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La piel es un mapa profundo

Dicho coloquialmente, un hombre feo puede sobrevivir. Una mujer valorada como fea la puede pasar muy mal.
Revela aspectos profundos de la configuración social del país, de su racismo, de su colonización, de su inserción en la lógica de la globalización con valores eurocéntricos que niegan lo que somos.
Ilustración de Nora Pérez
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La piel es un mapa profundo

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La vivencia de la apariencia y el atractivo físico adquiere un valor muy importante para cada persona. Es parte fundamental de la construcción del yo y de la autoestima, pero no por ello es un asunto exclusivamente subjetivo y personal. Al contrario, además de implicar una parte significativa de nuestra valoración y del gusto, también participa de la vida de relaciones que sostenemos con los otros y está atravesada por determinaciones sociales opresivas de género, clase y “raza”.

El cuerpo es el punto de encuentro con la realidad humana y es la carta de presentación del ser humano frente al mundo. Es el cuerpo que trabaja, que sufre en la dimensión salud-enfermedad, que vive de una forma particular su sexualidad, que habla y simboliza, pero es también el cuerpo que se valora y se aprecia estéticamente (la imagen del cuerpo), lo cual es parte importante e insustituible de la identidad y de las relaciones que se establezcan con los demás.

Aunque la vivencia personal varía significativamente, al hablar/ entrevistar a diversas personas y grupos sobre el tema, se advierte que la apariencia corporal y la valoración del atractivo físico provocan una serie de problemas e insatisfacciones que llegan a influir mucho más allá de la actitud que se tiene ante el espejo.

Si bien es distinta la vivencia de la apariencia propia y la apreciación/ gusto por el cuerpo y rostro de los demás, ambos aspectos tienen un punto de contacto en la constitución de las imágenes de belleza producidas socialmente, lo que influye en la valoración de la propia como en la de las otras personas.

Dicha vivencia se relaciona muy estrechamente con la autoestima (esa adecuación o inadecuación íntima con uno), oportunidades y dificultades de elección de pareja, la popularidad o el rechazo en grupos y hasta con posibilidades en el ámbito laboral.

A la obsesiva presentación de imágenes sobre lo que es/ debe ser la belleza (y consecuentemente lo que no es) a través de los medios de comunicación, las charlas que se realizan entre la familia y los amigos, así como innumerables prácticas, se corresponde una valoración extraordinariamente importante y delicada de las personas. Claro, hay excepciones para esta valoración, ya sea por una ascesis asumida o impuesta, a reglas y prácticas encaminadas a la liberación del espíritu, como en el caso de las órdenes religiosas o en situaciones de marginación y empobrecimiento en el que la preocupación principal es qué comer, no las apariencias.

Además, la importancia de la imagen varía conforme el desarrollo personal. En los extremos de la vida, su significación es relativamente menor. Se vuelve mucho más importante en la adolescencia y el período de juventud y edad adulta.

Por ejemplo, la transición de “niñas a señoritas” (según expresión de una entrevistada) puede deparar muchas dificultades en torno a la aparición de las asépticamente llamadas “características sexuales secundarias”. Y se escucha cierto sufrimiento al considerar la experiencia de varias mujeres que indican lo difícil que se vuelve la vivencia de la propia apariencia por la mirada masculina, que genera vergüenzas y la inadecuación respecto a lo pequeño o grande del busto, por ejemplo.

A pesar de la variación a través de la edad, la imagen física resulta muy importante. No es gratuita la existencia de una extensa cantidad de técnicas para mejorar/ cambiar la apariencia: desde el uso de determinada ropa y diversos accesorios, pasando por una amplia gama de productos de “belleza”, hasta técnicas más o menos radicales de modificación de la imagen corporal como cirugías estéticas e implantes, que se han vuelto una parte “natural” de la vida de millones de personas.

Se esté de acuerdo o no, en este mundo la apariencia no es lo de menos.

Entre familia

La imagen corporal, así como muchos aspectos de la construcción íntima tales como las imágenes y roles asociados a ser hombre o ser mujer, las nociones elementales de lo bueno y lo malo, diversas normas, creencias, expectativas, etc., se empiezan a construir fundamentalmente en casa: con las figuras parentales y los otros miembros de la familia.

Es posible suponer, o quizás es simplemente lo deseable, que la familia es un espacio de protección, seguridad y amor. Antropológicamente tiene ese significado. Dicen Duch y Mèlich: “la familia, mediante las transmisiones que tiene que llevar a cabo a través de los sentidos corporales, establece el ámbito privilegiado e irrenunciable para la configuración cultural y cultual de la corporalidad humana”.

Sin embargo, en lo concreto, esta estructura de acogida puede provocar experiencias dolorosas y destructivas para las personas. Siendo un lugar de afectos tan densos, atravesado por dinámicas y estructuras particulares, participa de las contradicciones que se generan en cualquier institución humana, solo que estas contradicciones usualmente tienen un impacto más permanente y profundo en la construcción subjetiva de los sujetos.

En el caso de la valoración que se hace de la propia apariencia física y de los valores respecto a lo que gusta o no de la propia apariencia y la del prójimo, la familia es fundamental. Muchas de las insatisfacciones y problemas con la propia imagen empiezan allí: con lo que papá y mamá (o las figuras parentales existentes) dicen y hacen respecto a la apariencia de sus hijos y, tanto unas como otras, pueden dañar la valoración personal en esta esfera.

Resulta evidente que dicha transmisión es parte de algo más global en las relaciones con los hijos y las hijas: va también con el trato afectivo que se les da y que incluye el núcleo de su identidad personal. Bellamente lo dice así Mijail Bajtín:

“Todo lo que se refiere a mi persona, comenzando por mi nombre, llega a mí por boca de otros (la madre), con su entonación, dentro de su tono emocional y volitivo. Al principio tomo conciencia de mí mismo a través de los otros: de ellos obtengo palabras, formas, tonalidad para la formación de una noción primordial acerca de mí mismo. Elementos de infantilismo en la autoconciencia que permanecen a veces hasta el final de la vida (la percepción y concepción de sí mismo, de su cuerpo, rostro, del pasado en tonos de cariño). Como el cuerpo se forma inicialmente en el seno (cuerpo) materno, así la conciencia del ser humano despierta inmersa en la conciencia ajena.

No obstante, esta transmisión no se realiza idílicamente, sino plagada de contradicciones y acentos que pueden herir lo que las personas piensan de sí mismas, así como la actitud que tienen frente a la belleza de las demás. Un extremo posible se muestra en la película Amor ciego, en el personaje de Jack Black, obsesionado con el atractivo físico de las mujeres.

En el espacio familiar se aprende que uno es flaco o gordo, alto o bajo, tiene el pelo demasiado liso o demasiado colocho, o no se es “canche” como la hermana o el hermano favorito. Se dicen cosas tales como “eso no te queda” o “te queda mal”, “pareces un huesito”, lo que va calando profundamente en la imagen que de sí tiene el niño o la niña. Esta importancia se puede deber a varias razones, pero sobre todo por el peso afectivo que tienen para el niño las figuras parentales y porque, además, es repetido cientos de veces.

Entre otras cosas, que incluyen situaciones más complejas, influye en la producción de trastornos como la bulimia y la anorexia. Pero sin ir tan lejos, diversas alteraciones de la vivencia corporal y la valoración de la apariencia empiezan en el hogar.

Es el caso de una niña que continuamente fue comparada con su hermana que era “canche” y que fue creciendo tratando de esconder su figura en ropa masculina y desarrollando un gusto por todo lo que implicara destrezas y habilidades físicas que no cayeran en el polo de valoración bonito-feo, prefiriendo estar con hombres que compartieran su afición (porque además “las mujeres mucho juzgan”).

Es decir que la familia proporciona las “bases” de la aceptación o rechazo de la apariencia con la que toda persona se presenta al mundo. Crea una imagen básica de sí mismo (del “self”).[1]

La personalísima vivencia de la apariencia y el gusto personal está constituido a partir de procesos de identificación-proyección que corresponden a relaciones situadas en la familia. En su trabajo Introducción al narcisismo, Sigmund Freud señalaba que hay dos tipos de “elección de objeto”: conforme al tipo narcisista y conforme al tipo de apoyo o anaclítico (relativo a las figuras parentales). Así se ve que hay parejas que se estructuran en torno a ideales compartidos o sobre las imágenes de papá o mamá. Y esto influye en lo que las personas valoran como parte del atractivo que les “despiertan” los demás.

Sin embargo, que se produzca en familia y con las figuras parentales no quiere decir que sea ajeno a un ambiente social más amplio. Como decía Erich Fromm, la familia es el agente psicológico de la sociedad, y como tal, se encarga de transmitir valores generados en espacios más amplios.

Posteriormente, otras instituciones y la valoración que hacen otras personas de uno se vuelven significativas. Niñas o niños escuchan continuamente que son “feos”, “flacos”, “cuatro ojos”, por lo que viven su imagen con dolor o angustia, dejando heridas que pueden acompañar toda la vida. Contrariamente, otros niños o niñas encuentran que su atractivo físico se correlaciona significativamente con su popularidad y aceptación entre los demás pares.

Aquí se puede advertir lo dañino de prácticas como los concursos de belleza que son, en el fondo, una forma de discriminar, especialmente a las niñas, por su belleza y de perpetuar estereotipos sobre la condición de la mujer atada a su apariencia.

Como ya se pudo advertir, si esta vivencia es personal y tiene aspectos muy íntimos, también se realiza con otros, en determinados contextos sociales que influyen considerablemente en la vivencia de la apariencia y la construcción del gusto.

Aunque sea un tema sobre el cual no se reflexione mucho, adquiere una importancia vital en muchos casos. Por tanto, la apariencia, lo superficial, la piel, también es lo profundo.

La opresión sobre la imagen

En las páginas de Historia de la belleza del semiótico italiano Umberto Eco, se pueden admirar los cambios que ha tenido la noción de belleza en distintas épocas y distintas latitudes. Por mencionar un contraste muy evidente y si nos atenemos al principio de que las obras de arte pueden representar la tendencia existente, el ideal de belleza del Renacimiento es muy distinto al ideal de belleza moderno. La belleza femenina de ambas épocas muestra una marcada diferencia de peso y talla, entre otros rasgos.

En términos cínicos, la mujer bella de la actualidad podría parecer de una lamentable desnutrición en el Renacimiento y la belleza del Renacimiento podría parecernos, en términos actuales, pasada de peso. También el ideal de belleza masculino ha cambiado, aunque es interesante señalar que la participación de las mujeres en dicha representación ha sido menor y entonces no se ha desarrollado tan ampliamente una mirada femenina de la belleza de los hombres, como lo ha sido el caso de la belleza de las mujeres.

En otras palabras, si bien es cierto que “en gustos se rompen géneros” y “siempre hay un roto para un descosido”, una observación sobre cómo funciona efectivamente la realidad de la apariencia en las relaciones interpersonales y sociales, muestra que hay imágenes, figuras y estereotipos sobre quién es una mujer bella o no y quién es un hombre guapo o no, que no están determinados por la elección individual.

Lo importante es que esto se realiza en contextos sociales atravesados por diversos modos de dominación.

En primer lugar, como ya se ha esbozado, la más fundamental diferencia inequitativa sobre este tema es la que se produce según el género. No es casualidad que parecen existir mayor cantidad de problemas relativos a la apariencia en mujeres que en hombres o que los vivan y padezcan de forma diferente.

A la mujer se le ha asignado un papel que tiende a reducirla a ciertas opciones básicas atadas a la corporalidad, el ser madre por ejemplo. Dentro de ello, la mujer es valorada por lo que aparenta: por su belleza o fealdad.[2] La mujer está atada a su atractivo físico y otros valores tales como la inteligencia y ciertas destrezas son socialmente menos apreciadas.

Que esto es una forma de opresión se advierte al comparar la situación del hombre. Además de su apariencia, hay otros aspectos que se valoran mucho más, como las destrezas físicas, la inteligencia o la riqueza. Tampoco es casual que existan dichos como “casaca mata carita”, que se usan en el caso exclusivo de los hombres.

Sobre esta distinción elemental se construyen una serie de valores, normas, imágenes que están ligadas a la construcción (inequitativa) del género.

Dicho coloquialmente, un hombre feo puede sobrevivir. Una mujer valorada como fea la puede pasar muy mal, aunque posea otros atributos. Las mujeres están más atadas a su físico y no es gratuito que sobre ellas pesen más ciertos problemas ligados a la presentación de su imagen.

Desde el ser valorada como objeto sexual por su apariencia hasta la misma interiorización de las normas sociales que se expresan en su sujeción a la moda y al arreglo físico. Detalles tan aparentemente triviales y naturalizados como la preocupación por el “qué dirán” de la apariencia o por “los rollitos”, el uso de tacones, las prácticas de depilación, el “planchado” del pelo o el maquillaje, pueden verse como exigencias que resultan bastante opresivas. Ana Izabel Ortíz me recordaba que la belleza duele.

Y la expresión no es nada metafórica.

Es claro que cualquiera puede buscar mejorar su apariencia, el problema es cuando se vive de manera compulsiva y opresiva a raíz de una estructura social machista y patriarcal.

En segundo lugar, las experiencias y valoraciones que se hacen sobre la imagen tienen un componente de clase que no se acostumbra a señalar lo suficiente.

En los medios de comunicación es evidente que hay una producción hegemónica de imágenes de belleza asociados a la riqueza y al “glamour”. Es cierto que también se generan imágenes alternas, que van desde aquél eslogan de “black is beatiful” del movimiento afroamericano de los sesenta, hasta las contraimágenes conscientemente asumidas de las pandillas[3], pero que al final son imágenes marginales frente a las producciones hegemónicas.

Hay una asociación entre belleza y riqueza, dada por el uso de productos, ambientes e imágenes de “ricos y famosos” como modelos y estrellas de cine.

Pero además, las exigencias para convertir la figura propia en bella o valorarla así en los demás, tiene un indudable componente económico. Ya la “mera” condición física de desarrollo o de salud/enfermedad y que se traduce en ciertas condiciones como talla/peso o cuidado de la piel, está condicionada por los recursos económicos que se poseen.

Digámoslo así, una persona que proviene de generaciones empobrecidas, probablemente tenga una talla menor a la exigida para ser considerada como una “belleza ideal”. Y lo mismo pasa con colectivos enteros.

También se advierte en la utilización de ropa o accesorios. Además de proveer de estatus y diferenciación social, contribuye a la mejora artificial de la apariencia. Y esto, como es evidente, necesita dinero. Mucho dinero a veces.

Siendo un valor social tan importante, genera exclusiones sistemáticas, como aquellas señaladas en el tema de la popularidad. Esto mismo impulsa a caer en comportamientos francamente alienantes como el endeudamiento sistemático por compra de ropa y tratamientos de belleza, así como la sobrevaloración patológica de la imagen que se encuentra en los trastornos alimenticios, por señalar sólo los casos más extremos.

Y claro, esto tiene una lógica económica. Ya se señaló que esto se encarna en ciertas personas, lo que en términos económicos representa el lado de la demanda. Pero es también promovida de mil formas por el lado de la oferta, es decir de la producción y comercialización que se realiza en la “industria de la belleza”.

En tercer lugar, en un país como el nuestro, buena parte de la población tiene una herencia indígena que se expresa en la existencia de ciertos rasgos corporales en mayor o menos grado, a excepción de pequeñas minorías con predominio claro de otro tipo de rasgos, incluyendo los rasgos asociados a cierta “occidentalidad” apetecible (piel blanca, ojos y pelo claro, determinada altura).

Las imágenes sociales de belleza que se advierten, por ejemplo, en el uso de determinados tipos físicos y modelos en los medios de comunicación y la publicidad, la elección de reinas de belleza que llenan ciertos estándares, cierto sentido común que se manifiesta en diversas expresiones y otros, representan una negación del propio rostro y del propio cuerpo, mestizo y moreno, en función de ideales hegemónicos y que incluyen una dosis clara de construcción racista.[4]

Si bien se expresa en el ámbito de la “apariencia” física, revela aspectos profundos de la configuración social del país, de su racismo, de su colonización, de su inserción en la lógica de la globalización con valores eurocéntricos que niegan lo que somos.

Un ejemplo desgarrador de esta situación se produce en el poema del escritor antigueño desaparecido durante el conflicto armado Luis de Lión, que se llama Brigitte Bardot. Antes de la experiencia (o más bien choque) de ver a Briggitte Bardot dice respecto a las mujeres:

Los senos no tenían nada de erotismo

eran frutas llenas de jugo para los labios de los niños.

Los brazos y abrazos eran cunas o nidos.

Las cinturas no eran de avispa,

eran redondas.

Los vientres eran surcos para reproducir vida,

no almohadas.

Es decir, las mujeres eran más madre y apoyo (lo cual también habla de una particular situación de género).

Después, no obstante, se produce el choque:

Brigitte Bardot,

yo intenté la resistencia,

pero tu fuego era demasiado.

La aldea que yo traía en la cabeza

fue tomada por asalto y arrasada.

Y tuve que abrir mi corazón

y luego alzar los brazos.

Nótese el uso de palabras extraídas del lenguaje bélico para hablar de la belleza femenina llegada súbitamente del exterior: “resistencia”, “asalto”, “arrasada”, hasta la imagen de rendirse que se ve en “alzar los brazos”.

En otros términos se podría decir que los modelos hegemónicos de belleza corporal que están sumamente estilizados, representan una forma de construcción de cuerpos abstractos, asépticos, que niegan una fortuita herencia genética, la construcción que implican (lo que trae desigualdades y legitima diferenciaciones sociales importantes), por lo que resultan la negación de los cuerpos concretos que trabajan y cumplen con funciones biológicas que no se encuentran en la “apariencia” externa de los cuerpos “perfectos”.

Por ello, aunque la apariencia personal y el gusto son personales, también son sociales y se construyen sobre hondas contradicciones que hacen que nos apreciemos y veamos, con una imagen deformada en el espejo.

Finalmente, como lo dice Gabriela Miranda, teóloga feminista, todos tenemos derecho a la belleza. Pero, ¿cómo lograrlo y hacer efectiva la realización de tal goce en un mundo más humano?

 

 

(Quisiera agradecer a las compañeras y compañeros de la Unidad Popular de Servicios Psicológicos de la USAC por la franqueza y espontaneidad con la que me permitieron abordar este tema, a veces tan delicado. Varias queridas amigas me pusieron a pensar sobre mucho de lo que aquí se dice. Gracias miles. Tal vez sea también un discreto homenaje a Bibi, donde se encuentre).




[1] La importancia de la familia como generadora de trastornos, incluyendo profundos problemas psicóticos, es de tiempo conocida y rompe con los discursos idílicos sobre la familia. Un trabajo muy interesante, entre otros, es el de Ronald Laing y Aaron Esterson llamado Cordura, locura y familia, donde muestran que hay locuras que comienzan en casa.

[2] No es casual que en ese testimonio primero de escritura que es La Ilíada de Homero, una de las mujeres más conocidas sea Helena. Por su belleza fue que se desató la guerra de Troya.

[3] En una oportunidad escuché al psicólogo social salvadoreño Mauricio Gaborit, referirse a que el uso de tatuajes en las pandillas era una apuesta de por vida en este mundo de modas y compromisos tan efímeros, además de ser una forma de mostrar una “fealdad” conscientemente asumida y reivindicarla frente a una sociedad que les teme, les odia y les desprecia.

[4]             Entre otros aspectos, este es el transfondo de aquellos anuncios de cigarrillos Rubios en que el blanco caucásico ayudaba a indígenas que no sabían que hacer ante ciertas situaciones. 

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