefe de la subestación es el agente Milton García Paniagua. Un hombre joven. Nos reunimos en la cuadra en la que duermen los policías, en el segundo piso de un puesto policial improvisado, a una cuadra de donde ocurrió la masacre. La municipalidad los echó del lugar amablemente. Ahora, es un lugar vacío. Ese espacio privilegiado en Salcajá, a la par de la iglesia, a la par de la plaza, a la par de la Alcaldía, se ha vuelto maldito. Ni un negocio lo ha retomado. Está vacío. El agente Paniagua tiene sobre la mesita un papelito con nueve puntos anotados. Ha anotado lo que va a decir. Cuando nota que intento leer los puntos de su papelito, lo esconde de mi vista y lo sigue leyendo de reojo: estamos para servir a la ciudadanía, lo que ocurrió fue aislado, fue un hecho lamentable... Cosas inservibles.

Sin embargo, he conseguido que otro policía, un agente de Xela, se siente conmigo bajo la sempiterna regla del anonimato. Llega de civil a Salcajá y se sienta, sin decir ni mu, a la par mía en la tiendita.

—Es difícil ser policía aquí —me dice—: uno es corrupto desde que llega a la vista de los demás.

Hablamos largo y tendido, vemos el partido y comemos garnachas hasta llenarnos. Sin embargo, no creo que sea necesario transcribir más que una pequeña parte de nuestra conversación más formal.

—De los masacrados eran cuatro los corruptos, los otros pagaron por nada —me dice—. Y hay muchos que siguen ahí. Imagínese que el primer retén para detener a la caravana de Guayo Cano se montó casi tres horas después de la masacre. Curioso, ¿verdad? Justo el tiempo necesario para que él volviera a La Democracia.

—¿Usted, ahora mismo, tiene compañeros corruptos que trabajen con el crimen organizado?

—Sí.

—¿Sabe sus nombres y para quién trabajan?

—Sí.

—¿Me los dice?

—No.

—¿Por qué?

—Plomo.

—Por cierto, quiero ir a La Democracia. ¿Tiene algún colega policía que no sea corrupto y me ayude a llegar sano y salvo?

—No vaya ahí. [fin]

 

*Con la colaboración de Jimmy Alvarado

**Esta crónica de Óscar Martínez, periodista de Sala Negra, fue publicada originalmente en ElFaro.net, de El Salvador, y se reproduce con la autorización del medio.  
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