Mucho ruido, pocas nueces
La Unión Europea (UE) —como proyecto comunitario— recibió el Premio Nobel de la Paz en Oslo el 10 de diciembre pasado. En los últimos días, sin embargo, ha surgido una discusión sobre si la UE efectivamente se merece este galardón.
La discusión se ha agitado por el pronunciamiento de varios premios Nobel anteriores, incluyendo al surafricano Desmond Tutu, quienes han criticado la decisión del comité en una carta abierta en la que señalan que la UE no es un campeón de la paz mundial, sino un adalid de la militarización de la seguridad y de las intervenciones armadas, un ejemplo contrario a los principios fundadores del premio. Human Rights Watch, por su lado, criticó a la UE por su política restrictiva en materia de asilo y acogida de refugiados.
En cambio, los representantes de la Unión han defendido el premio, resaltando que “en sus orígenes la Unión Europea reunió a los países emergentes de las ruinas de las devastadoras guerras mundiales que se originaron en este continente, en un proyecto de paz” [1].
También tuvo lugar un extraño debate sobre quién debía representar a la Unión en la ceremonia de entrega. Esta discusión, que se llevó en la Cumbre Europea del 18 de octubre pasado, se saldó con una elaborada solución: las cabezas de las tres instituciones principales de la Unión (Consejo Europeo, Comisión Europea y Parlamento Europeo) se presentaron juntos en Oslo, pero solo el presidente del Consejo, Van Rompuy (como representante de los Estados Miembros) y el presidente Barroso (como jefe de la Comisión Europea), tuvieron derecho a hablar, mientras que el presidente del Parlamento, Martin Schulz, guardó silencio.
En cuanto a la asistencia, se supo que seis jefes de Estado y de Gobierno declinaron la invitación, entre ellos el del Reino Unido, la Republica Checa y Suecia. Los dos primeros, euroescépticos, dejaron entender que con ello marcan distancia de la Unión en general, y del premio, en particular.
Un sueño convertido en pesadilla
Esta vana discusión es reflejo de una realidad cambiante en la política y la sociedad europeas, así como en el entramado institucional que representa la Unión. Mediante el tratado de Lisboa — la última reforma constitucional de la UE — se cambió el balance de poder entre las instituciones, debilitando el elemento supranacional, que es la Comisión, motor de la integración hasta el momento, y reforzando el poder de los estados nacionales reunidos en el Consejo Europeo.
Al mismo tiempo, el Parlamento Europeo no recibió los poderes necesarios para convertirse en un foro vinculante en sentido estricto. Esto ha derivado en sacrificar el consenso comunitario sobre políticas diseñadas para maximizar el bienestar y la seguridad de todos los ciudadanos, en favor de reforzar los intereses y prerrogativas nacionales.
En los orígenes del proyecto de una Europa unida, la visión de los “padres fundadores” —Jean Monnet y Robert Schuman, entre otros— se entendía como la necesidad de superar gradualmente elnacionalismo mediante una integración “cada vez más estrecha”, tal como se lee en el preámbulo del tratado de Roma, el texto fundacional. Las naciones europeas debían buscar que la realización de los intereses propios ya no fuera posible sin el apoyo de los demás, haciendo imposible las guerras entre sí.
Durante la década de los 50, se produjo un consenso en torno a las consecuencias tóxicas del hipernacionalismo que había costado dos guerras mundiales y había arrasado al continente, hasta dejarlo al borde de la autodestrucción.
Con este propósito se crearon instituciones supranacionales, bajo un acervo de reglas que se aplicaban sin discriminación a todos los ciudadanos en los Estados miembros. La integración procedió partiendo de políticas afines, siempre respetando el principio de subsidiariedad, en medio de la discreción y confiando en que las fuerzas del mercado empujarían a los Estados a ir dando gradualmente los pasos siguientes.
Por décadas, la integración avanzó sigilosamente desde la creación de la Comunidad del Acero y el Carbón, pasando por la Comunidad Económica y el Mercado Interior hasta finalmente lograr la Unión Económica y Monetaria. El nacionalismo parecía perder peso, hasta producir incluso la falsa impresión de que Europa entraba en la época del posnacionalismo.
El proyecto de una moneda común, origen de una serie interminable de crisis, mostró que las cosas no eran tan sencillas. Ya en el verano de 1990, el politólogo John J. Mearsheimer publicó un artículo donde sostenía, en contra del optimismo reinante, que el final de la confrontación bipolar iba a afectar la seguridad en Europa y la haría más propensa a los conflictos.
La desaparición de la amenaza soviética, las crecientes disparidades de poder en el sistema multipolar emergente, la retirada de Estados Unidos y el peligro de un hipernacionalismo emergente llevarían a los miembros de la UE a regresar al estado de sospecha y de desconfianza, que había caracterizado sus relaciones por siglos, antes de la Guerra Fría.
El cálculo individual y la defensa de las agendas nacionales hace cada vez más difícil la cooperación política y económica, y ha resucitado fuertes tensiones en el viejo continente [2].
Consenso roto, profundas diferencias
Cuando se creó la Unión Económica y Monetaria en 1990, todos los expertos advirtieron que una moneda común no iba a ser posible sin una política económica y fiscal integrada. Pero los representantes de los Estados se negaron a ceder el control sobre el presupuesto a las instituciones comunitarias.
Como resultado de estas discusiones, se firmó un Pacto de Estabilidad entre los gobiernos, que tan solo se honró parcialmente. Cuando los mercados financieros y los especuladores comenzaron a atacar a los miembros más débiles del club, tanto el euro como la UE entraron en una crisis general que será difícil de superar.
Los gobiernos nacionales que controlan las decisiones, dentro del Consejo Europeo carecen de respuestas efectivas frente a las profundas diferencias entre los intereses en juego:
- Alemania no quiere ceder poder sobre el presupuesto a Bruselas, aduciendo razones constitucionales.
- Francia necesita mejorar su competitividad, pero quiere debilitar el creciente poder económico y político de los alemanes,
- los países del sur están luchando contra la insolvencia;
- los británicos provocan y sabotean, amenazando con un referendo cuyo resultado muy probablemente les dejaría por fuera de la Unión.
El regreso de los nacionalismos destructivos
La confrontación y el malestar actual no se reducen a la pelea por el presupuesto comunitario (2014-20). En realidad, la crisis tiene raíces más profundas. La visión que alguna vez inspiró a los fundadores de la integración europea se ha desvanecido y se desgasta la legitimidad del proyecto de élite sostenido por el crecimiento económico y la redistribución de los ingresos.
En ausencia de una visión común, se está recurriendo al viejo nacionalismo para movilizar a la población y desviar la insatisfacción de la gente por los efectos de la crisis, como el desempleo o la pérdida de sus viviendas. En esta coyuntura, la Unión Europea parece cada vez más un constructo artificial y tecnocrático, incapaz de aglutinar la lealtad y el afecto de la población.
No obstante, la responsabilidad por este estado de cosas no yace en las instituciones europeas, sino en los gobiernos nacionales. En medio del discurso patriotero, el clima se ha vuelto más adverso. Los viejos prejuicios que cumplieron en el pasado con la función de dividir, discriminar y en últimas, justificar la exclusión y la violencia sobre otros pueblos, han regresado al dicho de la calle. Incitados por la crisis económica movimientos independentistas toman fuerza en España, Bélgica y el Reino Unido.
Si la historia —incluso aquella que apenas está a la vuelta de la esquina— fuera de alguna utilidad para interpretar el presente, el caso de Yugoslavia guarda lecciones pendientes: un Estado con una historia sangrienta que había existido sin mayores turbulencias por 45 años después de la Segunda Guerra, aparentemente bien integrado y con habitantes de diferentes grupos étnicos, viviendo y trabajando pacíficamente unos al lado de los otros, se desintegró prácticamente de la noche a la mañana.
El detonante de la revuelta fue una crisis económica, acompañada por conflictos sobre cómo repartir los recursos entre repúblicas ricas y repúblicas pobres, incendiado por nacionalistas extremos y religiosos fanáticos, que llamaron al exterminio. La guerra dejó más de 100.000 muertos y desaparecidos, así como millones de desplazados y refugiados en el centro de Europa.
John Mearsheimer advertía ya hace más de veinte años, que los conflictos por la repartición de recursos escasos son difíciles de gestionar en condiciones de multipolaridad y de creciente desconfianza, y siempre existe el riesgo de una escalada incierta.
De los estadistas se espera su capacidad para construir una visión superior y común, que resuma su verdadera fuerza en la paz y la solidaridad y no en la desconfianza, en lugar de continuar el peligroso camino de intensificar la propaganda nacionalista y sabotear las soluciones pendientes.
* Master en Derechos Humanos, DIH y Democratización de la Universidad de Pisa-Italia y la Universidad de Lovaina-Bélgica. Ph.D. en Mecanismos de Justicia Transicional.
Publicado en Razón Pública, 16 de diciembre
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