Las imágenes pueden ser gratas o lacerantes, pero capaces de cambiarnos la vida. Ese es casi un requisito para que queden registradas en tinta visible o invisible.
Recuerdo, por ejemplo, una imagen que fue un acicate durante mi carrera. La profesión me llevó a un país africano donde la guerra había terminado apenas dos semanas antes. Las cosechas habían sido malas y la mayoría de la población era rural.
Llegamos a un mercadito rural. El sol castigaba y nadie estaba a la sombra. Las personas no tenían canastos llenos de frutas, verduras u otros productos como en Guatemala. Condolía ver a las mujeres sentadas en el suelo, de piernas abiertas y estiradas, con pushitos de productos en medio: dos naranjas, dos güisquiles y un pepino. Una botellita de aceite. Era un panorama desolador. Una anciana tenía tres mandarinas y me enganchó con el anzuelo de su mirada. Me acerqué y se las compré. De pronto sentí por mis rodillas un tacto leve, un peso muy liviano, lo suficiente para no sobresaltarme. Pensé que sería algún cachorro de perro o gato. Bajé la mirada y me encontré con los ojos de un niño desnudo tan emaciado que estremecía. Quizá me hablaba. Algo me decía su boca abierta y en movimiento, pero yo escuchaba un leve chillido. Era el año 2002, pero sigo viendo esa carita suplicante como si hubiera sido ayer.
Tengo también imágenes de otra niña africana, del tipo etíope. Por ello, en nuestro entorno, la niña sería considerada una belleza excéntrica. Tenía 14 años y era menuda. La llevó la joven que nos auxiliaba en los quehaceres de la casa.
Entró y se sentó en la sala. Tenía una corriente de susto recorriéndole el cuerpo. Pero sobre su belleza y aquel susto se imponía algo más profundo, que brotaba de sus adentros. Me pareció tristeza. Estaba en sus ojos, en el rictus en su boca, en el reposar de sus manos sobre el regazo. Me acababan de presentar a la niña más triste del mundo.
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Saba me explicó que la niña era huérfana y vivía con una tía muy pobre, que a los cinco años había comenzado a caérsele el color de la piel y que ahora alcanzaba partes aleatorias de su rostro. En la escuela era el centro de las burlas y los desprecios.
La niña llegó a mi casa porque algunas personas sabían que yo conocía a los médicos cubanos. De esa cuenta, me convertí en una puerta de acceso. Los conocí por casualidad. Ellos vivían en una casa que quedaba en mi camino a la oficina. Raya en lo milagroso el encontrarse en esas tierras con personas que hablen español, pero un día pasé cuando algunos venían saliendo y reconocí el idioma. Me presenté y ahí comenzó una amistad que llega hasta nuestros días. Nunca se negaron a atender a mis pacientes y nunca hablamos del tema ideológico. Lo tenían prohibido y nuestro idioma era humanitario.
Les pedí una cita para la niña con vitiligo y terror al hospital y la concedieron. Llevé a Saba como intérprete, pues ni los doctores ni yo hablábamos el idioma local. La examinó un matrimonio de médicos. Durante la entrevista descubrimos algo insólito: sobre todas las cosas, la niña y su tía estaban convencidas de que estaba muriendo. Pensaban que ella dejaría de existir en cualquier momento y de manera fulminante. Creían que la pubertad y el aceleramiento del vitiligo eran la señal inequívoca. Aquello no tenía lógica, pero es común encontrarse con esas rarezas en el campo y en otras culturas.
La doctora se encargó de explicar de qué se trataba la enfermedad. El doctor se comprometió a conseguir de cualquier manera la medicina, que no había en existencia. La hicieron llegar con la primera persona que regresó de vacaciones.
La niña más triste del mundo dejó ver su sonrisa, que me pareció la más linda del mundo. Su rostro resplandecía, ella sonreía y la doctora lloraba.
La niña respondió al tratamiento, y los médicos se encargaron de seguir llevándole medicina gratuita. Un pequeño acto humanitario puede cambiar una vida.
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