Podrían dedicarse ríos de tinta a explorar los argumentos a favor y en contra en torno a este caso, pero no es el objetivo de esta pequeña reflexión. En su lugar, quisiera argumentar estrictamente desde el punto institucional–legal, por un lado, y desde la perspectiva política de largo plazo.
Institucionalmente, en el Estado de Derecho, ninguna persona acusada de algún delito es culpable hasta que se pruebe lo contrario, y en esa perspectiva, Ríos Montt se presume inocente hasta que se dicte una sentencia judicial en contra. El que le hayan ligado a proceso y ordenado arresto domiciliario no es aún, concluyente.
Por supuesto, en países con institucionalidad débil o con una larga tradición de injerencia política en los fallos judiciales, hay razones de peso para dudar de la imparcialidad judicial, y este argumento lo utilizan, paradójicamente, quienes lo defienden (se señala la supuesta parcialidad del MP actual) y de quienes lo acusan (señalando que entre los hechos, la acusación y la comparecencia, median más de dos décadas que apuntan a un sistemático encubrimiento).
Sin embargo, mientras no refundemos las instituciones y fortalezcamos el Estado de Derecho para alcanzar la anhelada imparcialidad, la única institucionalidad es la vigente, por lo que el caso Ríos Montt nos pone en una encrucijada terrible: confiar en los fallos judiciales, o descalificarlos si no los consideramos justos.
Confiar tiene su riesgo, ya que si las redes paralelas de poder operan, la posibilidad de obtener “justicia” –o al menos, que la sociedad perciba que el fallo es justo– es prácticamente imposible. Pero si no existe confianza ciudadana, no hay tampoco posibilidad de construir una institucionalidad en el largo plazo, porque sencillamente, nunca los fallos judiciales dejarán satisfecho a ningún grupo.
Descalificar los fallos es por tanto, más fácil, especialmente cuando la resolución es adversa o sencillamente, no es como se esperaba. Sin embargo, esa opción simplemente profundiza la espiral de la desconfianza y la debilidad institucional. Descalificar la institucionalidad, o la vía antisistémica, por tanto, NO ES LA OPCIÓN.
La tercera postura es dejar de lado el “debate mediático”, y dejar que los tribunales actúen. Y si existe divergencia en los fallos, el mismo sistema tiene procedimientos que hay qué seguir. Lamentablemente, las instituciones políticas solo deben modificarse desde adentro, en una lucha constante por hacerlas perfectibles. Los observadores ciudadanos y el seguimiento de cerca de los procesos, así como el debate social que es respetuoso de la institucionalidad, es la forma deseable para un caso de esta envergadura.
Sin embargo, la tentación antisistémica es mucho más fuerte que la capacidad de los actores de luchar dentro de los parámetros que establece el mismo sistema; contribuye a este hecho, el supuesto que es más fácil presionar políticamente para obligar a un determinado fallo, que confiar en las reglas del sistema, tal como ocurrió con la primera versión de la CICIG, la que tuvo al frente al Dr. Castresana. Sin embargo, estas acciones de presión política, lejos de fortalecer, debilitan aún más la ya maltrecha institucionalidad judicial del país. Conclusión: el camino sistémico es más largo, aparentemente más costoso, pero es el más seguro en términos de construir un mejor país.
La institucionalidad de cualquier país desarrollado ha soportado eventos de gran polarización y crisis, como la Guerra de Secesión en Estados Unidos, o la Segunda Guerra Mundial en Europa. Sin embargo, una larga tradición de confianza y perfeccionamiento de sus respectivas instituciones es lo que han hecho la diferencia.
El polémico caso Ríos Montt, por lo tanto, es una oportunidad de oro para que los actores involucrados apuesten por fortalecer la institucionalidad del Estado, evitando la tentación de descalificar cualquier fallo judicial que no les guste.
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