«Lánzala contra la pared, pero abre los ojos antes de que llegue a ella». Así lo hice. El papel rebotó en algún punto de Baja Verapaz. Entonces agregó: «No importa dónde pegue el papel. Ahí hay familias pasando problemas». Aquella demostración era parte de su arsenal de recursos pedagógicos.
Recordé esto porque siento estar viviendo uno de los momentos más convulsos en la vida. No importa hacia dónde voltee: veré algún problema complicado, un sufrimiento, algo por resolver, algo demandando atención inmediata.
Podemos hacer una larga lista: la covid-19, las secuelas de Eta y Iota, la abducción del candidato Alejandro Giammattei y su cambio por un individuo intolerante e intolerable que es todo lo opuesto al desaparecido, la incontenible marcha hacia el abismo de esta sentida patria a causa de ambiciones desbocadas de un grupo de mercaderes del mal, el aumento de la desnutrición crónica y aguda, la demolición implacable de nuestra precaria democracia… Para qué seguir. Todo está de cabeza. Nada marcha en la dirección que quisiéramos.
Al nivel internacional, las cosas tampoco andan bien. El planeta sigue acelerado hacia un punto de no retorno en el cual se sacudirá de los humanos como un perro se sacude el polvo o el agua. El orden económico, político y social del mundo parece estar a punto de emitir un estornudo que derribará muros transnacionales.
Es difícil ignorar cuanto sucede, y más complicado resulta imaginar una salida.
Confieso que, de todos estos problemas más o menos concretos, el que más me preocupa es el de la crisis del pensamiento crítico. Es otra pandemia. Es una castrante enfermedad para la que no hay vacunas en desarrollo porque nadie la ha declarado.
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Se trate de religión, política, economía u otros, vivimos aferrados a nuestras creencias, cerrados a cualquier idea que nos pueda llevar a cuestionarlas. Hemos dejado de parecer humanos, porque esta especie se ha desarrollado más que exponencialmente gracias a su constante búsqueda de una mejor manera de pensar y hacer las cosas. Comenzamos por convertir nuestros sonidos guturales en palabras, estas en idiomas hablados, luego idiomas escritos. No nos bastó el idioma escrito y buscamos formas de eternizarlos, por lo que pasamos de las rocas al cuero animal, de este a la fibra vegetal y luego al rollo de papel. Siguieron los libros y el registro digital.
Si podemos ser tan inconformes (y eso es el motor que nos convierte en la especie animal más exitosa en el planeta), ¿por qué perdimos la inercia, el impulso mejorador en cuanto a nuestros valores y a las formas de continuar la búsqueda de sistemas de gobierno y de organización social que permitan mayor desarrollo? ¿Cómo pasamos de productores a acumuladores voraces?
Nos volvimos incapaces de autocuestionarnos, y eso equivale a decir que murió la filosofía, que es la madre de todas las ciencias. ¿Por qué hace esto una especie tan inteligente? No lo sé.
A la crisis del pensamiento crítico se une el individualismo egoísta. El sentido comunitario, aquel que nos permitió cooperar para alcanzar los frutos más altos y derrotar a animales mucho más grandes y fuertes, tiene una alerta por desaparición.
Albert Camus dijo que la libertad no era sino una oportunidad para ser mejores. Hoy no es más que una licencia para el egoísmo.
Y he ahí la fuente de todas nuestras desgracias presentes.
Todo esto me viene de una angustia atorada en el pecho. Veo este mundo, y la radio no para de cantarle a la Navidad, a un ser ficticio que está llegando a la ciudad y que empapela y amordaza todo lo que es importante para el bienestar del país con sus rojas y blancas quimeras de amor y paz para quien tenga dinero para fingirlas. Encima, nos vamos de vacaciones en muchas partes. Viene la pausa hipnotizante y desactivadora de un despertar muy esperado, del cual depende nuestra convivencia próspera y pacífica.
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