Otra persona me advertía que si basaba este espacio de opinión en las políticas y los sistemas de salud –que son mi mero tema de trabajo–, corría el riesgo de aburrir a la gente. Pero heme aquí, de necia, tocándolo en esta ocasión y muy seguramente en oportunidades posteriores.
Tampoco es que el tema de salud esté completamente ausente de la discusión pública. En los medios de comunicación vemos incontables artículos, suplementos y programas de salud, pero refiriéndose a las novedades tecnológicas y farmacológicas, las dietas para mantenerse en línea, las consultas y recomendaciones médicas. Los reportajes de prensa, por su parte, muestran algún interés en enfermedades específicas (la desnutrición o algunos brotes de rotavirus y dengue ), aunque hay un gusto especial en la crisis crónica de los hospitales públicos grandotes, el San Juan de Dios y el Roosevelt. Algunos(as) columnistas comentan el tema, compartiendo alguna mala experiencia en los servicios de salud, o revisando los problemas de los distintos prestadores de atención, recomendando incluso que ni se le ocurra enfermarse.
Si bien en algún momento quiero comentar un poco más sobre los problemas de los servicios de salud (principalmente los públicos y no sólo los hospitales), en esta ocasión me contentaré con preguntar: ¿cuál es nuestro concepto de salud? ¿Qué es lo primero que se le viene a la mente cuando escucha la palabra “salud”? ¿Es acaso un médico, con bata blanca y estetoscopio al cuello? No sería extraño que así fuera, ésta es una imagen predominante porque con frecuencia se asocia la salud a la medicina, aún cuando la medicina está más relacionada con la enfermedad. Créame, la salud es demasiado importante como para dejarla en manos de médicos(as) y ya vimos que no basta con tener a un clínico prominente como vicepresidente para tener un buen sistema de salud.
La idea que tenemos sobre la salud (y también sobre la enfermedad) es clave para entender cómo nos comportamos ante ella, como individuos y como sociedad. Si pensamos que la salud-enfermedad es un asunto puramente biológico e individual, muy seguramente nuestro énfasis estará en la atención médica y clínica. Ahora bien, si entendemos que la salud-enfermedad es un proceso dinámico, que involucra a personas y colectividades, con múltiples dimensiones (biológica, mental, emocional, energética, laboral, económica, política, ambiental, familiar, comunitaria y territorial, entre muchas otras), entonces comprenderemos que el quehacer en salud va más allá de los servicios de salud.
En el ámbito de la política pública, cabe preguntarnos si entendemos la salud como mercancía, como caridad o como derecho. La respuesta que demos es lo que definirá el papel del Estado respecto a la salud de su población y la atención a la enfermedad. Si entendemos la salud como mercancía, el Estado no tendrá ningún tapujo en lavarse las manos y dejar (por omisión o acción) que sean los prestadores privados los que se encarguen de atender a la población, permitiendo a su vez que la enfermedad sea un mecanismo para generar jugosas ganancias. La salud entendida como caridad se expresará en un Estado que se encarga sólo de las poblaciones pobres y vulnerables (la famosa focalización), atendiendo apenas algunos problemas de salud (los paquetes básicos de servicios), teniendo que agradecer la “buena gentez” de los servicios de salud. Si en algún momento hay maltrato, pues no quedará más remedio que aguantarse porque al menos el sistema está haciéndole el favor de atenderle. ¿Le parecen familiares estas nociones de salud, como orientadores de la política pública de Guatemala?
De ahí está la idea de la salud como derecho (humano, social o ciudadano), reconocido en las leyes de Guatemala (una ventaja que tenemos sobre la legislación gringa). Ésta (oh, sorpresa), es la noción que a mí más me convence, por varias razones. En primer lugar, implica que la salud está vinculada a otros derechos como alimentación, educación, trabajo, vestido, vivienda, y otras determinantes sociales. Segundo, señala al Estado como principal responsable de promover las condiciones sociales para mantener a población saludable, y que hará los esfuerzos necesarios para atender los problemas de salud que surjan. Tercero, reconoce la ciudadanía en salud, es decir que la población tiene responsabilidades sobre su estado de salud y participa en las decisiones de política. Pero esto también significa que somos merecedores de la atención por el simple hecho de ser ciudadanos(as), no necesitamos ser de un estrato socioeconómico específico, empleados formales o sufrir una enfermedad específica para ser atendidos(as).
Las dificultades del sistema de salud se cuentan por montones y seguro faltan mucho tiempo y recursos para que la red pública de servicios salga de su histórico rezago y pueda dar una atención integral a la población. Pero como decía Lisandro Morán, un entrañable amigo y salubrista: “el corto, mediano y largo plazo inician hoy mismo”; así que –por hoy– podríamos desafiar los conceptos que tenemos sobre la salud, dejar de pensarnos como clientes o beneficiarios, y empezar a pensarnos como ciudadanos(as).
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