Además de hacerlo como sociedad, cada palabra cambia de carga cultural con el tiempo, la geografía, el clima. Agreguémosle a eso que cada persona tiene un cúmulo de anécdotas que le mete a la mochila de lo que dice, y es un milagro que el idioma nos sirva para comunicarnos. Porque lo que yo entiendo por cariño es diferente, a veces diametralmente, al significado que otro le otorga a dicha palabra. El resultado: la comunicación entre personas tiene más capas que una cebolla y a veces deshojarla es apestoso.
Me pasa demasiado seguido que yo entiendo que dije una cosa y que mi interlocutor escuchó otra. Para mí era evidente que habíamos quedado en hacer algo cuando, para el otro pobre, los planes ni siquiera habían comenzado. He aprendido a llevar conversaciones por escrito para poder revisar lo que yo dije y procurar que se entienda lo que yo tenía en mente. Le sumo a todo eso el hecho de que yo probablemente ya llevé la conversación en mi cerebro y de que solo suelto la última parte, como si mi interlocutor pudiera saber lo que yo ya había imaginado. Es horrible. El lenguaje debería servir precisamente para compartir ese mundo interior que llevamos en medio de las orejas, y no para recrear la torre de Babel hasta para quedar para cenar.
En Guatemala tenemos una especie de alergia colectiva a hablar sin adornos. Una petición de cualquier cosa se convierte en un despliegue de palabras inútiles. Ejemplo: «Me da esta bola de lana, por favor». Traducción al chapín: «Disculpe. ¿Será que sería usted tan amable de regalarme esa bolita de lana tan chula que tiene justo allí si me hace la campaña?». Lo peor es que la versión directa nos suena como una cachetada. ¿En qué momento se nos convirtió el idioma en un vehículo para disculparnos hasta para comprar algo?
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Luego está mi veneno: la mañita de desgastar el poder de las palabras utilizándolas para todo. ¿Cómo es posible que digamos que amamos cualquier pendejada? Los sentimientos fuertes tienen su lugar y momento, que no es precisamente una comida rica. Sacar sonidos con significado por la boca nos ha costado suficientes cientos de miles de años como especie como para venir a quitarles toda la magia solo porque nos gusta sobrexpresarnos.
Creo que podemos cambiar mucho como sociedad si comenzamos a decirles a las cosas como son: robar no es ser listo, mentir no es adornar la verdad, calumniar no es contar un chismecito. Ser verbalmente amable y no hacer lo que dijimos es romper la palabra dada. No hay necesidad de pedir disculpas por todo: no le estamos haciendo daño a nadie al pedir las cosas. Ser directo no es ser grosero. Y se vale decir no cuando uno no quiere hacer las cosas.
Uno se entrega con cada palabra que dice. Es lo más personal que le ofrecemos a la gente con la que interactuamos. Nos vendría bien tenerlo en cuenta cada vez que hablamos, sobre todo porque nuestra propia credibilidad se disipa como un hechizo mal conjurado cuando no cumplimos lo que decimos. Es un desperdicio de evolución social.
Uno de los lemas de mi casa es que el lenguaje sirve para comunicarse y que a las cosas se les debe decir como son. Inventarse palabras es muy shakespeariano, pero hay que admitir que ninguno de nosotros aquí es Williams y que mejor trabajamos con lo que tenemos. Ya suficientes problemas tenemos con entendernos siendo claros como para no ser sinceros.
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