La sociedad tomó como afrenta propia las demandas en el impago de impuestos, la financiación ilegal y el tráfico de influencias. Si siempre se había hecho así, no era justo que se juzgase a los que nos daban empleo. Los jueces, con el respaldo de las redes recompuestas, van soltando uno por uno a los funcionarios corruptos.
Los linajes criollos toman el control total del país. La delegación operativa en el capital emergente y en los poderes fácticos se salió de control. Es hora de dar un manotazo en la mesa y de recordarnos quién es el que manda.
Algunos nos miramos a la cara y con la mirada perdida buscamos explicaciones, razones para la recomposición del viejo orden, esperanzas vanas en directrices diplomáticas que no llegarán.
En el fondo sabíamos que esto era una aventura descomunal: crear ciertas instituciones republicanas, rendición de cuentas, un aparato burocrático eficiente, acceso al poder desde partidos políticos con principios filosóficos y auditoría social. Queríamos muy poco, pero para ellos es mucho, es todo. No están dispuestos a entregar un solo milímetro de poder. Cambiar leyes, tejer redes, crear facultades y universidades de cartón, nombrar jueces, magistrados, diputados, contralores, deporte federado, contratos públicos, deuda pública, municipalidades, ministerios: todo es un gran pastel, una fiesta que nosotros pagamos, pero a la cual no nos dejan entrar.
Imagínense poder tener un país a su disposición: poder nombrar embajadores a sus hijos y de ese modo hacer negocios en Sudamérica, mandar a sus amigas a las embajadas europeas, a sus cuñados a juntas de licitación.
Imagínense una carrera pública a costa de favores, llegar a comisiones en los colegios profesionales, que te regalen una maestría con la cual engrosar tu currículum, formar parte del círculo de poder de una Contraloría, de una corte, de un ministerio, de una federación, y desde allí tejer, dar y recibir. Recibir, recibir, recibir.
Imagínate ser impune. Manejar jueces, diputados, contratos millonarios. Imagínate que tu única preocupación sea ver a los lados cuando cruzas la calle en cualquier país que visites porque aquí el tráfico para por ti.
¿Quién quiere desmontar esta orgía? Solo nosotros, los amargados. Así nos ven. Queremos aguarles la fiesta porque no participamos de ella, no somos tan inteligentes, no hemos ido a las reuniones del partido cuando se estaba formando a las nueve de la noche y no dimos de cenar al futuro diputado que nos dará nuestra placita fantasma.
Somos los tontos, los que hacemos cola, los que decimos buenos días y vemos como hermano a otro. Somos los que creemos en la ternura y soñamos con comunidades vivas, francas y alegres. Somos los que no tenemos lastres y no nos hemos vendido.
Somos los que nos sabemos machistas y luchamos por quitarnos las antiguas taras sociales, los que agarramos de la mano a nuestros hijos y nos gusta ponerlos a dormir con un beso en la frente.
Somos los críticos, los que queríamos imponer «el reino de la anarquía, la irresponsabilidad, el descaro y la vulgaridad», como nos nombró el nuevo presidente del Congreso. Pero solo queríamos tener un país en donde ser felices.
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