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La suerte de ella, la historia de él

Y ella sabe vender ese combo de dulce lástima arrancando la rabia a los vigilantes de la Zona Viva.
Él cuida, vigila, sigue, repele, aferra, protege, regaña, defiende, empuja, ahuyenta. Antes de empezar su turno, se fumó un rubio y un niño le sacó brillo a sus zapatos negros, a sus zapatos nuevos. Ahora se arregla el traje de sastre, compone el nudo de la corbata y cubre su pistola nueva con la chaqueta.
Ilustración Dénnys Mejía
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La suerte de ella, la historia de él

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Ella vende dulces. Él es vigilante privado. Y una noche cualquiera en la zona viva, ellos se encuentran y su suerte y su historia chocan de frente, aunque la historia de ambos sea la misma: la de quien se juega la suerte día a día.

Ella vende dulces de ajonjolí en los bares, restaurantes y hoteles del corazón de la zona 10. Los vende y dibuja una mirada de lástima en sus clientes. Lástima de verla al filo de las 9:00 de la noche con aquel canasto lleno de dulces en mano. Es ella entera: los ojos pequeños, profundos y negros; el corte de tonos cafés y el suéter rojo gastados; el pelo lacio enmarañado agarrado a la fuerza en una cola a media espalda; las sandalias y los pies diminutos y sucios; es esa mirada que se clava en los ojos del posible cliente, que parece no perdonar un no como respuesta y que da la impresión que en cualquier momento se rompe en lágrimas. Y ella, aunque no aparenta más de diez años, sabe que esa mirada es su mejor arma de venta.

Él cuida, vigila, sigue, repele, aferra, protege, regaña, defiende, empuja, ahuyenta. Antes de empezar su turno, se fumó un rubio y un niño le sacó brillo a sus zapatos negros, a sus zapatos nuevos. Ahora se arregla el traje de sastre, compone el nudo de la corbata y cubre su pistola nueva con la chaqueta. Así son las cosas: el traje y el arma hablan por él. Hablan más que sus ojos negros diminutos y achinados, más que la piel cobriza y que la cara redonda como plato para comida principal. Es eso, el traje que le queda levemente grande, el arma que cuida que no se vea tanto al lado izquierdo de su pecho y pelo liso cortado al mejor estilo militar. Es eso, es el porte de sacar el pecho y poner mirada de enojado. Y él, con sus treinta y tantos años, sabe que todo eso le brinda el respeto que busca frente al espejo del lobby de aquel hotel cinco estrellas de la Zona Viva.

Aquella noche, ella vende dulces de ajonjolí y los mercadea con lástima. Y el proceso completo incluye arrancar la rabia a los vigilantes de la zona viva. Y lo hace así no porque quiera, sino porque así toca, porque esa es la lógica. Porque aquella noche, como otras tantas, ambos están frente a frente de su propia historia.

En la vida de otras niñas, a esa hora es el momento para dormir. Y refunfuñan con el rito de ponerse la pijama, de lavarse los dientes, del beso de buenas noches. Las hay que tienen más suerte, pequeñas a las que arropan y se quedan dormidas escuchando cuentos de niñas que son princesas que escapan de brujas, de bosques oscuros en los que la noche es sinónimo de todo lo malo de este mundo.

Ni esa suerte ni esa historia existe para ella. No, para ella la noche es la oportunidad de asegurar la venta, de cumplir con la meta diaria; porque hay que entender que ser niña no quita tener responsabilidades en su casa, no se libra de tener que llevar a su parte completa de la venta. Y ahí, en plena Zona Viva de la Ciudad de Guatemala, la noche regala turistas ataviados de shorts llenos de bolsas, camiseta y cámaras fotográficas colgadas al hombro; hombres de negocios vestidos con traje completo y corbata a medio nudo dispuestos a cerrar el último trato al calor de una cerveza; señoras elegantes con pelo lleno de laca, collares de pelotitas blancas en el cuello, acaso perlas falsas o verdaderas, y algún billete suelto en la cartera.

Y ella sabe vender ese combo de dulce lástima arrancando la rabia a los vigilantes de la Zona Viva, esos que la siguen con los ojos cuando intenta escabullirse en el lobby de hotel, que la aferran con fuerza por los hombros, que le dicen que está prohibido vender en ese lugar, que la toman del brazo y la empujan hacia afuera, hacia la calle, hacia la noche.

Y es que vender, dulces o lástima por igual, implica enfrentarse cara a cara con los clientes. Aún cuando estos están sentados en aquellos sofás mullidos de aquel hotel. Por eso, sus dos hermanas entran, atraen los vigilantes hacia el lado derecho y ella corre a la izquierda, y se planta de frente al cliente, y le dice que cada bolsa de dulces vale Q10, que si le compra dos ya cumplió con la meta del día, que son dulces buenos, que hasta se vale regatear. Y lo hace en segundos, los suficientes antes de que él la aferre de los hombros.

Es entonces cuando la mirada de lástima de ella se transforma en una llena de rabia. Y espeta algo en q’eqchí; y él le responde en el mismo idioma. Y le recuerda que está prohibido vender en ese lugar, y la toma del brazo izquierdo, y la levanta un poco, suficiente para que camine en puntillas, y la empuja hacia afuera, hacia la noche. La noche y la venta pendiente para cumplir con la meta. Esa es su suerte, esa es su historia.

Él se compone el saco. La gente lo mira como el malo de la película. El malo tiene su propia suerte y su historia. Ambas se limitan a tener trabajo, ambas dependan de mantenerlo porque todavía debe pagar el traje y los zapatos a la compañía que recién lo contrató; porque el trato con el vecino que le compró la pistola con su tarjeta de crédito es que tiene pagar los intereses y un poco más –“por las molestias y esas cosas”– cada corte de mes. Y sacar a los vendedores, niños o adultos, es parte de su trabajo. Si uno habla con él, entenderá que hay tres hijos en casa, que solo viste así y tiene esa pistola porque quiere sacarlos adelante. Solo por eso acepta ser el malo, en este caso; el poli privado que cuida a gente que ni conoce; y arriesgarse a ser la víctima, si el chance así lo amerita. Y cuando te cuenta su suerte, su historia, su mirada se apaga y cada palabra suena triste como si aquella niña que vende dulces de ajonjolí y lástima hablara a través de él. 

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