Desde el 4 de noviembre de 2019, estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras tomaron las instalaciones (en la actualidad se suman más de 11 planteles) para exigir el cese del acoso sexual y de la violencia de género en sus distintas manifestaciones.
En un pliego con 11 peticiones, las mujeres organizadas exigen, sobre todo, que se implementen medidas preventivas, pero también sanciones fuertes (incluso el cese definitivo de labores de los trabajadores o la expulsión de los estudiantes, según sea el caso) a quienes sean encontrados culpables de acoso sexual y otras formas de violencia en contra de las mujeres dentro de la institución. Como respuesta a estas demandas, a principios de febrero de este año el Consejo Universitario, que se reúne una vez al mes, acordó modificar la legislación relativa al Tribunal Universitario y a la paridad, pero no abordó, en absoluto, las principales solicitudes requeridas por las mujeres organizadas.
En este estira y encoge, en esta lucha de poder, surgen otros problemas. Por un lado, hay quienes afirman que el movimiento de las mujeres organizadas (legítimo en todo sentido) responde en buena medida a los deseos de grupos cuyo principal interés es deponer de su cargo al actual rector de la UNAM. Por otro, hay quienes aseveran, como el presidente López Obrador, que hay «mano negra» detrás de las manifestaciones. Asimismo, abonan al desorden las mutuas denuncias de corrupción y de abuso de autoridad que se lanzan entre sí funcionarios dentro y fuera de la universidad.
Por su parte, el rector de la UNAM, Enrique Graue, afirma que «todas las demandas de las estudiantes están siendo atendidas, y se trabaja de manera permanente en propiciar espacios seguros y de respeto para las mujeres universitarias y así [sic] estar en condiciones de reanudar actividades en los planteles que se encuentran cerrados».
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El hecho de que el paro continúe, sin embargo, es una prueba contundente de que la situación está lejos de encontrar una solución satisfactoria.
Mientras tanto, como trasfondo, el 8 de febrero se dio el femicidio de Ingrid Escamilla, desollada por su esposo, quien confesó el crimen. La mayor indignación se produjo, además, porque en las redes sociales circularon las fotografías del cuerpo mutilado de la joven de 25 años. Estos hechos provocaron que «el viernes y este sábado miles de personas salieran a las calles de la capital mexicana y de otras ciudades para exigir justicia para las mujeres» (BBC). Luego, la espantosa muerte de Fátima, una niña de siete años que fue sustraída de la escuela y reportada desaparecida y cuyo cuerpo calcinado y con señales de tortura apareció el 15 de febrero, termina por colocar el tema de la violencia de género en la indignación colectiva y en los cuestionamientos que por estos crímenes se hacen al Gobierno mexicano, a las instituciones, a la sociedad entera.
Para quienes observamos lo que ocurre en México y lo comparamos con lo que a diario se vive en Guatemala y en la Universidad de San Carlos, estos hechos revisten singular relevancia. La UNAM, por su importancia a nivel latinoamericano, constituye sin duda un referente para el resto de las instituciones de educación superior en el continente. Las luchas de las compañeras organizadas, una pequeña piedra en el muro de la impunidad, poco a poco están resquebrajando los cimientos de una universidad paradigmática, de manera independiente a si subyacen o no otros intereses de por medio.
Es una realidad, tanto para México como para Guatemala, que el camino por recorrer para lograr la igualdad de género y el respeto de los derechos, la vida y la dignidad de las mujeres es aún muy largo.
Nos corresponde aprender de los aciertos y los errores, de la fuerza y la determinación, de la creatividad y la sororidad, de las estrategias y las demandas de movimientos como el de las mujeres organizadas en la UNAM para lograr que el siglo XXI sea para nosotras la época en la que podamos vivir libres de violencia, en igualdad y equidad de condiciones.
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