Es apenas la primera captura, luego de 15 años de firmada la paz, y lo llamativo del asunto son las reacciones que suscita: desde quienes piden apasionadamente capturas de guerrilleros como en una especie de “compensación” para que la cuestión tenga legitimidad y todos estén felices y contentos, hasta quienes niegan el genocidio en Guatemala o afirman que se han utilizado pruebas falsas en los procesos penales contra el Ejército. Estos alegatos de reacción, basados más en suspicacias ideológicas que en un interés de accionar por el esclarecimiento histórico, nos dicen mucho de la manera en que solemos lidiar con los acontecimientos que marcan quiebres significativos en nuestra polarizada historia, pero muy poco de lo que necesitamos para desmenuzarla y entenderla en toda su complejidad.
Como en muchos enfrentamientos armados, en el caso de Guatemala también hay una responsabilidad histórica compartida entre Ejército y guerrilla por las matanzas de civiles inocentes. Todo crimen debería juzgarse, pues esto no se trata de un escenario maniqueo de malos y buenos. Sin embargo, tampoco debemos olvidar los importantes matices a la hora de construir nuestros juicios y reflexiones acerca del pasado: mientras el Ejército de Guatemala cometió un 93% de las masacres, la guerrilla cometió sólo el 3% (del 4% restante no se ha logrado determinar la responsabilidad). No me parece, así, que la captura de un militar (¡tan solo uno!) después de más de 10 largos años de proceso penal obstaculizado, sea una cifra desproporcionada. Por otro lado, no debemos olvidar que el juicio a militares (o a policías, en su caso) se da porque la participación de las fuerzas de seguridad en crímenes cometidos en el marco de un enfrentamiento armado, con el conocimiento y consentimiento de los más altos funcionarios del Estado, agrava su responsabilidad penal, sencillamente porque las fuerzas de seguridad se inventaron para proteger a la ciudadanía y no para masacrarla con lujo de saña. Por eso existen los crímenes de lesa humanidad, para juzgar y condenar aquellas situaciones en las que el Estado abusa de su poder de monopolio de la violencia legítima, ejerciéndolo contra su propia población cuando la considera “sospechosa”. Para nadie es un secreto que la forma de operar del Ejército en Guatemala ha sido una de las más crueles en la historia de conflictos armados en el mundo, ni que el militar capturado fungió como jefe del Estado Mayor del Ejército, nada más y nada menos que durante el período más álgido de la violencia: el gobierno de facto de Efraín Ríos Montt.
Por otro lado se niega el genocidio, pero en lugar de invitar a abrir el debate para conocer y entender los móviles de las matanzas de indígenas (que ultimadamente están comprobadas como matanzas, lo cual es igual de grave y suficiente para enjuiciar a los responsables) se apela a dejar la historia atrás, a dejar de ser “resentidos”, enterrar la “sed de venganza” y mirar adelante. Cómo se nota en esa relativización del dolor y el trauma, la incapacidad de ponerse en el lugar de otros. Hace apenas dos años y medio, conocí en Rabinal a una mujer que aún madruga cada mañana a preparar el desayuno, y luego se para en su puerta a esperar por un rato a que su marido (torturado y ejecutado en los 80) vuelva del campo para comer con ella. Hay mucha gente que sigue esperando en silencio, en el más grosero anonimato, y que no ha podido aún curar su dolor ni rehacer su vida, luego de denunciar la ejecución y desaparición de sus familiares sin tener una mínima respuesta. Para esas historias no hay carreteras que curen o “proyectos productivos” que valgan. Las marcas del dolor habitan en una dimensión muy diferente, paralela, a la del comercio y el desarrollo de concreto.
Recuerdo que cuando se firmó la paz, iniciando la universidad, tenía amigas y amigos que ignoraban el conflicto que estaba finalizando. ¿Cuál guerra?, se preguntaban muchos jóvenes en plenos años 90. Jóvenes universitarios en un contexto como el de los actuales “camisas blancas” o el de los “techeros por Guatemala”. Efraín Ríos Montt, candidato a un cargo de elección en la primera votación a la que asistiríamos, era simplemente el golpista gracias a quien durante la niñez teníamos la grata idea de “vacaciones”, cada vez que escuchábamos los motores de helicópteros rondando por el cielo y a los adultos hablar de otro posible golpe de Estado que nos dejaría sin ir al colegio por algunos días. Y aunque suena loco, mucha gente que hoy en día sigue ignorando a cabalidad lo que ocurrió, no se muerde la lengua antes de opinar sobre genocidio, sobre matanzas, sobre amnistía, sobre el resentimiento indígena... hay quienes se atreven a dar cifras, incluso, sin haber terminado de entender o de informarse sobre el conflicto armado, sus causas y sus consecuencias. No es raro, entonces, que no se comprenda tampoco la inmanencia de una lógica económica que genera muertes silenciosas en las mismas áreas afectadas por la guerra. Una lógica que no se transformó con la firma de unos acuerdos entre dos élites enfrentadas y presionadas por la necesidad de hacer ingresar al país al “club” de los jurídicamente seguros para las inversiones del capital internacional.
Pero así, y con la complicidad de los medios masivos de comunicación, las universidades, escuelas e iglesias, es como tradicionalmente se ha formado el criterio histórico en Guatemala: sobre la base de la cómoda repetición acrítica de las verdades oficiales. Sin indagar acerca de las raíces históricas de los problemas que vivimos. Cero curiosidad por el pasado, con todo lo que tenemos pendiente... y lamentablemente, esa ignorancia atrevida se traslada a las nuevas generaciones.
Esta captura es una buena excusa para dejar de tapar esa cloaca apestosa de una guerra que nos avergüenza, llevando al debate público, a las aulas, a las sobremesas familiares, una reflexión aún pendiente sobre nuestra historia, sobre nuestro derecho a la verdad; una reflexión indispensable para comprender este enredado presente y hablar de futuro con al menos un poco de coherencia.
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