El sexo sigue insinuando una demarcación biológica diferenciada. Los feminismos han sido un catalizador del debate del sexo-género como marca, desde el desarrollo del feminismo de la diferencia. Después de las Vírgenes Suicidas, el éxito literario del que se valió Sofia Coppola para darse a conocer como la directora de culto de los años 90, el mismo autor, Jeffrey Eugenides, entregó Middlesex, una de las novelas que llegaría a convertirse en cliché en los departamentos de estudios de género y sexualidad de todo el mundo. En un estilo de épicas familiares muy cercano a la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, Eugenides relata la historia de una persona que nace dos veces. La primera como mujer, el mismo día en que nace, y la segunda como hombre, ya en su adolescencia. El protagonista es un hermafrodita que, en su primer nacimiento, logra escapar de la mirada médica que busca "normalizar" los casos en los que el género del sujeto queda en un espacio liminal de ambigüedad que no es reconocido por el discurso heteronormativo que considera que únicamente pueden existir dos sexos. Como sostiene D. Haraway, el sistema sexo-género ha construido un paradigma de análisis biologicista, esencialista y universalista, lo que ella ha denominado como “paradigma de la identidad de género”.
Si hay algo que ha marcado en las últimas décadas a los feminismos es una pregunta, banal para algunos, tremendamente crítica para otros: ¿el sexo tiene historia? Desde que Simone de Beauvoir escribiera su célebre frase "uno no nace mujer, más bien se convierte en mujer”, los feminismos han supuesto que existe una fuente identitaria común que, como bien dice Judith Butler, no solamente identifica los intereses y los objetivos de las demandas feministas, sino que construye al sujeto político. Esa identidad o categoría común no es otra que la de la mujer o las mujeres.
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En la definición amplia divulgada por los medios, el feminismo se construye como una demanda por la igualdad y, por ende, los discursos, prácticas y luchas feministas se piensan como parte de un movimiento que busca que tanto hombres como mujeres tengan los mismos derechos. Esta definición, si bien resulta funcional, llamativa y probablemente aglutinadora de varias plataformas feministas, encierra al menos dos puntos problemáticos. El primer punto es relativo a tomar a las mujeres y a los hombres o, mejor dicho, a la entidad binaria hombre/mujer como categoría homogénea y prístina. En otras palabras, se asume que la categoría identitaria mujer es aplicable por igual a todas las mujeres (obviando así las experiencias personales y circunstancias particulares de cada mujer), que esta mujer existe en oposición a una categoría hombre (también única y aplicable a todos los hombres), y que ambas identidades forman un todo cerrado e incuestionable. El segundo punto, derivado del primero, es la enunciación en tono casi apolítico del feminismo porque apela, como subraya bell hooks, a una noción romántica de la libertad que es más aceptable y mercadeable que una definición que enfatice la acción política radical, una en la que la lucha feminista no considere como su fin la igualdad de un grupo homogéneo y unitario, sino que se afiance más bien “como una lucha en contra de las múltiples formas en que la categoría mujer se constituye como subordinación”.
En un texto trascendental Monique Wittig se hace eco de las primeras preocupaciones de Beauvoir. ¿Cómo es que lo masculino ha llegado a representar una universalidad –sin carne, cuerpo, color u olor específico– mientras que lo femenino se ha construido como un cuerpo –en las sombras, visible pero invisible, no reconocido? Esa representación encarna, además, una significación unívoca del sexo femenino en el marco de una heterosexualidad institucional obligatoria y natural. Por otro lado, aloja en las representaciones del mundo social –que retoman incluso los discursos feministas– la relación mimética entre género y sexo: el género es el medio discursivo a través del cual “el sexo” se convierte en esa plataforma natural y neutral sobre la cual actúa la cultura. Judith Butler apenas disimula la pregunta: ¿cómo se articula un mundo social desde la heterosexualidad como norma? Pregunta-Bomba que ha hecho pozoles la acción política feminista porque se entiende que la construcción de género se sustenta en la relación binaria hombre-mujer que ha sido normalizada. ¿Cómo entonces podemos desde los feminismos construir un sujeto político –en este caso, las mujeres– que está producido por las mismas estructuras de poder que harán posible su emancipación? Sabemos que la diferenciación de hombres y mujeres se naturaliza de forma especializada y jerárquica, definida en términos culturales, políticos y económicos. Y es justamente esa naturalización la que no podemos perder de vista. El género es una estructura de poder, explotación y opresión, funcional al desarrollo del capitalismo y que, en países como Guatemala, no puede desconectarse de la configuración del racismo y el clasismo imperante en todos los estratos socio-culturales (sobre esto último escribiremos más en una próxima entrega).
Gloria Jean Watkins, mejor conocida como bell hooks –así en minúscula–, repetía con denuedo que no podemos reducir al feminismo a un “estilo de vida”, a un rol de beneficencia y complacencia individual; y tampoco a una identidad unívoca con marca hechiza lista para el consumo. El patrón de dominación no se pone en entredicho si no definimos al feminismo en términos políticos que impliquen el cuestionamiento radical de la construcción y naturalización del binomio hombre-mujer; tampoco si vemos el feminismo y la opresión de género como independientes de otros tipos de opresión tales como el racismo y el clasismo. Solo una política feminista definida en tales términos abriría una vía alterna al tráfico atestado de paliativos enfocados hacia una política pública de género que, si bien pretende construir una Guatemala plural y equitativa, no trastoca –ni de broma– los pilares del modelo biopolítico neoliberal y la naturalización de la opresión en todas sus formas. La construcción de un sujeto político feminista pasa por una visión radical y crítica de la economía capitalista y la heteronormatividad. No, la mujer no tiene un sexo.
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