La hizo a pedido del duque Ludovico Sforza y a juicio de críticos de la época y actuales, el cuadro es «una obra maestra de diseño y caracterización». Está calificada como la más serena y alejada del mundo temporal de Da Vinci.
No obstante esa serenidad, La última cena es una obra de contrastes: Lo enérgico y lo frágil, la maldad y la bondad, la juventud y la ancianidad, el ardor y la paz. De tal manera, los dos años referentes a la confección del cuadro, son in strictu sensu, el tiempo que tardó el artista en plasmarlo.
Se habla hasta de 7 años para la búsqueda, estudio y escogencia de modelos para cada persona representada, y Da Vinci, perenne insatisfecho, estuvo retocándola después de 1497. No obstante, desde aquel año se le consideró el mejor maestro de Italia. No era para menos. Hasta al Rey de Francia tuvo la idea de desprender el fresco del muro para llevárselo a París.
Para representar a Jesús, Leonardo buscó a un joven cuyo rostro emanaba inocencia, pureza y bondad. «Libre de pecado» decía él. Y años más tarde, en un rediseño de la obra, buscó a un felón sentenciado a la horca para personificar a Judas Iscariote. Mayúscula fue su sorpresa cuando, terminado el trabajo, el hombre sucio y greñudo que representó al traidor, le confesó ser el mismo que había servido de modelo para que el artista pudiese encarnar a Jesús. La vida lo había llevado por un derrotero de maldad, indecencia, mezquindad, falsedad y delito.
¿Anécdota? ¿Verdad? Hay varias versiones del mismo hecho. De lo que sí estoy seguro es que, en nuestra sociedad, muchas personas que podrían servir de modelo de Iscariote antes fueron arquetipo de Jesús.
Vienen a mi memoria los soldados enjuiciados por la Masacre de Totonicapán. Algunos de ellos son q’eqchíes.
Yo he visto salir de aquí, de la Verapaz, a muchos jóvenes q’eqchíes para prestar servicio militar o trabajar en empresas “de seguridad”. Van con su mirada límpida, con esa profundidad de inocencia en sus pupilas, algunos rostros asustados sí, pero con la esperanza puesta en el horizonte. Al volver, su rostro es totalmente distinto. Su semblante ya no es apacible y algunos, tienen mirada de odio. No digamos de aquellos que vi salir y volver durante la guerra interna.
Y parafraseando a Luis Alfredo Arango: lo que duele de ellos es su silencio. Ese silencio que ya no es de la montaña sino proveniente de lo que fueron y lo que son. Ante una sociedad que se afana por encontrar raíces cristianas, católicas, evangélicas y hasta ideológicas pero que a la hora de deducir responsabilidades por un crimen cometido, se ceba en el indígena y la conciencia le vale madre.
Por eso, aunque algunos opinen que con el maíz —cultivo pipiripau dijo un cínico empresario— no se sale adelante, la milpa debe continuar en el aquí y ahora de nuestros pueblos. Porque ante ese monstruo que es el neocolonialismo, donde se condena al que ejecutó la orden pero no a quien la emitió, garantiza ciertas condiciones: Protege a las mujeres, a los ancianos y también, transmite el legado cultural a pesar de la destrucción provocada por los conquistadores.
La milpa —entiéndase— no es solamente una actividad agrícola. La milpa es una histórica institución que da continuidad a la tradición frente a cualquier intento advenedizo que amenace y trastorne nuestras costumbres, por cierto, terriblemente irrespetadas por el ladino.
¿Por qué irrumpo con una significación de la milpa en este artículo dedicado inicialmente a La última cena de Da Vinci? Sencillamente porque, la milpa en nuestras cosmovisiones, con todos los rituales que la rodean (Ka’ajb’ak, Chapok pim, Yo’olek, etc.) tiene el mismo sentido que la conmemoración de la última cena para los cristiano-católicos: Agrupa a la comunidad y provee una oferta de salvación. Gracia que empieza en el hoy de las personas, no en una quimera futura. Permite compartir, celebrar y facilita una granítica unidad. «Es la fiesta del maíz» diría el P. Rutilio Grande.
Yo creo que si Jesús de Nazaret —en lugar de nacer en Belén— hubiese nacido en Cobán, habría celebrado la última cena no con pan y vino sino con boj y tortilla. La cosmovisión no hubiese sido perseguida en nombre de la “civilización” y quizá Leonardo da Vinci no habría encontrado en estas latitudes un modelo para el Iscariote.
Al Judas de Da Vinci la vida lo llevó por un derrotero de maldad, impudicia, ratería, hipocresía y transgresión. ¿No será el momento de preguntarnos quién o quiénes forjan esos caminos en nuestra sociedad?
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