En la víspera de la entrega formal por parte del Ejecutivo al Congreso de la República del proyecto de presupuesto general de ingresos y egresos para el ejercicio fiscal 2021, el debate sobre su financiamiento volverá a encenderse. Esto, porque las fuentes de financiamiento del presupuesto de la administración central del Gobierno básicamente son los ingresos tributarios, que en un año típico (no como este 2020, en el que se aprobó financiamiento extraordinario) financian el 79 % del gasto público; los ingresos no tributarios, que financian el 5 % del gasto total; la deuda pública, que financia el 15 %, y los saldos de caja, que financian el 1 %.
Es decir, los impuestos son y seguramente deben ser la principal fuente de financiamiento del presupuesto. Y si se acepta que la deuda pública, en todo caso, son impuestos que habrá que pagar en el futuro, las fuentes tributarias, presentes o futuras, financian el 94 % del gasto público. Estos hechos deberían fijar con claridad que dos objetivos de la política fiscal deberían ser mejorar significativamente la transparencia, la calidad y la efectividad del gasto público, incluyendo la lucha contra la corrupción, y simultáneamente mejorar los ingresos tributarios.
Sin embargo, esos objetivos quizá sean conclusiones teóricas evidentes, pero en la práctica la realidad guatemalteca las tiene casi como quimeras. Guatemala es conocida mundialmente como uno de los países con la recaudación de impuestos más baja del mundo y con dificultades severas para corregir el problema.
Para complicar las cosas, en la crisis actual los ingresos tributarios están sufriendo un desplome severo. Considerando la recaudación a julio de 2020, el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) estima que la carga tributaria al final del año será 9.8 %, por debajo del 10.9 % presupuestado y del 10.6 % registrado en 2019.
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Existen razones legítimas e ilegítimas para esta caída tan aguda en la recaudación de impuestos. Las legítimas tienen que ver con la contracción de la actividad económica, con el impacto muy fuerte de la pandemia sobre la economía, en la que muchos contribuyentes perdieron su capacidad de pago. Por supuesto, a estos contribuyentes no se les puede pedir que tributen y el Gobierno debe movilizarse para asistirlos y protegerlos.
La principal razón ilegítima es un aumento del contrabando, de la defraudación aduanera, de la evasión tributaria y de otras formas de fraude fiscal. El Icefi estima que la evasión del impuesto al valor agregado (IVA) pasó de un 26 % de su base potencial en 2012 a alrededor del 38 %, lo que equivale a una pérdida anual de unos 16,500 millones de quetzales. La Superintendencia de Administración Tributaria (SAT) estima que las empresas evaden alrededor del 80 % del impuesto sobre la renta (ISR), lo que equivale a una pérdida de unos 25,000 millones de quetzales. Es decir, la evasión de los dos impuestos principales en Guatemala equivale a una pérdida anual de más de 40,000 millones de quetzales.
La principal tarea de la SAT debe ser reducir estos niveles de evasión persiguiendo a los contrabandistas y defraudadores tributarios como la forma principal de proteger al contribuyente honesto, principalmente a quien en esta crisis se ve en dificultades.
La SAT es y debe ser la principal garante del principio fundamental de la justicia tributaria: quien tiene más debe tributar proporcionalmente más, cada quien según su capacidad de pago. Pero además es la principal responsable de garantizar la viabilidad financiera del Gobierno para que este haga lo que la Constitución le ordena hacer: garantizar derechos fundamentales como la salud y la educación, ampliar la protección social y la infraestructura, etc.
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