María tenía 21 y Camus 30 cuando se conocieron. Él ya estaba casado y tenía dos hijos. La pasión entre ellos entrelaza sus caminos por más de diez años, hasta el fatídico diciembre de 1959, cuando Camus pierde la vida en un accidente automovilístico, justo antes de encontrarse con su amada. Durante todo ese tiempo los amantes mantienen su pasión intercambiando fogosas misivas.
Sus cartas hacen que el mundo sea más vasto, el espacio más luminoso, el aire más ligero. Así las describe Catherine Camus, la hija del premio nobel. Pero no imaginen por eso que se trata de románticas líneas escritas con mesura y discreción. Al contrario, son cartas ardientes, llenas de pasión, en las que Camus se refiere a su amada como su «trucha negra», su «sabrosa». Supongo que en francés todo debe sonar mucho más sensual, como aquella canción escrita por Serge Gainsbourg que dice: «Tu vas et tu viens / Entre mes reins». (Dios nos libre de que alguien intente traducirla al español porque sería un desastre universal).
Pero no solo Camus y María hicieron arder París con su correspondencia. También están las cartas sucias que James Joyce le dedica a Nora Barnacle. Páginas repletas de palabras explícitas, llenas de complicidad y lujuria, donde no queda nada para la imaginación. Él le cuenta que la sueña en posiciones obscenas que le provocan «una gran erección» (palabras textuales del autor de Ulises que a mí no me constan).
Y qué me dicen de las fogosas cartas entre Anaïs Nin y Henry Miller. «Cuando pienso cómo te aprietas contra mí, cuán ansiosamente abres las piernas y qué húmeda estás…», le confiesa él en una carta tumultuosa que después concluye con una ardiente despedida: «Ven enseguida y fóllame. Rodéame con las piernas. Caliéntame». ¡Vaya que tenía vocabulario este maestro!
Hasta el mismo Napoleón Bonaparte, emperador de Francia, queda vencido ante el olor de su amada Josefina. Así se lo dijo en una carta: «No te bañes ni te perfumes… Porque al yo llegar quiero que tu aroma esté impregnado, pues quiero respirarlo todo después de tantas noches sin él […] Porque al calor le falta tu calor. Porque al mar le falta tu movimiento. Porque a mi cama le falta tu piel». No sé qué hizo Josefina, pero, si fuera yo, no volvería a tocar agua hasta que apareciera este pequeño gran amante.
La lista de amantes y su agitada correspondencia es bastante larga, tan extensa como amores y pasiones hay por el camino. Los encuentros clandestinos seguirán sin tregua en este mundo moderno, solo que ahora no tenemos la hermosa tradición de declararnos la pasión en papel escrito. Ahora nuestras palabras obscenas y lujuriosas se las traga el ciberespacio infinito.
A veces me gusta fantasear, imaginar frases libertinas sin remitente ni destino, que vuelan en el cielo como pájaros. Besos lascivos cargados de saliva. Caricias impúdicas reventando quejidos imaginarios. Todos los secretos sucios que se dicen en las redes sociales y que se los traga el hoyo negro del espacio virtual.
Vivimos nuestro placer en el anonimato. No sabemos cómo se contarán nuestras pasiones en el futuro. Mientras tanto, seguimos mandando besos escritos que no llegan a destino porque son bebidos por los fantasmas del camino. Ya lo había dicho Kafka: las cartas de amor son una relación con fantasmas.
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