Según la RAE, la familia es, en su primera acepción, un «grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas». Este núcleo está conformado de manera ideal por el padre, la madre y los hijos. En nuestro país, la realidad del concepto se extiende a abuelos, tíos, primos y quienes en muchos casos, como lo afirma el diccionario, viven en una misma residencia.
Aunque dispersas, hay en este sentido algunas cuestiones que resultan interesantes y sobre las cuales vale la pena reflexionar. Según los datos del último censo, hay en el país un poco más de tres millones de familias, de las cuales el 24 % están encabezadas por una mujer (es decir, un poco más de 796,000 familias). Para un país tan conservador como el nuestro, dicha cifra es más que reveladora. Muestra que una de cada cuatro familias está desintegrada por una u otra causa y que la carga económica mayor, por no decir única, recae sobre las mujeres en dichos grupos familiares.
Del otro 75 % de las familias que están completas, también sería interesante ver en cuántas, debido a la pandemia, se ha incrementado la violencia intrafamiliar. Dice Cindy Espina en un artículo publicado hace un mes: «Las denuncias sobre violencia intrafamiliar aumentaron […], ya que, previo a la cuarentena y [a la] aplicación del toque de queda, el MP recibía entre 30 y 32 denuncias diarias de mujeres que eran violentadas por sus parejas, pero durante los primeros 12 días de abril subieron a 55 denuncias» (elPeriódico, 15 de abril de 2021). De manera simple, esto significaría que en un año hay unas 20,000 familias que sufren problemas de violencia.
Aunado a lo anterior, hay más datos significativos. Por ejemplo, en el índice de pobreza multidimensional publicado en 2018 se informa que seis de cada diez guatemaltecos tienen privaciones de más del 30 % de lo necesario para vivir. Ello, antes de la pandemia. Ahora, como de tantas otras cosas, aún no hay suficientes estadísticas.
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Sin ir entonces más lejos, vemos de nuevo que la nuestra es una sociedad desigual, violenta, sumida en la pobreza. Según otros datos que se sitúan en el área jurídica, de los casos tramitados por los órganos jurisdiccionales del Sistema de Gestión de Tribunales, en 2020, solo tomando en cuenta los juzgados de primera instancia de familia en 11 departamentos, hay un total de 28,841 casos en el ámbito familiar.
Así pues, cuando hablamos de familia, ¿de qué familia estamos hablando?
Tendríamos no solo que preguntarnos eso, sino sobre todo respondernos sin tratar de tapar el sol con un dedo.
En primer lugar, ¿será justo para la mayoría de las familias guatemaltecas que las decisiones las tomemos quienes creemos que pertenecemos a familias integradas? Muchas de nuestras opiniones han generado esta situación, sobre todo si nos centramos en los resultados de las políticas públicas que se han implementado. Estas, al parecer, se basan más en el desconocimiento y en los prejuicios que se generan como producto de esta ignorancia que en acciones concretas para cambiar las vidas de las familias de manera efectiva.
Por ende, es obvio: la familia como concepto y las familias como realidad concreta están en una profunda crisis. No solo de valores, sino de falta de condiciones económicas dignas, de respeto, de educación, de equidad.
Ello se demuestra fácilmente cuando observamos, incluso solo por fuera, un resquebrajamiento que se ha agudizado a partir de los acontecimientos del último año.
¿Qué correspondería que hiciéramos? Pues lo que se hace en situaciones de extrema urgencia: actuar con sensibilidad, ética y un mínimo de solidaridad para que el barco que es Guatemala no se hunda totalmente. Nos tocaría, como mínimo, empezar a reparar, entre muchísimas cosas más, el gran hoyo negro de la corrupción que pugna por llevarnos a un naufragio peor que el del Titanic. Tarea difícil porque, como se ven las cosas, tal pareciera que actuamos como si ya estuviéramos en mar abierto, naufragados, tratando de salvarnos cada uno como pueda.
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